EL CINÉFILO INVENCIBLE

EL CINÉFILO INVENCIBLE

por - Varios
09 Dic, 2017 05:12 | 1 comentario
El reconocimiento al trabajo de Isaac León Frías no debería sorprender a nadie. Este incansable cinéfilo que no se detiene nunca para transcribir lo que ve en palabras, es uno de los grandes críticos de cine del continente.

Casi en cada edición de Ficunam tenemos que hacer lugar en el cronograma para la presentación de un nuevo libro de Isaac León Frías. A las cuatro de la tarde, aproximadamente, como si fuera un ritual dictado por las leyes del cosmos, Frías estará acompañado por algún colega suyo que analizará una nueva publicación del crítico limeño. En los últimos años, Frías ha publicado Tierras bravas. Cine peruano y latinoamericano, Imitación de la vida. Crónicas de cine, El cine en las entrañas (páginas de Hablemos de cine) y El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica, acaso su libro más importante y el más polémico, que ya es sin duda alguna un libro de referencia en la materia.

A juzgar por las publicaciones recientes de Frías, se podría llegar a la errónea conclusión de que su interés específico se ciñe a la historia del cine. El contracampo de su escritura es la avidez por participar en todos los festivales de la región y ser testigo directo de todo lo que se está haciendo en el cine contemporáneo. A Frías se lo puede ver en Valdivia, en Mar del Plata, en Buenos Aires y en Ciudad de México, siempre en las fechas que se celebran los respectivos festivales que más le interesan de esas metrópolis. El régimen cinéfilo durante esas visitas es el siguiente: 5 o 6 películas por día, desde las diez de la mañana a las diez de la noche, una película tras otras, sin importar mucho los tiempos de almuerzo, cena y sueño. En esas semanas hay que verlo todo. Esto no es el simpático hábito de un crítico, sino una posición frente al cine: el interés por el cine del presente es tan determinante como el interés por el cine del pasado, lo que permite situar con mayor precisión la posición de enunciación de los textos de Frías cuando estos se refieren al pasado del cine.

En efecto, su posición crítica no abreva en la nostalgia de un pretérito tiempo mítico en el que el cine era mejor que el de ahora. El conservadurismo estético no lo tiene entre sus filas. En este sentido, Frías es el gemelo perfecto de otro gran crítico del continente, el mexicano Jorge Ayala Blanco, también condecorado con el premio Fénix dos años atrás. Ambos pertenecen a una misma generación, los dos escriben sin parar y publican libros desconociendo los límites característicos de una sociedad entregada a la distracción, los dos sienten una asombrosa comodidad a la hora de trabajar dialécticamente moviéndose entre el pasado del cine y el cine del presente. Los dos, además, no reniegan de la inapelable condición de latinoamericanos, responsabilidad intelectual que asumen con total convicción pero sin desdeñar la comprensión total del cine. La única diferencia entre ambos pasa por un bigote y una barba blanca.

Es que la patria del cinéfilo desborda cualquier tradición lingüística, la historia compartida que surge de haber vivido en un determinado territorio y la eventual constatación empírica de la identidad sintetizada en un documento nacional que lo avala. La forma de amor practicada por Frías y prodigada al cine participa de otro mapa de “naciones”. En la República de Jerry Lewis, en la Comunidad Autónoma de Glauber o en el intrincado archipiélago JLG, a Frías lo consideran un ciudadano ilustre. Frías puede haber publicado el libro más importante de historia del cine latinoamericano de este siglo, pero asimismo tiene un título precedente llamado Grandes ilusiones en el que escribe sobre cine peruano y comedias musicales, o les dedica capítulos a Abbas Kiarostami, Adolfo Aristarain, John Ford y Jean Renoir. La cinefilia de Frías es internacionalista, como sucede con los cinéfilos de todos los hemisferios.

Es hora de decir que a Frías todos los conocemos como Chacho; es el momento oportuno para esbozar algunas características del discurso cinematográfico del autor. Así piensa Chacho, así escribe.

En el epílogo de El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica, Chacho Frías afirma:

“Frente a esa perspectiva de un nuevo cine más o menos ortodoxa e institucional, sería más conveniente abrir el abanico e incorporar esas otras expresiones que hemos atendido en este libro y que daría, hipotéticamente, un panorama más abarcador y comprehensivo. Pero no es mi intención hacer una propuesta de ampliación de esa categoría y pedir que entren en ella los que en aquel tiempo eran los réprobos, los marginales o los independientes a la manera de un Prelorán. Que todos ellos, los ortodoxos y los heterodoxos, hicieron un cine nuevo es un hecho que –creo– no admite discusión… Eso es lo que permanece y lo que se debe rescatar, pero poniendo muy seriamente en duda –como lo hemos hecho– la existencia de un movimiento regional, de algo más que un proyecto concebido y alentado al calor de los debates políticos y culturales de esos ‘años de la conmoción’”.

El estilo aparentemente conciliador con el que cierra el mencionado libro es probablemente una extensión anímica de la amabilidad de espíritu del autor, porque las 459 páginas están dedicadas a destituir una cierta forma de lectura uniforme del cine latinoamericano. El propósito consiste en problematizar el imperativo político trabajando sobre un cierto instinto de modernidad a veces en tensión con la determinación política del arte. Chacho Frías cree necesario debilitar el mito (ideológico) de un cine homogéneo en la región y a su vez destinado a ser el suplemento de una lucha política orientada a la emancipación. Es por eso que examina autores, cineastas, películas; acopia evidencia diversa y divergente y secretamente cuestiona una forma de entender el cine político en Latinoamérica. La polémica es difusa pero indisputable, y si el libro no insta a la furia de los lectores más identificados con aquel mito se debe más que nada a una cuestión estilística que conceptual.

Chacho Frías defiende oblicuamente en esa obra reciente que el cine no posee un único fin. Para él es un legítimo derecho que el cine esté asociado al placer y a la distracción. He aquí un ejemplo magnífico, a propósito de El ocaso de los cheyennes, en el que se siente la posición del crítico:

“Hecho insólitos han servido de marco al estreno de este film. Algunos comentaristas de diarios (que me recuerdan a esas personas que siempre van a los parques de atracciones para hacer tiro al blanco y que jamás aciertan ni por casualidad y, sin embargo, insisten en ello) han tenido la osadía de hablar de la decadencia o el ocaso de John Ford”.

Tras la invectiva certera, y después de varios párrafos de sesudo análisis, Chacho prosigue:

“Todo este mundo moral, humano, sereno como pocos en su manifestación sensible, es, al mismo tiempo, de una hermosura ejemplar. No es solo la belleza incomparable de unos paisajes que los 70 mm de Ford captan en toda su dimensión epopéyica. No es solo la belleza del color que reviste cada tramo de la tierra y cada extensión verde del paisaje. No es solo la belleza de la funcionalidad y de la sencillez expresiva con que hombres y paisajes son mostrados. No es solo la belleza de unos sentimientos que se reflejan con una potencia poética inaprehensible. No es solo la belleza de una visión del mundo, ejemplar en sus connotaciones morales, ejemplar, sobre todo, en sus manifestaciones concretas. Es la hermosura de todo esto al mismo tiempo, potenciado en un conjunto armónico”.

La cita proviene de El cine en las entrañas (páginas de Hablemos de cine), un libro que reúne una admirable cantidad de textos publicados en la ya mítica revista peruana Hablemos de cine, publicación clave de mediados de la década de 1960 para todo el continente. En este volumen de 651 páginas, Chacho Frías amalgama casi todos sus trabajos para esa revista que van de 1965 a 1984 y elige una lógica cronológica para su ordenamiento, decisión que deja al descubierto la evolución de la propia escritura del autor, el tiempo histórico en el que escribe, las lecturas de época, las teorías en curso que situaban el análisis, los enemigos de aquel entonces. Si uno desconoce la obra de Chacho Frías, es este el libro ideal para comenzar a leerlo, pues aquí se destila la genealogía y el desarrollo de un crítico, ya que se pueden seguir paso a paso los períodos específicos de la constitución de una cinefilia que ha sostenido toda una carrera académica, crítica y periodística. Libro que además introduce el análisis del propio autor sobre sus escritos pretéritos, en un juego lúdico y lúcido de distancia y autocrítica, mas no de arrepentimiento y conjura de ninguna vergüenza. La revisión es aquí un juego, un flashback aplicado al discurso.

El cinéfilo invencible sigue su marcha. Su semblante de viejo maestro puede confundir un poco, porque Chacho Frías no parece estar dispuesto a detenerse a descansar y dejar de compartir la sabiduría que ha adquirido durante tantas décadas de ser fiel a una pasión innegociable por el cine. La pasión cinéfila desconoce los años, los compromisos familiares y la tranquilidad que podría sobrevenir tras décadas de trabajo ininterrumpido. Sucede que para Chacho Frías el cine y la vida son casi indistinguibles. No dejará de escribir una crítica, mentar un ensayo o confeccionar una lista de las diez mejores películas del año, porque ya ha pasado mucho tiempo. Solamente sucederá algo semejante cuando a él, como a todos nosotros, le llegue la hora de pasar al otro lado de lo filmable. Ese contracampo que a veces se intuye como un fundido negro infinito o el making off de una trayectoria por el mundo de los vivos.

Este texto fue comisionado por una comisión de FIPRESCI para acompañar el premio a la trayectoria entregado por Cinema 23 y los premios Fénix el pasado 6 de diciembre. 

Fotogramas y fotos: El ocaso de los cheyennes (encabezado); 2) Chacho Frías; 3) Libros de Frías. 

Roger Koza / Copyleft 2017