DOLOR Y GLORIA

DOLOR Y GLORIA

por - Críticas
13 Jun, 2019 06:36 | comentarios
Un film notable, y el mejor de su autor en años

EN BÚSQUEDA DEL DESEO PERDIDO

Nada define la vida de un hombre o una mujer como el deseo. Los psicoanalistas han hecho de este una celosa especialidad, los publicistas, una perversa herramienta de seducción y marketing, pero es quizás en el cine donde mejor pueden descifrarse las peripecias de aquello que mueve la conducta decisiva de una persona. Si hay algo de lo que trata Dolor y gloria es de cómo se aprende a desear, de cuán fácil resulta renunciar al deseo y asimismo del misterio que comporta reencontrarse con el deseo en un período ya tardío de la historia personal.

En el papel de su vida, Antonio Banderas es una especie de encarnación de Pedro Almodóvar ficcionalizado. Dolor y gloria no es un biopic, pero el cineasta aquí bautizado como Salvador Mallo sí absorbe y trasluce aprendizajes y memorias del cineasta. Este debe ser, sin duda, uno de los casos más felices de autoficción, un recurso creativo que requiere mucha maestría para conjurar la banalidad que lo acecha. En el film, Salvador se ha educado, viajado y enriquecido gracias al cine; también, sin decirlo, la soledad en la que vive tiene algo propio de ese mundo elegido, percepción íntima que puede agravarse cuando los dolores físicos, y no solamente los del alma, se vuelven insistentes. Salvador ha sufrido su cuerpo, no concebido como una cárcel platónica, pero sí como una superficie incómoda.

El relato trabaja por dos vías: un presente que evoluciona magistralmente con elipsis que solo un maestro es capaz de estampar invisiblemente; algunos recuerdos que llegan hasta la infancia del cineasta y que funcionan como un contrapunto constante.

Lo primero arranca con el reencuentro del cineasta con un actor que participó en su primer éxito cinematográfico, titulado “Sabor”, film que ha sido restaurado y está por estrenarse en la Filmoteca de Madrid. Esto no solamente precipita que los viejos amigos se reconcilien, sino también que Salvador empiece a consumir heroína. Algo increíble sucederá a partir de este encuentro, lo que podría describirse como la reconquista inesperada del deseo por parte de los dos amigos. En efecto, sin apelar a ninguna lectura moralista de la adicción, sí habrá, a propósito de esto, un señalamiento apropiado: la adicción es una forma de anular el deseo y sustituirlo por un placer eficaz que no aminora la falta ni el vacío. Hay una escena magnífica al respecto, justo antes de una visita crucial en la vida afectiva de Salvador.

La amistad entre hombres es un tema hermoso. Como suele pasar entre mujeres, o entre un hombre o una mujer, la transformación afectiva en erotismo es un camino posible, pero de ningún modo es una vía insoslayable, ni menos aún una cuestión de amable represión. La amistad está a salvo de los dictámenes de la libido, y eso es una de las cosas más brillantes de Dolor y gloria. Lo que sucede entre Salvador y Alberto Crespo (Asier Etxteandia) es de una delicadeza admirable, porque en esa interacción Banderas puede trabajar sobre un repertorio corporal y gestual muy diferente al que empleará en el momento en que se encuentre con su amante encarnado por Leonardo Sbaraglia, distinción de conducta que denota la diferencia entre la amistad de los hombres y el deseo entre ellos.

Deseo y gloria, España, 2019.

Escrita y dirigida por Pedro Almodóvar.

En efecto, Banderas cuenta aquí con una cantidad de variaciones mínimas y microscópicas: la expresión corporal y facial merecería un estudio preciso, virtud que le pertenece enteramente, pero que también indica una dirección laboriosa. ¿No es acaso el cuidado por la continuidad de hábitos mínimos del personaje un claro indicio de la dirección dramática por parte de Almodóvar? Véase al respecto el modo de articulación de los gestos de Salvador adulto con los del personaje en su infancia. Lo más evidente, sin duda, recae en el uso del almohadón en cada ocasión que Salvador se agacha a levantar o buscar algo, determinación de un hábito que tiene su correlación con la primera ocasión en que el niño se desmaya frente al cuerpo desnudo de un hombre. De esos detalles de conducta, el personaje de Banderas acopia pequeñas expresiones diferenciadas. Lo mismo podría señalarse sobre la historia física del personaje. Las cicatrices en la espalda son casi un elemento innecesario, al igual que esa didáctica animación sobre todos los padecimientos del personaje, porque el movimiento del cuerpo ya transmite una historia clínica compleja, otra loable conquista de la interpretación de Banderas.

Por otro lado, están los flashbacks, donde se entrevé la relación del protagonista con la madre y el cándido nacimiento del deseo (por un hombre). La evocación del pasado y los modos de incorporar la discontinuidad temporal y los pasajes del tiempo en el recuerdo constituyen aquí una proeza formal y narrativa. La escena en la que Salvador descubre su genio artístico musical o el modo en que Alberto pasa del ensayo de la obra de teatro “La adicción” a la representación de esta frente a un público en un teatro son de una elegancia poco vista, y no menos vistosa pero jamás ostentosa, como también lo son las combinaciones cromáticas que se establecen entre la indumentaria del personaje y el mobiliario de su casa. A diferencia de aquella maravilla combinatoria de colores en Julieta, acaso el gran motivo de aquel film, cuyo exceso suplía los hiatos narrativos y otras asimetrías dramáticas, aquí, el trabajo sobre los colores nunca se desacopla del resto de las piezas estéticas, a punto tal que la fluidez del todo puede hacer pasar desapercibidas las armonías de las tonalidades puestas en escena.

Hay tantas cosas hermosas y conmovedoras en Dolor y gloria: La historia de un cuadro “anónimo”, la reunión de dos viejos amantes, el amor explícito por el cine y su historia y la persistencia, incluso después de la muerte, del lazo afectivo que se tiene con la madre. Hay tantos hallazgos cinematográficos en Dolor y gloria: las citas, las mencionadas elipsis, los fundidos encadenados y, probablemente, la mejor puesta en abismo que se haya visto en años, porque el plano de clausura es innegablemente consagratorio. Llorar frente a esa secuencia es una respuesta humana; y agradecerle a Almodóvar por toda su película, también.

*Esta crítica fue publicada en otra versión por el diario La Voz del Interior en el mes de junio de 2019.

Roger Koza / Copyleft 2019