DIARIO DE LA GRIETA

DIARIO DE LA GRIETA

por - Libros
01 Mar, 2021 06:25 | comentarios
Una lectura sobre un libro reciente de un cineasta sobre un tema candente.

LA CONJURA DE LOS NECIOS

En su reseña, Quintín sugiere que “si en el Diario de la grieta se reemplazaran todas las referencias a la actualidad local por las de un país y un tiempo imaginarios, estaríamos frente a una novela delirante sobre un personaje que está en el medio en una congregación de fanáticos con los que no está de acuerdo pero no se anima a decírselos”. La descripción es apenas exagerada, no en cuanto a la realidad, por supuesto (que nunca se explica por ninguna “congregación de fanáticos”), sino en cuanto al punto de vista del autor. En alguna de sus páginas se dice (sin aportar más que la cita de una entrevista, sacada de contexto) que Horacio González “sostiene ideas horribles y además es un mal escritor”. Podría decirse con más fundamento lo mismo de Villegas, pero sigamos por una vez el piadoso consejo de Quintín y leamos el libro diferenciando entre autor y narrador, como si se tratara de una involuntaria parodia de Memorias del subsuelo. De aquí en más, entonces hablaremos de Juan. 

Según la contratapa, Diario de la grieta busca “mostrar la realidad; no mediante grandes discursos totalizadores; sino desde la honesta y lúcida intimidad”. Y ciertamente aquí no hay grandes discursos aunque no faltan generalizaciones, ni la honestidad garantiza lucidez. Sobra intimidad, sí, como en el cine argentino o la época misma. Juan comienza su diario hablando del cineasta David Perlov y de cómo “la mirada sobre la actualidad política desde lo íntimo y doméstico puede ser muy potente narrativamente”. Pero esa potencia se desvanece a lo largo de las páginas, no solo por la trivialidad de la mirada, sino porque el narrador mismo no logra articular potencia alguna. Como imagina que el final del libro será la triunfal reasunción del macrismo, tras las PASO piensa que “es como si en la mitad de una novela policial dicen quién es el asesino”. Así, “el gobierno de Macri se desvanece en medio de una calma gris y final”, que el diario había acompañado desde su inicio.

“El autoaislamiento es una forma de eludir el conflicto”, concluye Juan. Y esa falta del único conflicto que lo acucia hace que todo entre un monótono declive: Juan vota a Macri pero se lo calla. Y esa vida “de incógnito” es todo el drama, o más bien la comedia absurda, esbozada en un libro que tampoco dice más. Hacia el final, alguien le sugiere que “pararte en el lugar de defensa de Macri con un libro parece poco inteligente”, a lo que Juan responde, en otra de sus para entonces habituales contradicciones: “Yo no estoy defendiendo a Macri”. Veremos que sí, aunque la contratapa asegure que “Villegas no se siente militante de ningún partido; pero sí fiel a algunas ideas: la libertad; la tolerancia; la Constitución”. Aclaremos que nadie nombra la Constitución en el libro, pero no importa: esa prestidigitación es parte de la ilusión de representar a un sector que “no se siente militante” pero defiende su voto a Macri. Así lo describe Papic en su reseña: “se presenta como un tipo progresista y racional que, precisamente por ser progresista y racional, no puede más que estar en contra del kirchnerismo”. ¿Hay que aclarar que la frase no es una ironía crítica, sino que esta dicha con toda seriedad? (o cinismo, pero aquí no juzgamos intenciones).

Nota bene: nos ocupamos de este libro como de toda publicación debida a un cineasta argentino. Justamente porque son escasas. Incluso entre aquellos que suelen usar la pluma para la literatura. “Uno piensa muchas cosas y no las dice todas, menos públicamente”, dice Juan al inicio. Tal vez este sea uno de los motivos de esa escasez: si todos tuvieran la misma necesidad de dejar constancia de sus ideas, veríamos que aunque “la mayor parte de los directores de cine y la gente del medio son kirchneristas o filokirchneristas”, no faltan los “racionales”. Quizá el motivo de fondo no sea entonces el general desgano de los cineastas argentinos al debate público de ideas (aunque más no sea cinematográficas), sino a que así dejarían en evidencia la distancia entre la valoración crítica de ciertas películas y el discurso de sus realizadores. Agradezcamos entonces que Villegas exprese sus ideas, en twitter o en alguna editorial benevolente. Y podríamos preguntarnos por qué no las filma, por qué estas preocupaciones no aparecen en sus películas. Pero volvamos al libro y a Juan. 

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Juan sostiene que su objetivo es dialogar, acercar posiciones, etc, pero (y cito frases desgranadas una y otra vez a lo largo del diario): “no tengo ganas de seguir argumentando eternamente”, “evité meterme en una que no convenía”, “siempre callo mis opiniones o planteo alguna discrepancia con matices”, “alguna vez simulé ser kirchnerista para no generar una discusión innecesaria”. Incluso imagina que los que callan son una “mayoría silenciosa” que no se anima, como él, a hablar. “En el fondo lo que desearía es ser valiente y animarme a decir lo que pienso”, confiesa. Y ya sobre el final, como si reconociera el fracaso del mismo diario: “Tal vez debería darme vergüenza ser tan cobarde”. Esa palabra (“cobarde”) se repite también muchas veces. Lo que hace todo más “delirante” es que esa presumible falta de valor se da situaciones en general “domésticas” o menores, intrascendentes.

En Twitter, dice Juan, “según las épocas, me animo a blanquear un poco mis posiciones políticas. Eso me ha perjudicado bastante, creo”. Pero no da un solo ejemplo. Por el contrario (¡en el mismo párrafo!) dice: “Nunca sentí que me discriminaran o que fuera perjudicado por no ser oficialista”. (Lo curioso es que Juan no parece saber que eso si sucedió durante el gobierno bajo el que escribió su diario.) Y al final, sin haber mostrado una sola situación de alguna gravedad, repite que “muchas veces me sentí discriminado por no pensar como ellos”. En el medio plantea la necesidad de “desactivar esas fantasías paranoicas”, pero el libro está lleno de ellas.

El desatino es evidente cuando sugiere las variantes posibles del título: “Diario de un clandestino”, por ejemplo (palabra que se usa también varias veces), como si no supiera que existe un libro de Bonasso con ese nombre. Un diario menos honesto y con otros graves problemas, pero que al menos parece haber sido escrito en dictadura. En el mismo sentido, es igualmente excesivo pensarlo como “Diario de un disidente”: se es disidente de un régimen del que no se puede escapar, no de un grupo de amigos o un medio social. Pero lo más absurdo de pensar en términos de disidencia, es que el diario fue escrito durante el gobierno que Juan votó… 

Otra locución repetida es “salida del closet”, que como sabemos remite a la asunción  pública de una condición sexual no aceptada socialmente. Dejando de lado los avances de los últimos años en ese sentido, en el que esa salida parece aceptada y hasta festejada, ¿qué sentido tiene usar así una frase debida a una minoría discriminada? (¿no eran, por otro lado, la “mayoría silenciosa”?). Se trata de una apropiación habitual en el discurso de la alt right, que pretende ocupar el lugar de lo reprimido y lo “disidente”, como si estuviéramos ante la hegemonía (cultural, claro) del “comunismo”. De ahí la repetida invocación de la (in)corrección política”. 

Juan se encuentra con Gadano, a la sazón presidente del Banco Central, diciendo “me gusta su incorrección política” porque el autor de La caja Topper (otra apuesta editorial con “ideas horribles y mal escrita”) “habla de las bondades del capitalismo”. Y le confirma que “uno de los grandes problemas de la Argentina es la dificultad para gestionar el Estado de un modo eficiente”. Pero no, no es una autocrítica al gobierno de Macri… Aunque al final Juan dice “traté de hacerme cargo siempre de las medidas o acciones de Macri que no me gustaban”, prácticamente no nombra ninguna. De hecho el entonces presidente apenas es mencionado, por ejemplo, cuando da su discurso pos PASO: “Macri reaccionó muy mal”, reconoce Juan, “pero la verdad es que no tengo la menor idea de que debería haber hecho”. Curiosa disculpa, cuando no se priva de dar su opinión sobre cualquier cosa (lo que sustenta la existencia misma del diario, a la vez que muestra todas sus falencias).

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Juan no solo habla poco de Macri. Tampoco lo hace sobre el macrismo. “Es evidente que mis posiciones políticas se hacen más evidentes ahora que no gobierna Macri”, dice hacia el final, como si no hubiera sido ostensible que durante todo su diario solo se ocupó de cuestionar al kirchnerismo en particular, o al peronismo en general (sin en esto, como en todo lo demás, hacer mucho matiz). Asumido “antikirchnerista”, entonces, deja clara la posición meramente “anti” cuando dice que vota al macrismo porque “los otros son peores”.

Hay apenas dos momentos en que expresa alguna razón, cuando asume su voto. En un caso, ante la pregunta de su hijo, lo primero que piensa es que “no quiere que vuelva el kirchnerismo”, pero le contesta con la repetida retahíla de frases que se escuchaban por aquel tiempo: “darle la oportunidad para que continúe, con un camino que tuvo muchos problemas y errores pero es lo mejor para el país, para no volver a caer en la trampa del populismo”. Nada de todo este voluntarismo tiene, por supuesto, la menor fundamentación, salvo por vaguedades como “no está mal que el Estado se ocupe de algunas cosas que el mercado no puede sostener” (curiosa concesión si recordamos que el autor es productor de cine en Argentina). Al final, simplemente termina asumiendo que coincide “más con el ideal político y económico que proponía Macri que con el kirchnerismo”, aunque esos ideales parezcan tan vaporosos como los que él enuncia. 

Como sabe cualquier dramaturgo (por reunir en esa fórmula a un escritor y aun guionista) los “ideales” no se ven tanto en los discursos como en las acciones. Nos detendremos sobre esta cuestión, porque Juan la expresa abiertamente, pero preferiríamos, así como encontrar discursos más sesudos, también rescatar algo más “potente narrativamente”, como esa anécdota que se cuenta en las primeras páginas, cuando ofrecen a Juan leer, en la presentación de su película en el Bafici, unas palabras de adhesión a una protesta: “No hice ninguna mención a la marcha que sucedía afuera ni reclamé al Incaa. Era mi fiesta. Nada la iba a arruinar”. Esa idea de fiesta, de fiesta privada, pasible de ser arruinada por la intromisión de lo público (incluso cuando se trata de un  reclamo del propio sector, o de personas afines al protagonista) deja ver más que todas las intervenciones de Juan lo que suele llamarse “ideología” (y que no es, precisamente, la mera enunciación de un ideario).

En una de sus habituales citas de Twitter, que muchas veces transcribe en el diario sin agregar mayor reflexión, Juan tiene un cruce con un programador chileno que parece sorprendido de que haya tanta cineflia de derecha en Argentina. Juan sugiere que simplemente “allá ser de derecha es no ser de izquierda”. No, Juan: allá ser de derecha es ser pinochetista y decirlo sin problemas. Por eso entre nosotros decirse de derecha suena “peyorativo”: porque aquí todavía nadie puede reivindicarse videlista con tanta facilidad, por suerte. Por eso “hay que aclarar a cada paso que repudiamos la dictadura”, sobre todo cuando algún discurso roza la teoría de los dos demonios.

Juan no se cansa de recomendar a Claudia Hilb, que “muestra en cada página una gran valentía para exponerse a las críticas y acusaciones de traición de sus pares”. Hilb, como hace unos años Héctor Leis (protagonista de El diálogo) son las lecturas preferidas de quienes alientan lo que John Beverley llamó “el giro neoconservador en la crítica cultural”: ex militantes devenidos “arrepentidos”, cuyo discurso está muy lejos del revisionismo de una Pilar Calveiro, por ejemplo (a quien por supuesto la derecha nunca menciona, ya que no le da letra aun siendo fuertemente crítica con la deriva militarista de los años 70). Cuando discute sobre Hilb con una socióloga que cita autores que desconoce, Juan se llama a silencio porque “el contexto de discusión de estos temas me excede”.  

Juan nunca expone más que unas pocas lecturas o frases hechas, y tal vez por eso hasta malinterpreta un simple tuit. Así, cuando en la misma discusión Diego Battle menciona “una revista que hizo escuela”, Juan se enoja (aunque no contesta, por supuesto) dado que no le gusta que sus opiniones políticas sean vistas como “la supuesta consecuencia del adoctrinamiento”. Como si no entendiera que cuando Batlle dice “hizo escuela” no se refiere a los cursos dictados por El Amante, sino a la común visión del mundo de muchos de sus escribas y fieles lectores. Pero no sorprende que confunda escuela con adoctrinamiento (algo que el macrismo suele denunciar), en vez de entender que se trata de afinidades electivas.

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Otra de las palabras habitualmente usadas por Juan es “sentir”: Juan “siente que”. Y sus sensaciones o creencias están todas orientadas hacia el mismo lado, aunque no deja de entrar en continuas contradicciones. Sobre todo en lo que hace, precisamente, al modo de emitir juicios: “No me corresponde juzgar sus intenciones”, dice Juan del kirchnerismo, sino “discutir sus acciones políticas concretas”. Pero hacia el final del diario, cuando debe evaluar a Macri, se pregunta “si hay que juzgar a los políticos por los resultados o por las intenciones”. 

Ocio

“No creo que sean sádicos, simplemente creo que no están siendo eficientes”, dice Juan (insistiendo repetitivamente en el “creo”). O bien: “Macri apostó a algo y no salió bien”. O, como ultima variante: “Fracasó porque no pudo hacer lo que quería”. En el centro del libro, su amigo sociólogo le decía: “Lo único que se puede usar en política son los resultados de las acciones, las intenciones son terreno del psicoanálisis”. Pero al tener que juzgar al macrismo, finalmente Juan se resigna a que “solo nos queda nuestra percepción acerca de las intenciones, aunque sea casi una cuestión de fe”.

A Juan le “hace ruido esa idea pensar que habría gobiernos que se ocupan de los que menos tienen y otros que no”, porque “¿qué gobierno no dice que tiene como objetivo mejorar la situación de los que menos tienen?”. Sin embargo se queda con la enunciación de esos supuestos “ideales”, aunque ni siquiera sea capaz de mantener su propia palabra a lo largo del diario. La contradicción, como vimos, es permanente. Dice que la división entre derecha izquierda es “vieja y ya no dice mucho”, pero luego asegura “no vota a la izquierda”. Dice, sin solución de continuidad, “sé callar pero no sé mentir. Posiblemente conteste algo como para zafar con una mentira a medias”. Llora las diferencias políticas que lo han separado de un amigo, pero luego dice “me cuesta sentirme bien con él por su perfil militante. Yo marco una distancia”.

La contradicción mayor, que atraviesa todo el libro y no se puede resolver, es de pertenencia (de clase): se siente más tranquilo en un club donde no tiene que esconder el Clarín, pero le cuesta integrarse a otros grupos donde encuentra “una afinidad muy concreta en cuanto a modos de vida y hasta códigos ideológicos”. “Pero voto distinto de ellos”, concluye, sin mayores explicaciones. Y es que pese a toda su continua interrogación, parece no terminar de entender lo que le pasa (algo que suele suceder en muchas películas del Nuevo Cine Argentino, por otro lado). En un momento un espectador le sugiere que su película Ocio es una anticipación del macrismo, pero esa interpretación le parece “delirante y forzada”: Juan ni siquiera puede pensar que más que anticipar, acaso describe una época previa, los años 90, que el macrismo volvió a representar. No puede ver la continuidad con el menemismo, al que por supuesto ni menciona (del mismo modo en que el NCA no supo ver, salvo excepciones, la continuidad entre el neoliberalismo de los 90 y la dictadura).

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Hacia el final Juan “sale del closet”, con la anticipación de la publicación del mismo diario, pero este sigue, como él, sin decir mucho más. En el medio, incorpora tres largas conversaciones con amigos del otro lado de la “grieta”, que de algún modo vienen a suplir esa fuga permanente del narrador, pero en las que poco concede: solo escucha (y no hay mucho que escuchar, salvo el análisis de ese sociólogo que participa de ambos mundos y es quizá el único personaje interesante del libro). Se trata de diálogos inconducentes que solo terminan reforzando la previa convicción.

Y las convicciones de Juan son simples: “El capitalismo nos parece algo bueno y creemos en la libertad como valor sagrado”. “La tradición capitalista liberal es lo que ha dado más progreso al mundo”. “El deseo de las personas de tener plata genera riqueza para todos”. Estas frases, extraídas de distintas partes del diario, conforman sus axiomas de fondo: una suma de lugares comunes dignos de un lector de Clarín (ese diario que Juan esconde todo el tiempo pero parece ser su única lectura sostenida). Después de todo, fue Lanata quien enarboló desde ese medio la metáfora de la “grieta”, como si la historia argentina no la arrastrara desde sus inicios con distinto nombre. 

Esa deshistorización va de la mano con analogías superficiales, generalmente ligadas al futbol: “Me consuelo pensando que cuando fue la final de la Libertadores el año pasado me sentía peor, y se me pasó”, dice Juan. O: “Lo de Macri fue un poco como lo de Boca contra River, una derrota esperable pero con la sensación del deber cumplido”. Así, pasa con el diario mismo lo que este refleja de sus conversaciones: “Ni siquiera parece interesarles mis argumentos”, dice Juan. O: “No debo haber sido muy convincente, porque nadie parece reaccionar mucho a mis palabras”. 

Con la misma ingenuidad con que no entiende cómo algunos liberales están en contra de ciertas reformas sociales, Juan finalmente asume que “Macri no fue el presidente liberal progresista que muchos creíamos que podía ser”. Sin embargo, ya no podemos tildarlo de ingenuo cuando agrega: “Pero prefiero que haya fracasado tratando de ser eso”. Al asumir que se trataba de una “falsa ilusión” pero aun así la preferirla, Juan se ubica cerca del dogmatismo que dice combatir, y que el liberalismo, según él, nunca puede encarnar. Finalmente Juan no puede renunciar a su profesión de fe. Reivindica la “verdadera tradición liberal argentina” pero no parece poder rescatar de ella un solo nombre. Solo habla de un abstracto “liberalismo progresista” que parece un oxímoron, una incumplida intención más. 

Diario de la grieta. Editorial Galerna, Buenos Aires, 2020, 232 páginas.

*Foto de encabezado: Árboles de Capilla del Monte en enero 2021 (RK)

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