BITÁCORAS DE CINE (01)

BITÁCORAS DE CINE (01)

Boogie+Nights

Boogie Nights

Por Santiago Gonzalez Cragnolino

Domingo 5 de julio: Boogie Nights de Paul Thomas Anderson (1997)

Después de ver Vicio propio (2014), me propuse rever todas las películas de P.T. Anderson. Si bien actualmente es uno de los mejores cineastas estadounidenses, no siempre fue así. Boogie nights, la película que lo catapultó, es el trabajo de un director joven que sale a ostentar su capacidad técnica y la escala de su producción. En este punto de su carrera el estilo visual de Anderson es, al igual que el de varios compañeros de generación, deudor del Nuevo Hollywood de los ’70, una lectura sobreexcitada de las películas de los movie brats (Coppola, Scorsese, De Palma, etc.) llena de movimientos de cámara ampulosos, veloces barridos, cortes violentos y ralentis al ritmo de música pop.

La acción transcurre en Los Ángeles, concretamente en el valle de San Fernando, la capital estadounidense del porno, y sigue la carrera de Dirk Diggler, desde sus tímidos comienzos como actor pornográfico y su ascenso a la categoría de estrella, hasta su caída y conversión en adicto a las drogas y paria de la industria.

La película tiene un tono enrarecido por el registro de los actores, que parecen estar ciegos a cualquier tipo de sordidez a su alrededor y actúan como si fueran miembros de La tribu Brady, feliz y soleada sitcom de los ’70. La llegada de los ’80 trae cambios fundamentales para la industria con el paso del fílmico a las grabaciones en VHS y un giro de las películas narrativas hacia producciones de tipo reality televisivo. Si bien PTA muestra fragmentos de las películas de Jack Horner (auteur porno interpretado por Burt Reynolds) donde queda en evidencia que sus producciones son un espanto, también muestra que él y Diggler las hacen con dedicación y un sincero apego. Al desencanto profesional se suman las tragedias personales y Boogie Nights entra en un terreno cada vez más oscuro. El director comienza a indagar en las miserias y las derrotas de los personajes y los actores pasan a un registro más oscarizable de llantos desgarradores y accesos de furia.

Luego de una escena notable por su carga de tensión cinematográfica, que tiene la impensada virtud de convertir canciones pop inocuas cómo Jesse’s Girl de Rick Springfield y Sister Christian de Night Ranger en la banda sonora perfecta para un thriller, Diggler decide volver a la casa de Horner, padre sustituto, para buscar su perdón. El último travelling recorre las habitaciones del chalé y nos muestra cómo la mayoría de los personajes, luego de atravesar por sus infiernos personales, han regresado para formar lo que a su manera es una familia poco tradicional. Si bien por sus elecciones formales Boogie nights parece obra de uno de los hijos de Scorsese, la película no está tan alejada de otra rama del árbol genealógico del cine norteamericano, los trabajos de cineastas indie como Todd Solondz, de moda por aquellos años. Quiero decir, se trata de un drama de personajes poco convencionales que nos dice que, por más disfuncional que sea, la familia es el único resguardo para los males de la sociedad.

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L’Amour, l’Après-midi

Viernes 10 de julio: L’Amour, l’Après-midi de Eric Rohmer (1972)

Uno de los seis Cuentos Morales de Rohmer, El amor después del mediodía no es muy distinto a los otros y, de hecho, podría pensarse mayormente como una película rohmeriana modélica. Tiene todos los ingredientes: personajes parlanchines que hablando ponen a prueba sus convicciones, un relato en torno al romance y la infidelidad, una elegante circunspección en sus planos y atisbos de una autoconciencia de clase que finalmente no va a ninguna parte. Fréderic, un ejecutivo casado y con una hija en camino, se reencuentra con Chloé, una amiga de otra época de su vida. Chloé persigue insistentemente al protagonista, que se debate (¡por más de un año!) entre estar con la mujer o permanecer fiel a su esposa. En ese histeriqueo interminable, Rohmer consigue escenas cargadas de erotismo concentrándose en gestos mínimos: la mano de Fréderic apoyándose en la cintura de Chloé o un plano en la que él le levanta el suéter y se le ve la espalda. La versión Rohmer del cine erótico.

Lo que hace que L’Amour, l’Après-midi destaque dentro de la filmografía de su director es un extenso prólogo que, por distintas razones, se aleja del estilo habitual de sus películas. Al principio del prólogo, Rohmer abandona su característica prolijidad e introduce elipsis violentas entre las escenas. La secuencia va conscientemente a los saltos entre fragmentos muy cortos e incluso incluye planos gratuitos, pequeñas digresiones con respecto a la trama, pero que se relacionan tenuemente con lo que va narrando la voz en off de Fréderic. Uno puede asimilar esta parte de la película a la percepción del paso del tiempo de su protagonista, en la que la rutina hace que todo parezca avanzar rápidamente y cuesta diferenciar un momento de otro. Promediando la secuencia, asumimos la mirada del narrador, que habla sobre el deseo que le despiertan las mujeres y vemos un montón de planos robados de las calles donde se pasean parisinas hermosas. Rohmer incluso pone un fugaz plano de un culo femenino, aunque solo se anima a contradecir su usual recato por un segundo. Esa parte del prólogo se adelanta 35 años a Algunas fotos en la ciudad de Sylvia de José Luis Guerín. Finalmente, termina con un raro paseo genérico: vemos una fantasía en la que Fréderic posee un amuleto que lo hace irresistible a las mujeres y que emite un sonido de sintetizadores salido de una película de ciencia ficción de los ’50. Los acercamientos de Fréderic a las mujeres ponen a L’Amour, l’Après-midi momentáneamente en el terreno de la comedia fantástica. Por su crudeza narrativa intencionada y las escenas rodadas en la calle como entrometiéndose en la vida de la ciudad, este singular prólogo es el momento más nouvelle vague del director, aunque claro, tratándose de Rohmer, en una versión moderada, sin llevar demasiado lejos las cosas y volviendo rápidamente a terreno conocido.

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The Hole

Jueves 16 de julio: The Hole, de Tsai Ming Liang

Unos días atrás discutía con Martín Álvarez, uno de mis compañeros de la revista Cinéfilo. Me decía que The Hole era floja y comparaba a Tsai con Antonioni, comentario que no era precisamente un elogio. Para ser justos no es lo mismo referirse al Antonioni de La aventura (1960) que al de Zabriskie Point (1970), pero comparto el fastidio de Martín con Blow up (1966) y gran parte de sus películas posteriores, dónde el italiano está demasiado enamorado de sus figuras retóricas. El anti naturalismo, las metáforas visuales, los diálogos crípticos, son elementos con los que construye alegorías que vienen a sustituir la realidad por su explicación. Que su sentido sea opaco y que funcionen como un enigma a resolver, no quita que en el fondo sean películas de tesis disfrazadas.

Revisando The Hole, puedo ver el parecido con el trabajo de Antonioni, una apreciación que no es inédita ni mucho menos. La similitud (probablemente sea más preciso decir la influencia) es notoria en la manera en la que los personajes habitan los planos y la forma en la que la cámara indaga sobre las construcciones modernas. Y el relato de The Hole (y a esto hacía referencia Martín) es un reguero de metáforas que plagan la historia de un hombre y una mujer, vecinos comunicados sólo por un agujero en el techo de ella, encerrados en sus departamentos, aislados del mundo por el peligro de un extraño virus que azota Taipei.

Por otra parte hay diferencias notables. Si uno sigue la carrera de Tsai, no quedan dudas de que la obsesión del director con el agua viene a significar algo, pero en cada aparición, en cada película, las formas y los usos varían. Muchos han tratado de sistematizar y explicar la relación de los personajes con el agua, pero si uno revisa las películas, las hipótesis no terminan de cuajar. El papel que juega el elemento es mucho más misterioso, lo que sin duda le da un carácter muy sugerente, una relación más respetuosa con el espectador. Al mismo tiempo, el agua es agua, el elemento que pone de manifiesto la realidad física de las personas en pantalla antes que una pista para dilucidar las ideas del director. Si los personajes de Antonioni parecen marionetas, los de Tsai están indudablemente vivos: cogen, lloran, vomitan, sudan, adolecen, desean, bailan. Y por más inertes que estén por momentos los protagonistas, todo siempre suena vivo. En medio de la abulia y la quietud, Tsai logra un particularísimo suspense del sonido.

Esta es la película donde el taiwanés introduce escenas musicales: los actores hacen mímica de canciones de los ’50 de la cantante hongkonesa Grace Chang, mientras hacen coreografías encantadoras en el sombrío monobloc en el que se desarrolla la historia. Son el lado más luminoso de la película de Tsai y una ruptura genial con respecto a su propio sistema, otra manera de darle vida a su obra y distanciarse de su presunto maestro italiano.

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Court

Martes 21 de Julio: Court de Chaitanya Tamhane (2014)

Tengo debilidad por tres tipos de películas que, sin importar que tan malas sean, me mantienen interesado hasta el final: las biografías de músicos, las películas de deporte y las de juicios. La última ganadora de Bafici entra en la última categoría aunque no tiene mucho en común con digamos, Cuestión de Honor de Rob Reiner. Court narra el caso de un viejo cantante folklórico que es perseguido políticamente por las autoridades indias y va de juicio en juicio. Una vez que concluye uno, es absurdamente arrestado para dar inicio a otro (la lectura de la los cargos de los que se lo acusan hacia el final es un momento bastante cómico). A diferencia de la variante hollywoodense, dónde todo transcurre como una historia detectivesca pero entre las cuatro paredes del juzgado, acá el juicio es una vía para hacer una exposición de las diferencias de clase de quienes intervienen en él y de distintos estilos de vida, que se muestran como antagónicos. La película se desvía de la trama judicial para mostrar momentos de ocio del abogado defensor, la fiscal y el juez, pero principalmente sigue a los dos primeros. El abogado defensor tiene gustos “sofisticados” y ajenos a la cultura tradicional de su país, es una suerte de extranjero nativo, hijo de la globalización: escucha jazz en su auto, se hace una facial en un salón de belleza y acude a un restó bar donde una mujer india canta bossa nova. La fiscal hace una comida típica en su casa, se viste como india y acude con su familia a una obra de teatro donde el público aclama una diatriba racista en plan de comedia. La película juega a mostrarse distanciado de ambos personajes cómo si no hiciera valoraciones sobre ellos, pero ese énfasis en los consumos culturales de cada uno juega un papel y su inclusión no puede ser casual. El abogado defensor es la voz de la razón y la justicia, y la fiscal la representante del conservadurismo del Estado en una maniobra nefasta contra uno de sus ciudadanos. Si bien el abogado no va al cine, podemos especular con que se sentiría más cómodo viendo los respetables planos de Mumbai de Court que frente al decorado teatral berreta y chillón de la comedia teatral, que compartiría indudablemente las buenas intenciones de una mientras que desaprobaría el alegato discriminatorio de la otra. De esa manera, la película se pone de parte de los justos. En su pretendida distancia, nunca se toma el trabajo de pensar las posturas y los comportamientos de los personajes. En ese sentido, Court es una obra que se apuntala a sí misma a costa de comprender realmente a sus criaturas y la realidad de la que forman parte.

Santiago González Cragnolino / Copyleft 2015