DESPUÉS DEL NUEVO CINE. DIEZ MIRADAS EN TORNO AL CINE ARGENTINO CONTEMPORÁNEO

DESPUÉS DEL NUEVO CINE. DIEZ MIRADAS EN TORNO AL CINE ARGENTINO CONTEMPORÁNEO

por - Libros
17 Dic, 2018 11:49 | comentarios
Un nuevo libro sobre cine argentino contemporáneo. El título es la tesis y sobre eso Prividera analiza el conjunto y asimismo saca las consecuencias y contradicciones que se esbozan en este valioso compendio de perspectivas.

RUPTURAS O CONTINUIDADES

El cine argentino tiene pocas historias autorales (pocos intentos de explorar sistemáticamente sus líneas y fuerzas a través de una mirada crítica). Tras la obra inicial de Di Nubila (1959), alentada menos por la urgencia del gesto primerizo que por la necesidad de ajustar cuentas con el peronismo, los siguientes intentos fueron generalmente encargos en el marco de diversas colecciones editoriales, de Mahieu (1966) a Peña (2012). Lo que se impuso tras el retorno de la democracia (y la entrada del cine a los estudios académicos) fueron las compilaciones, usualmente heterogéneas y desequilibradas, iniciando con las del CEAL (1984) y el FNA (1996). En el mejor de los casos estas suelen señalar estados, tensiones y  problemas, más que intentar proponer hipótesis fuertes, que pueden quedar relegadas al prólogo o algunos artículos. En esta línea se inscribe Después del  nuevo cine [1], libro colectivo que de algún modo viene a cerrar el círculo abierto por la publicación seminal de Fipresci (2002), y sobre todo por el texto académico que vino a consagrar al Nuevo Cine Argentino como clave de lectura generacional: Otros mundos, de Gonzalo Aguilar (2004).

En su prólogo (titulado “Revisar el ‘cine de los noventa”) Emilio Bernini señala que  “las expresiones ‘Cine argentino de los noventa o ‘Nuevo cine argentino’ refieren a un conjunto de películas que irrumpieron efectivamente a partir de esa década y constituyeron una renovación respecto del cine producido con anterioridad en nuestro país. El presente volumen se propone ponderar los alcances de esta aparente obviedad”. La primera revisión consiste en verdad en llamar “cine de los noventa” al “Nuevo Cine Argentino”, que hasta aquí nadie comparó sistemáticamente con el movimiento llamado también así hace medio siglo[2], y que hoy conocemos como “generación del sesenta”. Este cambio de denominación implicaría asumir lo que algún otro artículo también señala: veinte años después, no podemos seguir hablando de un “nuevo” cine, del mismo modo en que dos décadas después ya nadie identificaba aquel movimiento de los sesenta con una renovación todavía actual.

Sin embargo, la distancia entre ambos nuevos cines (dada por hecho en el libro de Fipresci y aquí en parte cuestionada) no termina de dar cuenta de esa notoria diferencia: pareciera que todavía debemos seguir hablando “después del nuevo cine”, sin poder no ya ponerle un nombre a lo que ¿vino? después (que no necesariamente se identifica siempre con un colectivo preciso, porque no todos las generaciones dejan una marca, o no todos los momentos históricos lo permiten), sino al menos dar cuenta de una etapa ya clausurada. Después del  nuevo cine es así un síntoma de ese estar-entre (o no animarse a dar ese paso), siendo un síntoma más de aquello que viene a estudiar[3]. ¿Qué hay, entonces, en esta suerte de asunción de un más allá del Nuevo Cine Argentino? La idea de esa tensión entre continuidad o ruptura atraviesa de algún modo todos los textos, pero pocas veces con la contundencia que se propone en el prólogo.

El cine de los noventa es allí caracterizado por Bernini como “un fenómeno que, aunque parece haber tenido ya lugar, continúa siendo la matriz estética y productiva de nuestro cine”, y su presentación asume que el libro se propondrá una disección de ese problema, lo que no siempre se cumple en los artículos que lo componen. La primera parte busca analizar “ciertos conceptos con los que ese cine ha sido pensado no por los propios cineastas, como ha ocurrido históricamente con otros movimientos renovadores, sino por una crítica que al mismo tiempo que lo consagraba se legitimaba a sí misma”, aunque (como en el resto del libro) se ve la dificultad en deconstruir esa legitimación, como si la crítica no pudiera terminar de tomar distancia de sus propios presupuestos.

Así, el gesto que debería señalar la diferencia esencial entre academia y periodismo (es decir, la posibilidad de un análisis crítico autoconsciente) no siempre tiene lugar, como deja ver aún más claramente la segunda sección del libro, en la que se examinan “las continuidades o rupturas que planteó y la forma en que fue evolucionando la producción de algunos de los creadores más representativos del período”. Una vez más, las continuidades se superponen con las rupturas, acaso porque como señala Nicolás Suárez en uno de sus artículos, el culturalismo (el eje sobre las rupturas) se impuso en la academia sobre el denuncialismo (de las continuidades). [4] No deja de ser curioso que la academia sea habitualmente poco propensa a analizar sus propias continuidades, aunque se la pase hablando de rupturas.

Suárez sugiere entonces la necesidad de una “repolitización” de los abordajes culturalistas dominantes, ya que la política “como tema” ha reingresado al cine contemporáneo. Pero si el libro no examina nunca por qué la política ha vuelto, y no solo como tema (pese al “adiós al pueblo” que decretara repetidamente Aguilar [5]), es difícil que pueda simplemente cruzar un abordaje con otro. Esta es una de las contradicciones no resueltas (ni en la academia ni el periodismo cultural), acaso porque justamente haría falta volcar el peso hacia el paradigma “denuncialista”, para cuestionar la hegemonía crítica que “continúa siendo la matriz” de nuestra crítica, representada por la omnipresencia del libro de Aguilar en todas las bibliotecas (incluso de prestigiosas universidades extranjeras).

Algunos cuestionamientos aparecidos tímidamente en este libro –y que ahora analizaremos– no alcanzan para poner en discusión ese paradigma. Acaso, entre otras cosas, porque no se lo lee, precisamente, en términos de hegemonía, un concepto que los estudios culturales han hecho suyo desde la señera obra de Raymond Williams (a quien podríamos definir como maestro de Sarlo y Viñas, y por lo tanto una posible zona de encuentro entre ambos paradigmas). Pero si no hemos aun logrado dar cuenta en el ámbito del cine de la herencia de Williams (resumida en Marxismo y literatura), menos ha llegado aún algún Bourdieu como para hacer el análisis del campo cinematográfico y sus tensiones (tal como este lo aplicó en Las reglas del arte), como para entender el papel que ha jugado la crítica en esa temprana canonización. En parte, porque los académicos locales que deberían hacerlo son –como en el caso de Aguilar– parte de esa crítica que, como el libro mismo señala, constituyó una alianza fundacional con el NCA (por ejemplo a través de la Fundación Universidad del Cine, donde muchos de ellos dieron y dan clases).

Bernini ha señalado reiteradamente esa relación entre crítica y legitimación de los nuevos actores de los años 90 en el campo del cine, a partir de la no autoconsciencia moderna de los realizadores, que necesitaron el apoyo de una crítica que, a su vez, se legitimó a través de su ascenso. Marcos Zangrandi se ocupa del tema en su artículo “Transformaciones de la figura de autor”, donde señala que “el Nuevo Cine Argentino de los 90 ni se gestó ni se edificó sobre prácticas de lectura”, como lo había hecho el anterior. “No aparecieron cineastas-críticos”, señala [6], pero no problematiza esa constatación. Es Nicolás Suárez el único que lo hace, frontal aunque lateralmente, en sus dos artículos (“¿La estética es el modo de producción?” y “El ‘cine de los ochenta’”), cuya conclusión es que “si aspira a ser un movimiento de renovación artística, ese cine que viene deberá posicionarse en la historia del campo”. Es decir, para pensarse como “nuevo” todo movimiento debe asumir una posición crítica. Lo que no se sugiere es cómo podrían tomar esa posición cineastas tan reticentes a enarbolar un discurso crítico propio. Más cuando no dejan de estar apañados por una crítica que sigue leyendo rupturas donde debería practicar ese afán denuncialista que Suárez propone pero que el libro no termina de expresar.

Suárez plantea claramente que la idea de ruptura ya no es “ni tan productiva ni tan evidente”. Y reconoce que la “elisión del carácter construido y, por lo tanto, histórico de esta operación crítica [la demonización del “cine de los ochenta”] ha sido necesaria para la postulación de ese nuevo cine como objeto”. Ese campo previo ha sido caracterizado por Quintín –que supo ser un crítico influyente en los 90– como un “desierto”, y Suárez entiende que se trata de una “metáfora problemática y de larga data en la cultura argentina” (de paso señalando la contradicción de una crítica que abominó de las metáforas pero las aplicó livianamente en sus definiciones axiomáticas). Jugando con esa trampa sarmientina, advierte Suárez que “la sombra del viejo cine es un fantasma que siempre puede regresar”, como deja en claro el debate sobre Rojo que tenía lugar mientras este libro era publicado [7].

Hay dos “olvidos” que Suárez marca como habilitantes de este discurso: la continuidad de la dictadura (ya señalada por Bernini en un texto anterior [8]) y la relativización de la “posdictadura” (como ha esclarecido Silvia Schwarzböck en un ensayo imprescindible [9]). Y se podría decir que el libro mismo no deja de caer en esos olvidos, lo que demuestra la potencia de esa continuidad, y acaso explica la necesidad de seguir proponiendo una mirada rupturista, construida sobre la simplificación del “cine de los ochenta” como oposición estética al NCA. De ahí que Suárez se preocupe en desmontar las falsas dicotomías que la sostienen: alegoría vs literalidad, totalización vs minimalismo, cine industrial vs cine de autor, libertad vs condicionamientos, etc. Es decir, todos los presupuestos que fundaron esa crítica complaciente, que quiso desplazar la épica a la producción misma (lo que constituye en sí mismo un discurso post-épico, como señala Suárez al recordar la tesis de Aguilar).

David Oubiña se ubica contradictoriamente entre ambas posiciones. Mantiene una mirada severa sobre “el cine de los ochenta”, al que ve desfasado de su época (porque “es sobre los 70”). Pero no asume lo que podría colegirse entonces: que el “cine de los 90” fue también más una respuesta al de los ochenta que una ruptura (una pura negación, digamos, que tardíamente va encontrando su dialéctica). Por eso un film como Un oso rojo (2002) clausura ese “momento rupturista”: no solo por romper la “sintonía entre estética y modo de producción”, sino por sus lazos con géneros y temáticas previas. Hay que recordar que en ese mismo año Mariano Llinás se quejaba en El Amante [10]de lo que ahora Oubiña da por hecho: su “espíritu empezó a languidecer” cuando “muchos de los nuevos directores comenzaron a hacer películas más convencionales y, curiosamente, cada vez más parecidas a aquel viejo cine que poco antes habían criticado”. Pero, como señala finalmente Oubiña, el nuevo cine (ningún nuevo cine) fue homogéneo ni surge de la nada. Ahí estuvieron la crítica, las escuelas, y fundamentalmente la ley de 1994 para alumbrarlo.

Tampoco puede decirse que aquel NCA fuera una respuesta al menemismo, sino en muchos casos acaso su expresión desplazada (como el cine de los 80 respecto al alfonsinismo): el minimalismo y la baja intensidad pueden ser vistos en sintonía con los mandatos de la  época. Por eso Oubiña puede sugerir que ese cine no necesitaba “impostar un discurso explícito sobre la realidad política para sintonizar sobre ella”, pero termina diciendo que “habría que indagar ahora [¿recién ahora?] cómo se resuelve ese vínculo entre lo imaginario y el mundo”. Lo que efectivamente habría que hacer, y el libro apenas prologa pero no responde, es problematizar cómo se ha venido dando “ese vínculo entre lo imaginario y el mundo” en los veinte años transcurridos desde entonces…

La segunda sección deja claro que ese “después” empezó hace rato, pero a la vez no hace mucho por “identificar a aquellos directores que están interesados en un cine auténticamente alternativo”, tal como finaliza Oubiña proponiendo (sin que quede clara la relación contradictoria con la deriva industrial de buena parte del NCA). Tampoco aparecen demasiados realizadores de la segunda generación (la post Historias extraordinarias, digamos, en la que el pasado vuelve a tener peso), ni se profundiza en las falsas dicotomías que Suárez señala. Así, los “efectos residuales” que Oubiña percibe como esenciales a pesar de la vida breve y feliz del NCA, no terminan de salir a la luz.

Román Setton (en su artículo “La deriva industrial”) señala que esas diferencias son, como decía Suárez, relativas, y lo hace a través de la comparación entre los recorridos paralelos de Adrián Caetano y Pablo Trapero. Si en general el NCA va abandonando la crisis y el presente, cambiados por el ascenso social y cierta voluntad de totalización (evidentes en las películas más mainstream de Trapero), Setton encuentra que en el Caetano posterior a Crónica de una fuga empieza a encarnarse la posibilidad de un sujeto colectivo (del que El otro hermano señalaría los límites, o el cambio de clima epocal, digamos). En cambio, Patricio Fontana propone como objeto novedoso los últimos films de Martín Rejtman y Lisandro Alonso, para constatar que siguen siendo ejemplares. En Dos disparos ve una profundización de ese “cine de las superficies” y el relato estallado, mientras que en Jauja habría un cambio narrativo ganado por el  artificio… Pero podría decirse que en verdad no hay tales profundización ni cambios, sino continuidad en ambos pese al gatopardismo. O en todo caso algo peor: un síntoma evidente de agotamiento, que es saludado como si fuera un nuevo inicio.

Con voluntad más cáustica que celebratoria, en “Periferias, microcosmos, noblezas” Julia Kratje encuentra más que un aire de familia en el cine de Matías Piñeiro, Alejo Moguillansky, Mariano Llinás y Santiago Mitre, como si sus films conformaran “un archipiélago que recibe del conjunto su sentido”. La “expresión de una subjetividad comunitaria que predomina decididamente sobre las condiciones históricas objetivas (aun cuando sean estas las que permiten el despliegue de sus emprendimientos)”: esta última definición se podría generalizar a todo el NCA, más allá de excepciones como las películas que elige rescatar Oscar Cuervo en “El cine de la herencia política” (Los rubios y M, Tierra de los padres y Cuatreros): películas que “patentizan un malestar con el cine: una experiencia que demanda ser prolongada hacia el ensayo, la crítica, las intervenciones públicas”.

Pero también son excepcionales esas lecturas críticas, como deja ver “La profanación profana”, el texto que Mariano Dagatti dedica a Santiago Loza e Iván Fund, en el que habla de una “emoción casi mística” en la que “la tentación de la moral deja paso a la creencia (…) cuya potencia puede devolverles a los hombres un estado de inocencia cuasi infantil”. Es difícil ver cómo puede ser esta una “veta original para pensar el horizonte de la época”, y la frase que lo argumenta (“trata de imaginar un mundo en el que la disgregación social es tanto una fuerza avasallante como el resultado precario de contingencias históricas que la insistencia de su cine pretende contrarrestar”) da cuenta de la contradicción de este tipo de lecturas, que realizan –en la senda de Aguilar–una sobreinterpretación culposa de su objeto.

En este contexto, para que el final no sea amargo hay que volver a los artículos iniciales de Suárez y Bernini (la publicación misma parece metaforizar esa contradicción al elegir como portada el rostro final de Zama, en esa muerte que sueña un nuevo comienzo). Bernini dice que la globalización y los estudios generalizados tienden a borrar los rasgos nacionales en un todo indiferenciado, como una suerte de historia unificada donde solo hay herencias y no tensiones. Suárez, por su parte, plantea que la universalización de relatos elimina las particularidades, y que se presenta a la periferia como tierra virgen (como se pudo ver hasta en el espectáculo “Argentum” presentado en la reunión del G20). Frente a esto, debemos pensar aquello que el libro solo llega a sugerir: que de un tiempo a esta parte, hay cierto retorno de la historicidad en el cine argentino (acaso desde La mirada invisible, título que podría ser leído proféticamente), y que a través de ella lo político deja ese lugar lateral al que parecía confinado en Otros mundos. Pero está claro que sigue sin verse esa verdadera ruptura, y en general se piensa el “después” como una continuidad sin sobresaltos. Después del nuevo cine no resuelve esa paradoja, pero no deja de iluminarla.

***

[1] Emilio Bernini(Ed.), Después del  nuevo cine. Diez miradas en torno al cine argentino contemporáneo, Buenos Aires, EUFyL, 2018.

[2] El citado libro de Fipresci trazó la relación para desestimarla. Fernando Peña le3 dedicó el libro60/90. Generaciones, pero fue más una puesta en paralelo que un intento de trazar una genealogía.

[3] Salvando las distancias, algo parecido sucedía con un título parecido como Después del fin del arte, de Arthur C. Danto (Paidós, 2012)

[4] Esta es una herencia de la literatura sobre el cine, que tomo el modelo de Sarlo por sobre el de Viñas. Nos referiremos a esta cuestión en otro artículo dedicado a la relación entre cine y política en el caso argentino.

[5] Además de un capítulo de Otros mundos llamado “Adiós al pueblo”, Aguilar publicó años más tarde otro libro titulado Más allá del pueblo (FCE, 2015).

[6] “por supuesto hubo intervenciones críticas de algunos, pero sin que este aspecto sea constitutivo de las propuestas cinematográficas”, asegura, aunque solo menciona a Juan Villegas.

[7] Ver “Gritos y susurros. A propósito de (las críticas sobre) Rojo”.

[8] Emilio Bernini, “La configuración de un relato. El cine argentino durante el terror de Estado y la democracia”, en María Iribarren (coord..), La imagen argentina, Ciccus, 2017.

[9] Silvia Schwarzböck, Los espantos, Estética y posdictadura, Cuarenta ríos, 2016.

[10] Quintín, “Una bomba de tiempo”, El amante, Nro 124, agosto de 2002.

Emilio Bernini (editor), David Oubiña, Nicolás Suárez, Marcos Zangrandi, Román Setton, Patricio Fontana, Mariano Dagatti, Julia Kratje, Oscar Cuervo, Buenos Aires, EUFyL, 2018. 141 páginas.

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