DEREK JARMAN: EL DESOBEDIENTE

DEREK JARMAN: EL DESOBEDIENTE

por - Ensayos
22 Jul, 2018 04:10 | Sin comentarios
Derek Jarman, un cineasta inclasificable, siempre vigente y representante de una tradición que ya no tiene muchos herederos. Aquí, una aproximación (deficiente) a su obra.

Un poco antes de morir de SIDA, Derek Jarman escribió en su magnífico Croma. Un libro de color: “Soy una reina varonil… una psicomarica, un heterodaimon perverso, un hombre lésbico… Soy un No Gay”. El cineasta, pintor y escritor podía apelar a la autorreferencia, pero en el empleo de ese recurso, paradójicamente, poco tenía de narcisista. Él estaba en sus párrafos, pinturas y planos como quien se descubre en una foto entre la multitud; la enunciación en primera persona era antes que nada un principio de confesión, como si dijera: “A través de mí pasa este mundo violento y hermoso”. ¿Quién podría adjudicarle a la extraordinaria Blue (1993) un ápice de exhibicionismo?

Nacido un 31 de enero de 1942, en Northwood, Middlesex, en las afueras de Londres, pasó por la universidad siguiendo el imperativo paterno y estudió primero Historia e Historia del Arte, lo que explica en parte la erudición que asoma en sus escritos, saberes que también se observan en las múltiples referencias culturales de sus películas. El saber nunca vindica lo que se busca decir o mostrar, más bien constituye un fondo estimulante del que se puede abrevar si se ha sorteado la repetición inerte de una tradición. El reiterado motivo visual en The Garden (1990), en el que un grupo de maestros golpean con una vara la mesa y algunos libros mientras un niño anota en un pizarrón, escena que también se puede rastrear en Wittgenstein (1993), glosa la relación de Jarman con la tradición: no se la puede (ni debe) ignorar, pero tampoco se le debe obedecer.

En efecto, lo que Jarman hacía con los sonetos de Shakespeare (The Angelic Conversation), los temas musicales de Benjamin Britten (War Requiem) y la literatura cristiana no es lo que se espera de un letrado (Sebastiane o The Garden): a los signos consagrados los libera de sus referencias y así indaga cuestiones inesperadas. He aquí el verdadero costado punk de todos sus filmes y en especial de Jubilee (1978). Los protagonistas pueden lucir caballeras de múltiples colores, vivir comunitariamente, practicar sexo colectivo y patear a un par de policías, pero la naturaleza desobediente de la poética de Jarman está en los indebidos usos de la alta cultura. La escena clave de Jubilee es aquella en la que el joven músico punk se enfrenta con el Friso de Parnaso en el Albert Memorial de Londres e identifica las figuras de Gluck, Bach, Beethoven, Mozart y Handel. ¿No es exactamente lo mismo lo que sucedía en Sebastiane (1976), un filme que escandalizó por su abierta celebración del homoerotismo, en el que sus actores hablaban exclusivamente en latín?

Después de varios cortos en Súper 8, Sebastiane fue el debut de Jarman, un relato rarísimo y deliberadamente no lineal —como toda la obra de Jarman— en el que se sigue la suerte de un soldado romano del siglo IV, el cual convive con otros en un paraje remoto del imperio, y quienes asimismo se entregan a los placeres carnales sin dejar de cumplir con el diario entrenamiento. La incomodidad de este primer filme reside en la amalgama heterodoxa entre los deleites corporales de los hombres y la elegancia estética de la espiritualidad invocada. Los desnudos frontales y las caricias hoy no pueden escandalizar prácticamente a nadie, pero basta recordar que recién en 1967 se despenalizaba (parcialmente) la homosexualidad en Inglaterra.

Con Caravaggio (1986), el realizador conquista todo lo que ya estaba anunciado en The Tempest (1979) y las obras precedentes. Jarman decía sobre el primer pintor barroco de importancia que, de haber vivido en nuestro tiempo, hubiera sido Pasolini, una declaración que también resulta una confesión indirecta: a Jarman no le era indiferente la obra de Pier Paolo Pasolini, y en este notable filme sobre un pintor que según el cineasta “había inventado la luz cinematográfica”, la filiación con Pasolini es aún más explícita que en Sebastiane.

Este biopic iconoclasta sobre Michelangelo Merisa de Caravaggio (1573-1610), el gran estilista barroco italiano, es una aproximación libre y fiel a la obra del pintor y probablemente también a la subjetividad del artista, aunque renuncia exitosamente a ofrecer un retrato realista del personaje. Jarman está más interesado en la intersección entre el erotismo, la fantasía y la estética, y los cuadros vivos y reproducidos aquí filmados en un claroscuro magistral funcionan como revelaciones de un estado de conciencia.

A menudo, Jarman introduce algunos anacronismos intrigantes, una decisión arriesgada pero que funciona muy bien para señalar cierto orden de continuidad entre el imaginario del pintor y el del cineasta, o entre el siglo XVII y el siglo XX. A diferencia de lo que hace en Wittgenstein, Jarman elude toda cronología para contar el trayecto de una vida; más bien reproduce la colección de memorias significativas en la vida del artista a partir del encuentro de este con su propia muerte, lo que incluye triángulos amorosos, crímenes y un sospechoso pero determinante diálogo con la Iglesia.

Con un presupuesto exiguo, Jarman, en su quinto filme, demuestra sin ambages ser un verdadero maestro del espacio cinematográfico, cuya artificialidad (siempre sostenida en un labioroso esquema cromático) y supuesta teatralidad funcionan a favor de acentuar la dimensión psíquica de sus películas.

La misma genialidad y economía estética se puede apreciar en Wittgenstein, un biopic lacónico sobre el gran filósofo vienés y una precisa iniciación a la(s) filosofía(s) de este, en el que se conjura de lleno cualquier atisbo de naturalismo y donde el estilo de Jarman alcanza a su vez su máxima depuración. El artificio es hiperbólico, casi como si el filme hubiera sido rodado por el extraterrestre de piel verduzca que introduce el relato en un inicio, como si la puesta en escena estuviera dirigida por la idiosincracia de ese ser de un lenguaje que no es de este mundo.

En efecto, si Wittgenstein concibió que nuestra experiencia del mundo dependía de un juego de lenguaje, en este filme no menos elegíaco que Blue Jarman consigue delimitar su propio juego de lenguaje (cinematográfico): la innovadora descripción de los colores de la que Jarman da cuenta en su alucinante libro Croma. Un libro de color encuentra aquí su aplicación empírica, conquista formal que depende enteramente de la supresión de la luz natural y por ende del trabajo sobre un espacio dramático despegado de cualquier ecosistema o evidencia física de lo real. Este filme es tan intempestivo y único como las Investigaciones filosóficas del filósofo. Una legítima rareza.

Sin embargo, ningún filme de Jarman es tan hermoso y conmovedor como War Requiem (1989), una película que materializa visualmente lo que Benjamin Britten escribió musicalmente en 1961. El prólogo es tan antológico como el desarrollo del filme. En este, el gran Lawrence Oliver recita un poema de Wilfred Owen, quien escribió sobre las atrocidades de la Primera Guerra Mundial y murió fatídicamente a una semana de que este evento bélico llegara a su fin.

Mientras que Oliver invoca al poeta, la enorme Tilda Swinton (una aliada fiel de Jarman desde Caravaggio), quien interpreta a una enfermera, cuida al anciano, cuya movilidad depende ahora de una silla de ruedas. Es la introducción distanciada al y del horror, el cual llegará de inmediato, una vez que empieza a sonar completamente la ópera de Britten acompañada de diversas escenas que recrean momentos de la guerra (la espera en el campo de batalla, la lucha cuerpo a cuerpo, los recuerdos familiares de los soldados, el paso por la enfermería, los improvisados velorios), en ocasiones en contrapunto con segmentos tenebrosos provenientes de materiales de archivo de la guerra en cuestión.

La contundencia visual está a la altura de la perfección musical, sincronía admirable que no le impide a Jarman relacionar los cadáveres de la guerra con los muertos por la enfermedad que él padecía, acaso un preámbulo de lo que fue su último filme, Blue, una película desprovista de imágenes, como si la resistencia ante la muerte residiera en el poder del sonido, como si la inmortalidad fuera una superstición tardía que puede perdurar un poco más en los residuos sonoros del mundo.

*Este texto fue publicado en Revista Ñ en el mes de julio de 2018.

*Fotogramas: Wittgenstein (encabezado); 2) War Requiem; 3) Sebastiane; 4) Caravaggio

Roger Koza / Copyleft 2018