DAVID VIÑAS: LA (E)LECCIÓN DEL MAESTRO

DAVID VIÑAS: LA (E)LECCIÓN DEL MAESTRO

por - Varios
17 Mar, 2021 07:21 | Sin comentarios
Han pasado 10 años de la muerte de David Viñas. Nada parece alterar la importancia de una voz tan singular como insustituible.

Quiso el destino que el décimo aniversario de la muerte de David Viñas coincidiera con el día en que Beatriz Sarlo hizo su culminante intervención en los medios, apareciendo en la tapa de Clarín en medio de una operación de prensa. No hay cielo pero hay canon, y Viñas podría sonreír socarronamente viendo el devenir final de su ex alumna,  cuyo “por debajo de la mesa” parece una parodia cocorita del estilo compadrito que el maestro supo usar las pocas veces que lo invitaban a la televisión. 

Imposible no recordar el paso de ambos por el programa “Los siete locos”, cuando Viñas se despachó contra los “intelectuales sumisos” que lo rodeaban, “funcionarios” de buenos modales y “oportunistas” que proponían la “ceremonia de la reconciliación” (eran los primeros tiempos de la Alianza), lo que a Viñas le parecía intolerable, “sobre todo cuando se era peronista y se termina escribiendo en el diario de los Mitre”, dardo este dirigido contra la saliente Sarlo, que había abandonado el estudio aun antes de esa caracterización de su viraje político (estudiado en años recientes y en términos más académicos por Omar Acha).

Había pasado el tiempo en el que Viñas había sido un modelo para varias generaciones (Sarlo, Ludmer, Piglia), no solo como crítico sino como faro intelectual. Era la larga posdictadura con su triunfo de la “vida de derecha”, y el mandato de la “comunión de los santos” (otra frase que Viñas solía disparar) parecía la única salida entre tibio fracaso del alfonsinismo y la victoria pírrica del menemismo. Para entonces el autor de Cayó sobre su rostro seguía siendo un Sartre en el cuerpo de Hemingway, pero cargaba con el peso de los fantasmas de los 70 (incluyendo sus dos hijos desaparecidos) y empezaba a monologar sobre Rodolfo Walsh, la sombra que evocaba una y otra vez para sostener la integridad de una posición cada vez más solitaria.

La figura de Viñas había quedado anclada al Instituto de Literatura Argentina de la UBA, donde languidecía como una vieja gloria, a la que los estudiantes de Letras podían ir a visitar (con veneración o curiosidad) en la cátedra de “Problemas de Literatura Argentina”, que habían creado para él como medalla por las viejos tiempos. Mientras tanto, Sarlo se convertía en la crítica literaria más influyente, dejando tras su paso de dos décadas por la universidad más un canon que un texto canónico: los libros más notables de Sarlo (sus lecturas de la “modernidad periférica”) tienen más que ver con la crítica cultural que con ese agón entre literatura y política con que Viñas había bautizado en los años 60 un texto que sigue siendo un clásico, es decir, un modo de leer contra el que aún tienen que medirse quienes vienen después que él. 

Sarlo se retiró dejando un canon operativo (en disputa con un Viñas que no había podido leer a Borges o la literatura contemporánea con la misma lucidez que el siglo XIX) y pasó del campo intelectual a los medios. Su primer best-seller fue un compilado de las notas que había venido publicando en la revista dominical de Clarín durante los 90. Luego se fue haciendo habitué de los programas políticos y pasó a escribir en La Nación, el diario que Viñas se pasó subrayando obsesivamente hasta sus últimos días, como podía ver cualquiera que lo cruzara en algunos de los bares de la calle Corrientes que solía frecuentar. Sarlo reivindicaba su arribo al “diario de los Mitre” porque le hubiera parecido demodé llamarlo así. Como asumió para cuando el conflicto con el campo creaba al kirchnerismo y su neorrevisionismo: “alinear a un protagonista respecto de ese pasado me parece inaceptable”. Lo decía menos por La Nación que por sí misma: “yo no quisiera ser alineada como miembro del Partido Comunista Revolucionario prochino, del cual fui miembro hasta los cuarenta años”. Para Sarlo alcanza, como en estos días, con decir “me equivoqué”. Pero  por algo (por eso) nunca quiso escribir su biografía intelectual, y utilizó la beca que había recibido a ese fin para escribir Tiempo pasado, un libro contra el “giro subjetivo”, aunque no dejara de reivindicar las memorias a la Terán o Halperín.

Viñas tampoco escribió sus memorias. Acaso porque, como resumió Piglia en “Viñas y la violencia oligárquica”, todos sus libros “se pueden leer como un gran texto único: una amplia saga balzaciana en la que distintos géneros y registros de escritura (novela, teatro, cuento) se transforman en investigación de los momentos clave en los que esa violencia y esa dominación se cristalizan”. La vida misma de Viñas, amañada en todas sus novelas y reescrituras, atraviesa esa historia y la lee dejando su propio rastro de sangre. “Acontecimientos políticos, figuras representativas, tradiciones ideológicas, discursos culturales: no importa tanto el material que se utilice sino el tratamiento a que Viñas lo somete para iluminar críticamente el tejido oculto de relaciones que los articula y les da sentido (…) siguiendo un eje central definido por la tensión entre la violencia oligárquica y la imaginación liberal que acompaña esa opresión y la disfraza”. Así, en Los dueños de la tierra su protagonista Brun remite a la genealogía Braun Menéndez, que recientemente llegó a dar hasta un jefe de gabinete, así como al banquero fundador de una editorial que publica, entre otras cosas, literatura argentina (aunque seguramente nunca publicará ese u otro texto de Viñas). 

“Alinear a un protagonista respecto de ese pasado” no solo es aceptable: es imprescindible para entender la historia. Y ese es el “ademán” (para decirlo en sus palabras) que condensa el gesto del autor de Cuerpo a cuerpo: su escritura, sus clases y sus intervenciones. Diego Peller resume los “dos puntos nodales de su concepción del ejercicio crítico” de Viñas: por un lado, “una voluntad de lectura totalizante (por momentos deliberadamente cuasi-paranoica) que privilegia la construcción de una potente “máquina de lectura” que permita esta­blecer conexiones inesperadas, aun si para ello es preciso hasta cierto punto forzar los materiales con los que se trabaja”, y por el otro, como ya había señalado Piglia, “una concepción de la historia (de la literatura y de la cultura) argentina en la cual el eje privilegiado –o la metáfora mayor– es la violencia ejercida –y simultáneamen­te disimulada– por aquellos que detentan el poder. Es justamente esta violencia del sistema la que justifica, e incluso exige, vuelve necesaria, la “violencia” develadora y desmitificadora de la máquina de lectura”.

La violencia le llevó dos hijos (Lorenzo Ismael y María Adelaida, como los nombraba Viñas en su rezo laico), a quienes dedicó su renuncia a la Beca Guggenheim. Ese país filicida le devolvía hecha carne la metáfora “parricida” que le había dedicado Rodríguez Monegal en su libro sobre la generación de Contorno. Y eso serían también sus descendientes: hijos o parricidas (Martin Kohan o Julio Schvartzman). Pero ninguno podría ser como ese hombre que hablaba con fantasmas, que parecía codearse con los grandes de igual a igual (gesto criticado por Schvartzman, que ahora la común muerte vuelve evidente: Viñas departiendo con Mansilla o Martínez Estrada en el paraíso del canon). Pues seguimos leyendo Literatura argentina y política como Operación masacre: no tanto para conocer lo que esos libros ayudaron a reconocer, sino para apreciar un estilo inimitable, para escuchar una voz inconfundible. “Decir ‘no’ es empezar a pensar”, repite Viñas para siempre en aquel (sin su intervención) olvidable programa de TV.

Viñás fue parte de la generación del 60 (me refiero ahora al cine), desde su colaboración en la película inicial (El jefe) y una de las más singulares (Dar la cara). Se trata de sendos films políticos, y cuando ya no pudo hacerlos (incluso antes de que el Onganiato repusiera la censura previa) dejó de lado el cine (salvo por sus reiteradas colaboraciones alimenticias con Ayala y Olivera) y se pasó al teatro. Viñas hizo de todo, pero nunca intentó la crítica de cine. Y el cine argentino tampoco tuvo un crítico a la altura de Viñas: o sea, alguien que pudiera leer sistemática y políticamente su historia. Nadie ocupó ese centro que Viñas supo ocupar en la crítica literaria, y el cine quedó anclado en la historia de Di Núbila, que es como si la literatura argentina hubiera quedado en la historia de Rojas, que justamente Literatura argentina y política vino a cuestionar. Hubo luego, desde entonces, algunos intentos de escribir otra historia del cine argentino, pero ninguno puede comparársele (se dirá que porque el campo literario es distinto al cinematográfico, pero…)

¿Cuántas veces lo vi al pasar, a lo largo de los años, en La Paz, Los Galgos, o el bar de la librería Gandhi, encallado en una mesa subrayando La Nación? Nunca me acerqué (ni siquiera cuando estaba enfrascado en Tierra de los padres, una película que le debe casi todo), por pudor. No solo pudor intelectual, sino porque lo único que hubiera querido era abrazar a ese gigante cansado, pero eso era inimaginable en la viril soledad de Viñas. Yo solo hubiera querido ser uno más de sus hijos, ser reconocido como tal. Tal vez por eso solo me animé a hablar con él en mi época de frustrado estudiante de Letras, y apenas una vez, unos minutos tras alguna de sus clases (porque como había estado trabajando bastante sobre Walsh podía animarme a acotarle o recordarle alguna nota al pié). A Viñas le pareció atinado lo que balbuceé y “a mí eso me bastó”, como decía Cortázar sobre Borges en La vuelta al día en ochenta mundos o el mismo Borges de Lugones en El hacedor, y cualquier discípulo de alguien a quien considera, modestamente, su maestro. 

Nicolás Prividera / Copyleft 2021