CUESTIÓN DE APELLIDOS

CUESTIÓN DE APELLIDOS

por - Ensayos
12 Abr, 2018 07:03 | Sin comentarios
Un breve ensayo sobre la obsesión por filmar temas familiares y también un ligero intento de poner en tela de juicio esa institución inamovible, a propósito de algunas películas de Wes Anderson y Otar Iosseliani

No se elige una familia y, sin embargo, a lo largo de una vida, la pertenencia a esta institución sempiterna pocas veces se cuestiona. Desde la cuna al matrimonio (o a un concubinato con descendencia), instante de diversificación familiar y también fundación de esta, ser familia es la forma de ser en el mundo. En efecto, la portación de un apellido es mucho más que un lazo genético y una fijación social que distribuye derechos, responsabilidades y cariños. La familia es un micropaís con su léxico y sus preferencias, punto inicial que determina una metafísica, una política, una ética, una estética y una dietética. ¿No es la añoranza de la comida materna y del hogar, ese dulce recuerdo de la niñez, un reflejo mecánico de ese primer mundo de pertenencia del que no se duda, porque ahí se es? En aquel mítico estadio, la palabra filial es casi palabra revelada: lo que dice un padre y una madre ordena un mundo, establece valores, prohibiciones y peligros. La consanguineidad tiene un prestigio ontológico que solamente los huérfanos –y no todos ellos– consiguen desmantelar ante la evidencia de la soledad radical a la que están arrojados. Alguien es realmente quien es cuando la orfandad le exige responder por sí mismo.

¿Cómo se filma esta invencible institución milenaria? La forma más habitual es el costumbrismo, género conservador por antonomasia en cuanto suele reproducir fielmente la vigente estructura de la familia como unidad mínima social y también como jardín irremplazable de transmisión de los valores, incluyendo a su vez la propia (auto)legitimación: la familia es en sí un valor que debe propagarse. El hijo de la novia es un vernáculo modelo platónico del costumbrismo: todos los artículos de fe que precisa la institución familiar para vindicarse están ordenados en el relato; también la sociedad imaginaria que necesita de ese esquema familiar. La inversión de ese paradigma se observa a menudo en las famosas películas independientes del cine estadounidense. La historia puede ser más o menos así: el padre abusa del hijo, la madre lo sabe y prefiere emborracharse hasta perder la conciencia; el hermano mayor defenestra a sus novias y toma drogas sin límites; la economía los asfixia y los vecinos los odian. Una película como Palíndromos de Todd Solondz, por citar una entre tantas, es paradigmática de ese juego de representación.

La familia disfuncional revela así un hiato en el presunto pilar del edificio social. A veces se le adjudica a esa representación decadente de la institución un signo sociológico: una sociedad arrinconada económicamente destituye al principal resorte espiritual que la ampara, la familia. En otras ocasiones, la representación de la familia disfuncional simplemente se explica bajo la constatación de una supuesta clarividencia negada: la naturaleza humana es vil, y ni siquiera la familia como institución primaria puede conjurar el imperativo del gen egoísta que guía a un individuo que solo busca perpetuarse por todos los medios. El film de Solondz reúne las dos perspectivas filosóficas, aunque si se trata de señalar la obra maestra absoluta en la materia, El desencanto de Jaime Chávarri es insuperable.

II

A medida que avanza la digitalización del cine, un nuevo género se impone en el cine documental. La cantidad de películas sobre familias que existen es asombrosa. De un día para el otro, como si existiera una conflagración universal de cineastas de cierta generación, todos los años se estrena un film sobre el abuelo, otro sobre la madre y/o el padre, quizás sobre un nieto o un sobrino, o directamente sobre el conjunto de la familia. Este nuevo impulso narcisista colectivo ha prodigado películas notables: Papirosen y La sombra son dos ejemplos del cine argentino reciente. Como sea, la cantidad de apellidos que desfilan en el cine contemporáneo conforma un síntoma de algo que no suele analizarse en profundidad. ¿A qué se debe esta obsesión generacional por filmar el hogar y el elenco estable que circulan a lo largo de toda una vida? Dicho de otro modo: ¿por qué la novela familiar freudiana se ha constituido como tema del cine?

Una primera hipótesis: las cámaras digitales propician filmar la intimidad y lo más cercano. El tamaño de cualquier cámara, la inmediatez del registro, la facilidad para reunir sonido e imagen en buena calidad sin costosos procesos de producción facilitan el registro de lo cotidiano. Esta inquietud no es exactamente la que tenía el gran Jonas Mekas cuando filmaba a su familia, sus amigos y artistas afines. El cineasta del diario cotidiano se propuso una estética de la existencia que poco tiene que ver con la película familiar. La transformación de lo ordinario en hecho estético respondía a otro deseo cinematográfico.

Si el cineasta no sabe qué filmar, ahí tiene delante de sí todo un microcosmos que conoce. En él hay dramas y la naturaleza universal de lo que ahí ocurre es indesmentible. ¿Por qué no filmar miles y miles de películas sobre las taras de papá, los delirios de mamá y los asuntos secretos de los abuelos antes de la migración? Prácticamente en todos los pueblos del mundo la institución familiar goza de un prestigio que nunca se somete a juicio. A su vez, las mediaciones culturales que tiñen cada familia resultan el aporte curioso de cada territorio e historia. La familia suicida que es la protagonista de El séptimo continente de Michael Haneke es inimaginable en una tradición cinematográfica como la cubana; las diferencias culturales son tan inconmensurables que resulta imposible imaginar la versión cubana de ese film. En principio, la mayoría de las familias cubanas desconocen el estilo de vida oneroso que los protagonistas de El séptimo continente terminan desdeñando hasta las últimas consecuencias. A su vez, películas como Cuchillo de palo de Renate Costa y La sensibilidad de German Scelso, una paraguaya, la otra argentina, tienen muchos puntos en común debido a que la trágica historia familiar en ambos casos está atravesada por la propia Historia latinoamericana. Pero más allá de las diferencias culturales, la familia es una estructura que se erige como inamovible y universal. La seducción de filmarla proviene de ese presupuesto.

Hay algo intimidante y conservador en el acto de filmar a los familiares. Intimidante, en tanto que la decisión de hacerlo no siempre tiene el consentimiento total por parte de los protagonistas. A veces no llegan siquiera a comprender por qué se los filma. Esta prepotencia no del todo dirimida entre los familiares filmados y el que decide filmarlos es atenuada por un giro narcisista inesperado y propio de nuestro tiempo presente, en el que el yo es un engranaje del espectáculo. Hacer una película con familiares intensifica y extiende la lógica de ese deseo de ser visto y reconocido. La síntesis de este striptease afectivo se puede constatar en las confesiones públicas que dispensan los hijos a sus padres fallecidos en los muros de Facebook. Allí eligen despedirse, dedicarles unas palabras, siempre acompañadas de una tierna fotografía en la que se siente el infinito amor que se tenían el hijo y su padre. La contenida expresión telegráfica de los avisos fúnebres de los periódicos se desplaza entonces a la publicación diaria del muro, allí donde los amigos pueden seguir los pasos milimétricos de cada individuo.

Esta cultura vincular exhibicionista, que es parte de una estructura ideológica más compleja que vindica una vida entendida como espectáculo, es el gran impulso de este género familiar en el documental. Si un cineasta consigue superar o no la índole terapéutica de cada película será justamente ese paso y esa transfiguración lo que determine la relevancia o irrelevancia del objeto cinematográfico. Películas como Cuatreros, M, Criada, Sibila desbordan de inmediato la novela familiar y el legítimo sentido catártico que deben tener para sus realizadores: la injusticia y la infamia de la Historia absorben el contexto familiar. Solamente así, además, la película familiar puede asimismo hendir su cómodo punto de partida: filmar desde lo conocido y terminar exactamente en lo mismo.

III

Pocas veces se han filmado otros modos de asociación afectiva, formas de agrupación que se desmarquen de la familia tradicional en su versión burguesa. Generalmente, el grupo familiar se impone como el reflejo del yo en el espejo; desconocerse frente a él parece imposible. A veces, en el cine de Wes Anderson o en las maravillosas películas del gran Otar Iosseliani la pertenencia familiar resulta insuficiente para significar la convivencia y la existencia autónoma. En algunas películas del director estadounidense y de su par georgiano se puede atisbar una ligera superación de esa ancestral forma de comunión sanguínea por una liga o hermandad en la que se defiende el legítimo derecho a la excentricidad. Es lo que sucede en Los excéntricos Tenenbaum o en Adiós, tierra firme, por citar dos películas de estos cineastas. En el film de Anderson la fuerza semántica no está en el apellido sino en la excentricidad. Lo que agrupa, más allá de la contingencia genética, es la búsqueda de una pasión o una obsesión que reinvente la identidad sin la confiscación que supone un apellido. Lo que está esbozado en Los excéntricos Tenembaum se perfecciona un poco después en Vida acuática. La fraternidad que se sugiere en ciertos pasajes de ese hermoso film permite sentir otros modelos anímicos de agrupamiento entre hombres y mujeres: la escena en la que todos los miembros de la tripulación del submarino están esperando por la criatura acuática a la que solamente Steve Zissou le asigna una existencia real materializa una fugaz síntesis de esa discreta utopía transgeneracional de excéntricos que las películas de Anderson parecen intuir o intentan descubrir.

En Iosseliani pasa algo similar. La familia tradicional y burguesa es vista como un sistema opresivo, una institución que no incentiva la diferencia. En Adiós, tierra firme, el protagonista busca constantemente huir de su mansión familiar. Ese personaje interpretado por el propio Iosseliani prefiere el vino y la amistad, y pocas veces se ha visto una escena tan encantadora y liberadora como aquella en la que el personaje de Iosseliani canta con gran felicidad junto al pordiosero que lo visita clandestinamente en su casa.

Siempre hay en el cine de Iosseliani esa apelación a una búsqueda de una cofradía improductiva de hombres que solamente quieren reunirse, beber y cantar. Eso sucede también en Lunes a la mañana: el personaje abandona a su familia por un largo tiempo, sin que nadie, prácticamente, se lo reproche, acaso porque todos ellos ya dedican su tiempo a tareas tan improductivas y espirituales como la que va a emprender este hombre. Así, este operario de una fábrica se escapa temporalmente y va por el mundo para verificar si hay algo más allá que las obligaciones laborales y la eterna obediencia de un calendario regido por el trabajo. ¿Cómo sería la vida si estuviera definida por el ocio y no por el trabajo? ¿Cómo sería, si no hubiera que trabajar para la manutención y la seguridad del grupo familiar?

Este texto fue publicado en la revista Quid en el mes de abril 2018

Roger Koza / Copyleft 2018