CRÍTICOS A PRUEBA DE BALAS: A PROPÓSITO DE DETROIT: ZONA DE CONFLICTO

CRÍTICOS A PRUEBA DE BALAS: A PROPÓSITO DE DETROIT: ZONA DE CONFLICTO

por - Ensayos
07 Feb, 2018 04:37 | comentarios
El punto de vista no solamente existe en el interior de un film, sino en las lecturas que se hacen de él. Los contextos de recepción incitan formas de interpretación. En ese sentido, los estrenos de películas recientes como Detroit o The Post permiten pensar la posición de la crítica de cine vernácula

Detroit es la tercera película de Bigelow con guión de Mark Boal, tras The Hurt Locker y Zero Dark Thirty. Las tres se basan en experiencias reales, que la directora norteamericana reviste de tensión genérica de thriller, pero Detroit se desmarca de las anteriores: esta vez no se trata de recrear el presente sino el pasado (cercano y candente aun, pero pasado al fin), y tampoco ya del enemigo exterior sino del demonio interior. Esto último es central para advertir la diferencia, ya que la clave está en el giro del punto de vista: no se trata solo de que los uniformados guardianes del orden son ahora los villanos, sino de que sus víctimas son aquí los héroes (y no apenas una excusa para el tiro al blanco, como también sucedía en el American Sniper de Eastwood).

Lo que demuestra este cambio de perspectiva es el modo frío en que la película fue recibida por la crítica en su país. Pero si el color del cineasta suena a excusa (la mayoría de los cineastas que han tratado el racismo son obviamente blancos), tampoco se trata de achacarle un erróneo encuadre genérico: lo que evidentemente molesta de la “crudeza” de Detroit es que ya no se aplica a los terroristas (en cuyo caso se comprenden las escenas de tortura), sino que esta vez el trabajo represivo está exento de toda nobleza. No hay finales abiertos, no hay llantos venturosos, no hay futuro que redima el pasado. ¿Es que debemos entonces leer Detroit como un mea culpa de Bigelow sobre sus films anteriores? No. No se trata de reconocer que el trabajo (el género, el policial) puede llevar al exceso, sino de pura disonancia cognitiva, o (para ser menos psicologistas y más moralistas), doble estándar.

Lo demuestra otra reacción crítica, la local, no menos ciega a sus propios contextos. El primer asesinato ejecutado en Detroit es un balazo por la espalda dado por un policía a un ladrón que huye. Pero solo la crítica de Roger Koza dejó constancia, en este mismo sitio, de la casualidad y sus causalidades. Y ni siquiera hizo falta recordar un hecho de unos meses atrás: el mismo día del estreno, nuestro presidente recibió orgulloso” a un agente procesado por matar del mismo modo. Al difundirse las imágenes de la escena del crimen, un cineasta tuiteó: “Cualquier persona que haya visto un western sabe que no se mata a un hombre por la espalda”. Y que sea el sheriff lo hace doblemente criminal, podría haber agregado. Pero los habituales admiradores de John Ford (cuyo aniversario se cumplía ese mismo día) callaron. Acaso algún cinéfilo habrá recordado otra enseñanza, esta vez de Sed de mal: “El único lugar en el que la policía tiene el trabajo fácil es en un Estado policial”. La crítica argentina, más que trazar esos puentes optó por dinamitarlos. Veamos el ejemplo de quien supo ser su estrella distante.

Escribe Quintín en su maniquea visión de Detroit: “Bigelow se orienta a mostrar que en 1967 había dos clases de vida: la de una anquilosada burocracia policial y jurídica, cuyo racismo y ferocidad eran una rémora inadmisible y la de la gente común”. La gente común siempre está al margen de la Historia, claro. De hecho ese es el rasgo autoral que Quintín reconoce en Bigelow: la “distancia entre la Historia y las vidas individuales”. El héroe del film es entonces quien “prefiere que la Historia lo ignore porque se niega a ser parte de su fuerza ciega”. Así, “la grieta esencial no es la que divide a los blancos de los negros ni a la derecha de la izquierda, sino la que separa a la Historia de los individuos. Pero es una grieta que solo pueden iluminar estos últimos en el momento en que se separan de ella, como hacen Larry en Detroit o el personaje de Chastain en Zero Dark Thirty”. Esta versión separatista (“la grieta”, abusada metáfora ahistórica) alienta su repetida visión del presente, como si él mismo estuviera al margen de esa Historia: “No es raro que Detroit haya tenido tan mala prensa en un ambiente en el que acentuar las heridas y las divisiones se considera el único modo de vida lícito”. Detroit, Argentina.

Lo curioso no es que Quintín no se reconozca entre los cultores de este ambiente en el que acentuar la violencia se considera el único modo de vida lícito, sino que no tenga ningún pudor en hablar de “policía ideológica” (de la corrección política, por supuesto) ni siquiera en una nota sobre abusos policiales. “Esto de que uno tenga que salir a despegarse de toda decisión del gobierno que la izquierda considere ‘facha’ no me parece lo mejor”, tuitea, como si alguna vez lo hubiera desvelado la policía… ideológica. He ahí el problema de cierta crítica, cuyo único reflejo ha sido invertir la corrección política hasta terminar defendiendo lo indefendible.

Así, otro crítico expósito de la misma escuela retuiteaba divertidísimas falacias a favor del gatillo fácil, como: «¡Alto, policía. Le ruego amablemente que suelte el arma y se siente conmigo para compartir las razones por las cuales el sistema capitalista engendra desequilibrios que lo empujan a la delincuencia!». O su versión expeditiva: “La pistola debería ser el último recurso del policía. El primero debería ser recitarle Las venas abiertas de América Latina al delincuente”. En esto termina la lucha contra ese hombre de paja progresista: “dos muertes innecesarias. Yo empezaría a prestar atención a este tema”, sugiere por su parte el otro fundador de El Amante. El tema es desde donde empezar a preocuparse, o a contar las muertes: para algunos empiezan con las balas por la espalda, al menos si hay video que las deje en evidencia. Para otros nada alcanza, al menos hasta que muera un inocente… Es decir, alguien que no sea un “negro”.

En Mississippi en llamas, otra película sobre los problemas raciales de los 60, se reconocía la persistencia del odio racista como expresión de un complejo de inferioridad social: “si no sos mejor que un negro, no sos mejor que nadie”, frase que no deja de escucharse entre nosotros aquí y ahora… Cada país tuvo, tiene y tendrá su Detroit. Pero como dice Quintín “no se trata de licuar la barbarie en el flujo hacia adelante de la historia”, sino de entender cómo ha sido posible volver a admitirla graciosamente, en un país que no deja de (re)vivir la pesada herencia de la dictadura. Un dicho lanzado por ahí da una pista, describiendo ese rasgo nada curioso de la derecha autóctona, vista su historia (lo curioso es que jamás se reconozca como derecha: en Argentina todos son de “centro”, incluso los que aman las balas): nuestros “liberales” no suelen hacer honor a esa noble tradición, y siempre terminan convirtiendo el estado de derecho en un estado de excepción. Son, para decirlo en el particular sentido de su amado país de referencia, más republicanos que demócratas. O, como dice el dicho, “liberal de visitante, facho de local”.

Ese sayo también le podría caber a los críticos que admiran el irredento garantismo de Spielberg y a la vez justifican la sentencia previa, los que creen en las virtudes de The Post pero no soportarían una película honesta sobre Clarín (imposible de ser vertida sin cinismo en ese voluntarista molde capriano), los que no juzgan el conservadurismo en Eastwood pero estigmatizan cualquier atisbo “ideológico” (léase “de izquierda”) en el viejo o nuevo cine argentino. Mientras el cine norteamericano puede mostrar hoy como ayer a los individuos sumergidos en la Historia, al cine nacional (y acaso a la nación misma, neoliberalismo mediante) solo le quedaría la antiépica de “las vidas individuales” (al menos las que puedan quedar al margen de las balas).

Eso explica, en parte, porque hay que remontarse veinte años atrás para encontrar una película argentina que toque un tema como el “gatillo fácil”. En el final de Buenos Aires viceversa, un ex represor devenido guardia de seguridad mata a un pibe de la calle que roba en un shopping. Esa saturación (de lugares tan comunes como reales) parecía transformar el retorno de Agresti en la última película del viejo cine argentino, más que en un puente con la nueva generación. A la distancia, sin embargo, podemos revalorizarla como una de las pocas miradas abiertamente críticas sobre los años 90, que supo representar el malestar social de su tiempo. Dos décadas después, la imagen de una cámara de seguridad es casi la única huella visible de esa violencia cotidiana, que no encuentra otra representación para cuestionar las condiciones de la época. Las miradas punzantes sobre los conflictos políticos y sociales siguen siendo el gran fuera de campo del cine argentino, y ese silencio se volverá cada vez más atronador cuanto más cerca repiquen las balas. (Dando por descartado el insistente documental, acaso solo el cine de Campusano sea hoy capaz de correr el riesgo y filmar el futuro: su última película se llama La secta del gatillo, título probablemente extraído de un viejo reportaje de Walsh sobre la bonaerense, escrito por la misma época en que Detroit ardió).

Nicolás Prividera / Copyleft 2018