CONCIERTO PARA LA BATALLA DE EL TALA

CONCIERTO PARA LA BATALLA DE EL TALA

por - Críticas
24 Mar, 2021 09:24 | comentarios
Se acaba de estrenar una nueva película de Mariano Llinás en el Bafici. Aquí una lectura sobre la primera entrega de la “saga de los mártires unitarios”.

Después del capítulo final de La Flor, dedicado a las cautivas, el inicial de esta anunciada “saga de los mártires unitarios” se centra en un episodio de nuestra Guerra Civil. Una batalla, o un episodio dentro de una de esas batallas, que para Llinás condensa algo más que un inicio. El 27 de octubre de 1826, en El Tala, el General Lamadrid arremete solo contra el enemigo, y es dado por muerto para después volver. Ahí encuentra Llinás una cifra para leer no solo su saga futura, sino la Historia Argentina toda. Sabemos que ambición no le falta. Pero esta vez debe medirse con el barro de lo real en vez de la asepsia de la ficción, y la extensión desmesurada no es geográfica sino temporal, aunque en verdad se trata –como en el western– de un breve período histórico dilatado hasta los confines del mito. 

Son los primeros años del siglo XIX, podría decir la voz de Llinás. Pero elige usar intertítulos, acaso para no perturbar la música de Gabriel Chwojnik, verdadera protagonista de este Concierto. Además del estudio de grabación, filmado en travellings para reponer el movimiento que música y batalla evocan, Llinás registra también al equipo de rodaje (marca registrada de El Pampero), unos espadachines anacrónicos (que le sirven para algo más que hacer presentes los sables), la lectura de un fragmento de las Memorias de Lamadrid (para poner en escena la distancia entre lector y texto), y hasta su propia casa (ya presente en su anterior Lejano interior, pero aquí no contrastando con un fuera de campo pandémico sino con la subterránea violencia del pasado). Todo esto no disimula el peso del texto, sobre todo por lo que sus palabras dicen o dejan entender (la diferencia, intuimos, no es crucial).

Concierto para la Batalla de El Tala –como confirma el final donde se anticipan los capítulos por venir–, es de algún modo una suerte de prólogo. Y su problema mayor es el prólogo de ese prólogo, porque enmarca un modo de leer la Historia que la película subraya, aunque continúe la elusiva tradición de El Pampero. En ese sentido, la ruptura no parece dada tanto por las repetidas formas, sino por ese abierto (aunque ambiguo y esquivo) comentario sobre el presente: Un largo comentario inicial que, aunque parece lateral (y relacionado con su idea general de que el presente palidece frente al pasado), huye como la película misma –y acaso su filmografía toda– hacia un tiempo menos idealizado que perdido, en el que se reivindica una genealogía por fin no solo artística, sino también política. Detengámonos entonces en ese inicio:

“En estos tiempos / en este país / hay gobernantes muy ingenuos”, arranca el texto, para luego aclarar que “No vamos a hacer nombres / (no se ilusionen)”. He ahí un primer límite, que solo puede desilusionar a quien crea que Llinás dejará caer nombres propios del presente. Cuando aparecen, en las películas cuyos guiones firma, suelen pertenecer al siglo XIX. No se siente cómodo con el presente, Llinás. Por eso vuelve al origen, a los inicios mismos de la Nación (la Guerra civil entre Unitarios y Federales), sin querer alegorizar las del presente. Aunque algo se le escape, inevitablemente, como quiere y no quiere dejar en claro en ese prólogo, en el que gobernantes ingenuos “usan las frases Nos hicieron creer que…Nos enseñaron que… o Nos convencieron de que…”. Se dirá (Llinás dirá) que esa frase podría pronunciarla tanto el actual como el anterior presidente, pero nadie liga a Macri con esas palabras (aunque pudo usarlas hablando del “populismo”), más acordes al acento con que Cristina denunciaba a los falsos liberales, o el mismísimo Sarmiento mentaba la barbarie. No tome ahora Llinás por “ingenuos” a sus espectadores.

Enuncia en ese prólogo el narrador que no es la función de los gobiernos “hacerles creer cosas a los ciudadanos / o desengañarlos / enseñar, o corregir / convencer o disuadir / (…) como si los ciudadanos fuésemos niños / a los que otros nos cuentan cuentos”. Curioso que  alguien que “cuenta cuentos” (y sea fervoroso lector de Borges) crea que la magia del arte narrativo sea territorio exclusivo de la ficción. Para no remontarnos a los griegos, citemos el reciente El poder del relato de Eric Selbin: “Creamos, entendemos, y dirigimos el mundo a partir de las historias que contamos”. Esto lo supo ya Sarmiento, a quien nuestros modernistas (Llinás, Piñeiro) rinden homenaje, eligiendo como esa su tradición.

“Sarmiento hace ficción pero la encubre y la disfraza en el discurso verdadero del relato histórico. Por eso su libro puede ser leído como una novela donde lo novelesco está disimulado, escondido, presente pero enmascarado”, nos enseñó Piglia sobre el autor de Facundo y Recuerdos de provincia. “Para narrar a su grupo y a su clase desde adentro, para narrar el mundo de la civilización, el gran género narrativo del siglo XIX en la literatura argentina (el género narrativo por excelencia, habría que decir: que nace, por lo demás, con Sarmiento) es la autobiografía. La ficción como tal en la Argentina nace en el intento de representar el mundo del enemigo, del distinto, del otro (se llame bárbaro, gaucho, indio o inmigrante). La clase se cuenta a sí misma bajo la forma de la autobiografía y cuenta al otro con la ficción”. Podría leerse también desde estas coordenadas la relación entre ficción y documental en el Nuevo Cine Argentino en general, pero en sus representantes modernistas hay más bien una exclusión del otro. Habrá que ver como entran los “mártires federales” en esta saga de Llinás: si son solo una montonera que sirve de telón de fondo a la tragedia unitaria, como en este caso, o parte de un duelo borgeano donde se descubren como dos caras de un mismo espejo, lo que no deja de tener sus problemas. Pero volvamos al prólogo:

“También hay algunos / que para defender al gobierno / nos acusan a los ciudadanos / de algo peor: No solo somos niños / sino que somos niños caprichosos / malcriados / desagradecidos. Niños malos” dice Llinás (y no podemos dejar de pensar en los “niños y criados favoritos” de Viñas), para en una voltereta adueñarse de esa mirada paternalista que venía criticando: “(…) es cierto/ que los niños / son desagradecidos / y que hay muchas cosas que no les importan” (mientras vemos en pantalla las Memorias de Lamadrid), pues  “para ellos / la casa de los padres es algo / que siempre ha estado allí /como un paisaje / un escenario invisible /del que, con el paso de los años, / es necesario huir”, para “volver solo cuando no es posible evitarlo”. Y aquí Llinás vuelve a la tierra de los padres, para recordarnos que “los ciudadanos, / las personas que habitan los países / y a las que ahora a todos se ha dado por llamar /‘la gente’/ tampoco piensan /en cosas de ese tipo / en que por lo caminos que transitan (…) hubo guerras (…) hombres que en algún momento se imaginaron héroes”. Ciertamente es un problema la tenue relación consciente del presente con el pasado, pero esa podría ser justamente una de las diferencias entre quienes hablan de “gente” o “ciudadanos”. Del mismo modo, los “héroes” no siempre quieren ser ni son  “mártires”.

Llinás elige esa designación para su saga, acaso no queriendo darle a sus Unitarios el discutible atributo de la heroicidad, pero esa palabra no es menos problemática. En nuestra civilización occidental y cristiana, los mártires han quedado unidos a la profesión de una fe finalmente vencedora (y tal vez ese sea el sentido redencionista con que la izquierda habla de, por ejemplo, “los mártires de Chicago”). Y acaso contra la intención de Llinás, los Unitarios se invisten así como mártires de la fundación de una Nación cuya genealogía vencedora los reclama: Ahí está el mismo Sarmiento escribiendo sus loas desde el Facundo, antes de que Mitre y la generación del 80 los pusiera en el panteón oficial.

La lista de Llinás incluye al General Paz (hombre apreciado por todos) pero también a Rauch, que –como recordaba Osvaldo Bayer– en sus partes de guerra escribió cosas como: “Hoy, para ahorrar balas, hemos degollado 28 ranqueles”. O: “los ranqueles no tienen salvación porque no tienen sentido de la propiedad”. Así es la Historia, claro. Y su relato. También el Quiroga de Feinmann sabe que está condenado a desaparecer, sin esperar ver su nombre en una autopista. Más idealista, Bayer quería que Rauch –la localidad llamada Rauch– fuera rebautizada “Arbolito”, en homenaje al indio que lo mató. También algunos vecinos de mi barrio querían que la calle Ramón Falcón se llamara Simón Radowitzky. Pero sabemos que los nombres y los “mártires” los asignan los vencedores. La Historia, por supuesto, es más turbulenta y llena de pliegues, como la de todos estos nombres que participaron en las guerras de Independencia (Lamadrid mismo luchó con Belgrano en el ejercito del Norte). El problema es que Llinás parece querer cortar camino por donde no tenga que meterse en ese barro. Y por asumir ese presente victorioso desde el que escribe (no se hagan ilusiones).

No es la primera vez en nuestra historia que alguien (“de uno u otro bando”, agrega) intenta ganar la batalla dando al otro por muerto, sugiere Llinás. O haciéndose el muerto. Ya en 1850 escribe Sarmiento en Argirópolis: “Los unitarios son un mito, un espantajo, de cuya sombra aprovechan aspiraciones torcidas. ¡Dejemos en paz sus cenizas! (…) Los que hoy sobreviven al exterminio que ha pesado sobre ellos solo piden que se les deje descender en paz a la tumba que los aguarda”. Es decir: desde el triunfo unitario (en esas otras batallas llamadas Caseros y Pavón) que se quiere enterrar los bandos de la Guerra Civil, algo que no parecen haber logrado ni los Estados Unidos. Pero al menos Hollywood comprendió que el país había surgido de ese enfrentamiento más que de la independencia, y por eso le dedicó muchas más películas. Aquí poco se hizo luego de las iniciales El fusilamiento de Dorrego o El adiós del unitario. Tampoco hay casi películas sobre los mártires federales, salvo excepciones como El último montonero. El cine argentino prefirió evitar la Guerra Civil, acaso porque nunca se había superado en la realidad. Bien por Llinás entonces, que vuelve a ella y asume su simpatía por los Unitarios. El problema, como señala Tomás Guarnaccia, es que “bien sabemos quiénes se inscriben hoy en día en la tradición iniciada por los Unitarios que el film reivindica, sujetos que también hoy tildan de bárbaros a los del otro lado, abogando hablar desde el lugar de la república y la civilización”.

“Y si la Historia / es eso que uno sigue repitiendo (…) para aprender algo sobre el presente / que ya sabemos / pero en lo que se supone se juega su suerte / y la suerte del mundo”, hay que tener cuidado en cómo se la lee. Hacia el final de su Concierto, Llinás rescata que “en ese mensaje /de un hombre que se ríe de su suerte /hay un camino que la Historia Argentina no siguió”, porque “nadie sabe que / Lamadrid, desfalleciente, / tomó la decisión de que su tragedia fuere resumida en esas líneas” que le envió a Quiroga, donde “la muerte / el coraje / la guerra” aparecen “encerradas en el desafío de juego de naipes”. Pero podríamos también decir que no fue valiente Sarmiento, ni los asesinos del Chacho Peñaloza, ni los que exterminaron a todos los caudillos “populistas”. Fue en cambio noble Quiroga cuando le dio un salvoconducto a la esposa de Lamadrid, después de haberlo vencido por última vez, lo que él mismo le agradeció con estas palabras: “Usted, general, podrá ser mi enemigo cuanto quiera, pero el paso que ha dado de mandarme a mi familia, la cual espero con ansia, no podré olvidarlo jamás”.

Para Llinás la moraleja de esta historia “sería algo así: Cuidado / No se confíen. / Los muertos vuelven”. Los muertos vuelven, sí, pero ¿por qué? ¿a qué? O “¿de quién son los muertos?”, como se preguntaba Massera en el Juicio a las Juntas. Porque no todos los muertos son de todos. Y algunos vuelven porque no conocen siquiera la paz de una tumba. ¿Qué significan entonces esos espadachines al final de Concierto para la Batalla de El Tala, que luego de haberse enfrentado sacan sus armas mirando a cámara, finalmente reunidos? ¿He ahí, como advirtió Piglia, el peligro de esa mirada borgeana en la que los duelistas son finalmente las dos caras de una misma moneda? Esa falsa reconciliación final (o desafío conjunto al pueblo-niño que ignora la Historia) no sería mejor que adherirse a la tradición unitaria. Sea como sea, “ese es el pensamiento que flota en el aire / en estos tiempos tristes”.

BAFICI 2021

Concierto para la Batalla de El Tala, Mariano Llinás, Argentina, 2021.

Nicolás Prividera / Copyleft 2021