CODA: SEÑALES DEL CORAZÓN

CODA: SEÑALES DEL CORAZÓN

por - Críticas
29 Mar, 2022 07:59 | 1 comentario
Sobre la ganadora del Óscar 2022.

El modelo americano

En la pequeña ciudad costera de Gloucester, Massachusetts, no deben vivir más de 30.000 personas. Que una adolescente pueda interpretar un tema de Joni Mitchell honrando a la excepcional cantante estadounidense, y también aspirar a ser parte de la magnífica escuela de música conocida como Berklee, sugiere que los contextos no siempre son decisivos en la trayectoria de una persona. Es una hipótesis plausible, porque de lugares ignotos y desprovistos de estímulos simbólicos han surgido músicos, escritores, cineastas y científicos. Ser oriundo de un territorio que se incluye solamente en el mapa por la voluntad de exactitud y generosidad observacional de los cartógrafos es una contingencia, no un destino.

Pero en el caso de Ruby, la joven protagonista que canta como los dioses, la proeza es mayor. A diferencia de sus padres y de su hermano mayor, ella puede escuchar y hablar sin dificultad alguna, más allá de que su desempeño con el lenguaje de señas es tan competente como en los momentos en los que tiene que modular en una melodía y comprender el contrapunto con otras voces. Que una cantante haya nacido en el seno de una familia de sordos es una rareza, acaso una ironía azarosa no exenta de crueldad: en esa peculiar circunstancia se desarrolla el pequeño drama vocacional en el que toda una familia que vive de la pesca tiene que lidiar con las irregularidades de la economía y los impedimentos de la comunicación. No será fácil para una familia que depende en demasía de la audición de Ruby para interactuar velozmente con el mundo aceptar y comprender la aspiración legítima de la única entre ellos que puede oír y desea probar suerte con la música. 

Con estas condiciones iniciales marcadas por situaciones paradójicas, puede pasar de todo. CODA es, además, una adaptación de un film francés que parte de la misma situación. En La familia Bélier la joven también cantaba y era el nexo sonoro lingüístico entre su familia y el mundo, aunque en vez de la pesca la economía familiar giraba en torno a una granja y el difuso cooperativismo que se insinúa ante un conflicto con los representantes de los pescadores se resolvía en la versión original con el paso del padre a la política.

Descripto así, en el film puede entreverse complejidad y una posibilidad interesantísima para explorar la percepción y la experiencia en el mundo. En verdad, la película de Éric Lartigau, apenas tolerable, no era mucho menos melindrosa que su remedo estadounidense en la dirección de Sian Heder, pero sí menos proclive a aglutinar todos los estereotipos posibles de un imaginario y hacerlos desfilar por casi dos horas. Acá el cliché como retórica enmudece por segunda vez a los personajes reduciéndolos a señas y gestos, al igual que la trama empequeñecida por una sucesión de conflictos resueltos con la profundidad característica de un comercial con ínfulas humanitarias.

¿Qué prueba elegir para sustentar esta injuria? La única escena que no pertenece a este menjunje de buenas intenciones, la secuencia en la que se puede adivinar otro camino para la puesta en escena. Precedida didácticamente por una escena pésima, quizás la peor. En efecto, después de que la madre recuerda junto con su hija el momento cuando supo que su bebé podía oír, escena gratuitamente musicalizada, sigue otra, casi sin orden de continuidad, donde discuten Ruby y su hermano mayor. El trabajo sobre el sonido, el tipo de encuadre elegido y la gestualidad de los personajes tienen la precisión que todo intérprete de lenguaje de señas quisiera exhibir cuando se desempeña como traductor. La escena es breve, pero tan distinta a las restantes que su virtud inesperada desnuda la pereza de lo que antecede y de lo que viene después, exceptuando, en menor medida, algo que sucede casi en el desenlace entre el padre y la hija a propósito de la incapacidad del primero de llegar siquiera a capturar el sentido propio de la música, pues si hay algo inconmensurable al lenguaje de señas es la significación de la sustancia musical.

En sus interminables minutos, CODA acumula escenas ya vistas en películas mediocres producidas para la televisión y en comerciales con aspiración narrativa. Abundan las supersticiones culturales sobre el voluntarismo individual, las nociones ingenuas de comunidad y los mantras pop que explican el talento. A esta estofa de lugares comunes, ni la experiencia de primera mano de Marlee Matlin y Troy Kotsur, ambos intérpretes sordos con carreras destacables, ni tampoco el joven actor, Daniel Durant, también sordo, funcionan como contrapunto de una película que no deja de aturdir con sus escasas ideas cinematográficas y situaciones dramáticas que parecen ser la ilustración impersonal de un algoritmo con datos diversos sobre costumbrismo.

Que una película tan elemental obtenga la atención que se le dispensa se explica solamente por el poder simbólico que imanta la palabra “Óscar”. Que CODA (en inglés, sigla que quiere decir “niños de adultos sordos”) esté entre las elegidas para coronarse como mejor película es tan enigmático como lo que puede apreciar musicalmente un sordo ante la ejecución de “Both Sides Now” de Mitchell: es inconmensurable. La distancia que existe entre CODA y Drive my Car o Licorice Pizza West Side Story es insalvable, incluso respecto de otros títulos de una ostensible mediocridad. Hasta Belfast, al lado de algo como CODA, parece una película de Terence Davies sobre el tiempo irrecuperable de la infancia.

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CODA: Señales del corazón / CODA, EE. UU., 2022.

Escrita y dirigida por Sian Heder.

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*Publicado por Revista Ñ en versión online.

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