CINEFILIA MALDITA. LA COLUMNA DE MIGUEL PEIROTTI: LAS LLAVES DEL MAGMA: LA CANALIZACIÓN DEFINITIVA DE DAVID LYNCH

CINEFILIA MALDITA. LA COLUMNA DE MIGUEL PEIROTTI: LAS LLAVES DEL MAGMA: LA CANALIZACIÓN DEFINITIVA DE DAVID LYNCH

por - Columnas
06 Sep, 2017 11:58 | Sin comentarios
La segunda entrega de Miguel para su columna es magnífica; el gran critico cordobés analiza en esta ocasión Twin Peaks, y el lugar elegido para hacerlo es el de la cinefilia más libre y lúdica.

Alguien allá, en los dominios hiperdimensionales del Todo, le ha dado las llaves de la ciudad a David Lynch. Tras volver exhaustas por las constantes exigencias del autor de Terciopelo azul, las musas de Planta permanente del arte cinematográfico pidieron el pase al área donde los artistas sólo acuden a su llamado y cumplen con un trabajo meramente de inspiración y chau. Nadie puede seguirle el tranco creativo a Lynch.

(Dice que) medita todos los días desde 1972, es decir, ¡¡¡desde que hizo Cabeza borradora!!! Pero, también:

1) fuma como el caballo de hierro fordiano,

2) es adicto a la cafeína (lanzó su marca de café, ¿recuerdan?)  y

3) morfa hamburguesas como un adolescente famélico suelto en McFrickingDonald’s. Ni noticias de arroz yamaní o té verde en la casa de Lynch. Porro para volar, tampoco (en sus años de estudiante de arte, sí, pero no lo necesita, ha dicho varias veces en entrevistas, desde que empezó a meditar): tabaco, cafeína y grasa animal es su dieta. No obstante, se lo ve más sano que un Salieri de Cormillot.

No importa lo que ingrese físicamente al organismo de Lynch, su conducta meditativa es probablemente la única explicación de su especificidad artística, de su anomalía como edificador de intrigas mágicas con chispazos de ultraviolencia.

¿La búsqueda interior lo ha llevado al hallazgo interior? ¿Se ha convertido Lynch en un nodo de poder creativo en sí mismo? ¿Su individualidad lo ha convertido en un portal corpóreo hacia otros mundos, acaso hacia al mundo de Judy, la entidad quintaesencialmente maligna que es el villano real de la serie?

Las crispaciones psicológicas que analizábamos como el motor-psycho de su obra resultaron exangües al término del debate final. No era suficiente con lacanear o freudear o con filosofar desde de los más elevados abismos del razonamiento. Al borde de una hernia de hiato intelectual, regurgitamos todos los conceptos masticados sobre el caso de este pueblito del distrito de Washington y luego miramos el amasijo inmundo expulsado sin saber cómo demonios seguir. Era cantado que nos íbamos a quedar cortos.

En un mundo cada vez más indescifrable, donde las nociones de izquierda y de derecha políticas se han (des)integrado, propagar maniqueísmo resulta absurdo, salvo en el seno de una película narrativamente normal, que sería la antípoda de lo lyncheano. Esta serie enfrenta al espectador de televisión con el cine como lenguaje, y lo hace dentro de un formato cuya anomalía principal radica en la contravención de todo lo que producen las series gestadas en masa hoy: Twin Peaks aniquila de raíz el confort narrativo. Una serie convencional es un sofá de Falavella; Twin Peaks es un sillón diseñado por Dalí y luego agarrado a hachazos en un happening contracultural. Cuando la masificación actual de los contenidos de ficción en la TV les puso el filón en bandeja a las compañías que aglutinan el negocio, encontrando la horma para la venta de humo enmascarada en una supuesta creatividad aluvional, surge Lynch con sus cachetazos correctivos para dislocar todo desde un nuevo capítulo del surrealismo en el siglo XXI. Nos permitamos una zonza analogía “anatómico-sintáctica”: la mayoría de las series, las adocenadas (no hace falta mencionarlas), caminan hacia nosotros con la prestancia de una top model alérgica al factor sorpresa; lo que hace Lynch avanza a los ponchazos como Sadako y los demás fantasmas descoyuntados del extinto J-Terror: doblado sobre sí mismo, sin referencia ósea (estructural) clara, enviado desde un dimensión remota. Escondida en el repulgue del espacio-tiempo, la tercera temporada de Twin Peaks es un monstruo de camuflaje que ha surgido desde un capricho abisal aún más allá del inconsciente, y viene hacia nosotros con la forma de una serie; en realidad, lo parece de lejos, porque cuando calibramos la vista, achinando los ojos como Lee Van Cleef, vemos lo real: una malformación rebelde: el anti-Netflix brutal.

Y, todo, bien despacito, bajo los términos contractuales del “tempo Jack Nance”: ese ritmo ubicado dinámicamente en la circunvalación contraria al paroxismo screwball de “The Newsroom”. El colmo de esta elección es el capítulo con esa toma donde un señor barre el piso de un bar durante tres o cuatro minutos, situación totalmente innecesaria para avanzar la historia pero relevante para detectar el carácter indómito de Lynch a la hora de plantar bandera en el canal Showtime.

Esperen: ¿cómo que qué Jack Nance? El amigo de Lynch, el protagonista de Cabeza borradora, el actor más representativo del nonsense lyncheano junto a la dulce y diabólica faz de Grace Zabriskie, actriz dotada con el gen dramático de la inquietud que en este universo interpreta a la mamá de Laura, the suegra from hell.

¿Un maestro Jedi de la glándula pineal?

Especular con que esa parte de nuestro cerebro, a la que ciertas hipótesis científicas sindican de atrofiada, se ha activado en Lynch sería divertido, aunque no saldríamos del terreno de la hipótesis. Hablemos de Lynch como la nueva némesis de la categorización, el paladín de lo inaprehensible. Esta es la verdadera grandeza de este retorno, que será eterno: no es tan sorprendente – aunque sí es sorprendente – lo que hace Lynch como dónde lo hace: en la planicie formateada de la TV; es pura subversión, la respuesta aplastante a la holgazanería viral de preguntar ¿qué hay para ver en Netflix?

Como todo cineasta personal de corte experimental, Lynch sabe lo que hace segundo a segundo. A James Benning no le gusta mucho la denominación “experimental” porque, según él, sugiere que el cineasta no sabe lo que está haciendo. Si le hacemos caso, dejemos acá mismo de decirle experimental a Lynch porque sabemos que sabe lo que hace, y él sabe que nosotros sabemos que él sabe, razón por la cual nos involucra traviesamente en su mazo de naipes deforme. Invirtiendo la máxima platónica, a la que le cambiaremos la persona: sólo sabemos que sabe todo; pero ese todo sólo él lo sabe: no quiere dar pistas. Escuchar el relato de un sueño que tuvo una persona no llega ni al epígrafe de lo que debe haber visto tal persona mientras soñó. Es lo que sucede al querer contarle a alguien qué es lo que pasa en Twin Peaks.

La dispersión analítica que nos invade al ver cada capítulo de esta tercera temporada, sin embargo, es placentera, no frustrante. Pero, ¿para qué? ¿Para qué hay que concluir? ¿No es más enigmático el infinito que lo finito? Discutamos, para aprender, pero no concluyamos: aprehendamos. Al menos por esta vez. Sin ceder al exasperante “dejate fluir”, que esgrimen muchos como té de tilo al calvario de la vida mundana, no es mala idea la sugerencia de abandonar toda pretensión tensa de especulación para cruzar el velo que separa la obra de Lynch de la realidad. Hay que imbuirse de precaución intelectual para acometer el estudio de este regreso, que es pura contemporaneidad, ya que resume “el espíritu de nuestro tiempo”: el rebrote de la locura masiva, la alienación ideológica, la transmutación de la maldad y el contrapunto que sopesa: la luz spinetteana que se filtra, no sin esfuerzo, entre los intersticios de una comunidad planetaria resquebrajada por la vuelta del coqueteo con los totalitarismos.

Tarea ímproba la de desarrollar cohesión metódica alrededor de estos dieciocho episodios de pura disidencia narrativa. El canon de los tres actos es una estructura de poder comunicacional que a Lynch no le interesa, como no le interesa ningún imperativo estético. ¡A quién en la industria del entretenimiento se le ocurriría hoy contratar de nuevo al actor que interpretó a Largo en la serie “Los locos Addams” en la década del sesenta, por el amor de Rod Serling! Si el extrañamiento estimula la curiosidad, y la curiosidad deviene en exploración intelectual, que a su vez deriva en alimento proteico para el razonamiento, Lynch aportó este año la dosis que necesitábamos de quinua y amaranto audiovisual.

No hay antecedentes claros para adjudicarle a Twin Peaks. Pero, si remite a una producción de misterio, me atrevo a señalar los dominios metafísicos de Zafiro y Acero (Sapphire & Steel), la serie inglesa emitida entre 1979 y 1982 –vista en Argentina – en la que dos agentes supradimensionales atendían casos que ponían en peligro el balance Tiempo-Espacio. No estoy dando a entender que Lynch fue influenciado por ella, sino que ambas se tocan en al menos dos puntos: uno es el abordaje del terror incomprensible, del mal desasosegante, y el otro, la característica de sus efectos especiales, que en Zafiro y acero respondían a la época y en Twin Peaks, a una decisión estética probablemente relacionada con el subrayado de la proscripción de la cordura que motoriza este camión acoplado de ingenio.

El reloj de pared en la comisaría de Twin Peaks, cuyas agujas vibran epilépticamente, sin avanzar ni retroceder, nos recuerda que el Tiempo es el sustantivo rector de todo el macro-género fantástico y que ni el maestro Lynch puede escapar a esta realidad incontestable. Twin Peaks no ha vuelto tras 25 años, ha pestañeado ante el calendario; para nosotros transcurrieron 25 años, para Lynch, apenas una exhalación.

En los últimos metros de esta carrera delirante hacia el Cosmos, vía una ficción, hace acto de presencia el número 8, que en la numerología es asignado al infinito. Y entendemos un poquito más. Como dice la voz gutural de ese Agente Cooper sobreimpreso fantasmalmente en cierta escena: Vivimos dentro de un sueño. Y los sueños no tienen confines.

Vamos a casa, Laura, todo terminó.

Badalamenti se encarga del resto.

Miguel Peiroti / Copyleft 2017