CÉNTRICOS EXCÉNTRICOS

CÉNTRICOS EXCÉNTRICOS

por - Críticas
05 Ene, 2013 10:46 | comentarios

A PROPÓSITO DE MOONRISE KINGDOM Y HOLY MOTORS

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Por Nicolás Prividera

Pasado el profetizado fin del mundo, es claro que cuando finalmente llegue será “no con un estallido sino con un sollozo”, como poetizó Eliot. Es algo para lo que el cine nos viene preparando hace rato: la épica cansina para una época en la cual “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”. Allí están la vieja Europa y los ya no tan jóvenes Estados Unidos, bajo el peso de mandatos que no saben recrear (Europa fue un mercado común antes que una polis, y “América” un territorio en el que los ciudadanos aún defienden su derecho a llevar armas, como si vivieran en un western eterno). Porque de eso se trata: de reinventar la tradición, más que de sucumbir ante ella. Pero no me voy a referir aquí –aunque el cine sea nuestro tema– al agotamiento del viejo Hollywood y los Nuevos Cines europeos, evidente desde hace por lo menos dos décadas (nada casualmente, cuando Hollywood deja de lado su juvenilia sesentista y cuando Europa busca nuevos territorios a descubrir y evangelizar).

Por eso voy a tomar dos películas elogiadas por su aparente aire fresco, aunque más no sea debido a su excentricidad para con sus respectivos cánones. Lo que no significa que sean ex-céntricas, sino más bien fieles representantes del agotamiento de sus tradiciones. Es decir, me interesan por ser sintomáticas, por contraste, de uno de los grandes problemas del cine y la cultura contemporáneos: la reformulación vacua de una tradición (sea la del clasicismo o la vanguardia) convertida en una carcasa vacía, pero sostenidos por un sistema de legitimación que los mantiene artificiosamente con vida. Y es que la vieja Europa y los ya no tan jóvenes Estados Unidos están en una crisis profunda, pero siguen teniendo el poder de decirnos no sólo que ver, sino como entender la modernidad.

 1. QUE VERDE ERA MI VALLE

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Moonrise Kingdom

Si Thoreau quiso convertir el mundo insular de Walden en un continente propio, Anderson hace de su isla una (¿in?)voluntaria metáfora de los Estados Unidos. Por eso Moonrise Kingdom es su obra más representativa, en cuanto a su reproducción naif de “América” como isla de los niños perdidos. Porque no se trata de un retrato de una infancia perdida, sino de perderse en una mirada infantilizada. [Para entender la diferencia, basta pensar en los films con niños de Bresson o Rossellini: El diablo, probablemente o Alemania año cero no son films infantiles…]. Y es que la inocencia interrumpida de Anderson está despojada del salvajismo de Ford, más en la estela idealista de Capra (sin esa precipitada mezcla de ambos maestros que Spielberg persigue hasta Lincoln).

No imaginamos a los pasteurizados Houlden Caulfield de Anderson disparándole a sus congéneres, como los de Gus Van Sant. Pero tampoco rebelándose como en Melody (donde el cine inglés se redime por una vez del realismo dickensiano gracias a una tradición que ha dado también obras que no necesitan renunciar a la imaginación a la hora de hablar del fin de la infancia, como Alicia y Peter Pan: y es esta una buena línea para reivindicar otro film “menor” como Tideland, de Terry Gilliam). Esa película tenía toda la frescura y vitalidad que faltan en la previsible geometría de Moonrise Kingdom y su ensimismada reconstrucción de los años ’60 como “un instante en la patria de la felicidad” (como lo fueron ’50 para los conservadores ’80: basta recordar el pasado idílico de Volver al futuro, que incluía una referencia directa a ¡Qué bello es vivir!). Lo retro es justamente eso: la vocación de alienarse de la propia época en el “mundo feliz” del pasado (feliz hasta en los tonos amarillentos y agridulces de la nostalgia), pero sumándole la anomia del presente. Chicos de los ’90 trasplantados a los ´60: secuestro y muerte de la Historia en al altar de las ilusiones perdidas (ahora podríamos decir que ese altar que Antoine Doinel le erigía a Balzac en Los cuatrocientos golpes preanunciaba de algún modo esa rendición, que se repite con cada deslucida imitación de la película ya cincuentenaria de Truffaut).

 2. EL FANTASMA DE LA LIBERTAD

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Holy Motors

Algo de eso hay también en Carax, pero –como no podía ser de otro modo con una joven promesa malograda– el juvenilismo se convierte en decadentismo. Porque la tradición de Holy Motors es otra: el surrealismo como estallido de la mala conciencia europea en momento de crisis. Ya no se trata de un paseo por la irredenta América salvaje sino a través de las ruinas de la civilización europea. Un recorrido por las máscaras de una imaginación desencantada y sometida: la subversión hecha parte del sistema, como asumido legado de la victoria pírrica de las vanguardias. La película, como su protagonista, se vuelve esclava de su agenda y de su agencia, y sólo le queda entregarse a su empleo con una mueca de fastidio. O tal vez señale precisamente esa defección del arte bajo el capitalismo tardío: la representación del mal no nos libra del mal sino que es el mal mismo, en su banalidad más profunda. Porque ni siquiera la muerte se puede asumir en un mundo que niega el discreto encanto de la tragedia.

Un ángel exterminador señala el fantasma de la libertad. El espectro invocado por Carax es el de Buñuel, pero menos el de los ’30 que el de los ’60: aquel que en medio de las rupturas parricidas de las Nuevas Olas les adelantaba su propia contracrítica clásica, su advertencia ante ese oscuro objeto del deseo vanguardista que lo aguardaba al final del camino: no poder escapar de convite de la burguesía. Carax se resigna a no poder salir, pero elige convertirse en un convidado de piedra: aún así se convierte en el alma de la fiesta, y Holy Motors es elegida por los críticos como lo mejor del año, aunque su clasicismo surrealista se oponga al neo-bazinismo que domina buena parte del cine contemporáneo. Y es que Carax les ofrece la coartada perfecta, porque al encerrarse en referencias a los géneros cinematográficos termina siendo recapturado por el lado oscuro de la cinefilia. Así, lo que podría haber sido una crítica feroz a la razón europea y su modernidad inconclusa, se convierte en un monumento funerario a las luces de la mano de los Lumière.

POSDATA:

Tal vez la gran película fallida del año sea Cosmópolis, que reúne las limusinas insomnes de Carax y los jóvenes viejos de Anderson. Pero en Cronemberg no hay inocencia ni mala conciencia, sino un encierro (hecho de gestos muertos y movimientos falsos) en el que los personajes, agotados o impávidos, no pueden dejar de hablar y perorar mientras el mundo conocido se derrumba. Y aún así es por lejos más interesante que la lluvia de películas intimistas sobre el fin del mundo que nos invaden (también desde Europa –Melancolía– y Estados Unidos –4.44-). Pero ya sabemos que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

Nicolás Prividera / Copyleft 2013