CARTAS CANINAS (9)

CARTAS CANINAS (9)

por - Festivales
23 May, 2008 12:09 | comentarios

Por Roger Alan Koza

FESTIVAL DE CANNES 2008

Queridos amigos, cinéfilos y lectores,

Alguna vez leí un breve texto de Cozarinsky sobre la iconografía del Che y su consumo, y cuán inconmensurable era el ícono como símbolo difuso de justicia frente a una aplicación hipotética de sus ideales en la vida de los consumidores. La admiración acrítica del Che poco tiene que ver con el Che como sujeto histórico y político. La fascinación por su figura no siempre está determinada por un conocimiento preciso de su pensamiento político y las consecuencias reales que éste ocasionó, por regla general reducido a un mesías materialista o a un guerrillero proto-fascista. Hay demasiadas películas sobre el Che, muchos libros y también temas musicales. A menudo oscilan entre la hagiografía o el anatema personalizado.

La insólita película de Steven Soderbergh sobre Ernesto Guevara de 4 horas y medias empieza allí en donde el juvenil y despolitizado road móvil de Salles, Diario de motocicleta finalizaba. En las antípodas del film de Salles, el film de Sodenbergh, probablemente la película más arriesgada de un director mainstream contemporáneo de origen estadounidense, es siempre política, casi nunca reduccionista y tiende a sostenerse en un punto equidistante tanto de la apología del revolucionario como de su versión demonizada. Lo que no signifique que Soderbergh sea neutral respecto de la ideología de su personaje.

Se trata de un film esencialmente subversivo y suicida, no porque su tópico implique adjetivarlo de ese modo (que no sería, estrictamente, incorrecto), sino porque es en verdad un film de una sola pieza, compuesta por presiones comerciales en dos películas, El Argentino y Guerrilla, aunque la versión proyectada en Cannes dividida por un intervalo de 15 minutos, demarca una primera parte rodada en Widescreen y una segunda en formato más convencional de 1.85. Este cambio no responde, a mi parecer, a un tema presupuestario. Más bien, en la primera parte, se intenta respetar la gesta de una revolución a través de una longitud del plano y un tipo de encuandre capaz de comunicar la evolución expansiva y colectiva de una revolución. La segunda parte necesita una operación contraria: es la reducción sistemática de un descabellado proyecto continental de emancipación que se inicia con muy pocos revolucionarios y finaliza en un cuerpo fusilado. La intimidad es incompatible con el Widescreen. Además, Che está prácticamente hablada en castellano, siendo la única estrella rutilante Benicio del Toro, aunque cuenta con el mayor elenco latino de los últimos años en el cine estadounidense. Y, por último, su construcción formal es absolutamente heterodoxa: no abundan los primeros planos (excepto en el interview en blanco y negro en Nueva York); tampoco trabaja el campo-contracampo para varias de las discusiones teóricas y estratégicas, ese constante ir y venir en donde los sujetos que conversan son registrados en un plano medio canónico. La banda sonora no explica nada ni pretende guiar. Sobre todo en la primera parte, los acordes disonantes indican la revuelta y crispación popular. Es la sonorización del espíritu de lucha y la incertidumbre de un resultado, aunque el revolucionario estaba convencido de que la Historia estaba de su parte. La gran incógnita en la croisette pasa por saber si Che tendrá distribución o si irá directo a DVD. De todos modos, dividirla en dos partes debilitaría el conjunto, pues existe una suerte de sujeción estructural de una respecto de la otra.

Sospecho que Che no tendrá ningún adherente en la casa blanca, y tampoco en los colegios de nuestro país. No es ni una película ideológicamente cándida ni un film inspiracional. La primera parte se articula a través de un selección no lineal y arbitraria pero políticamente significativa de distintos momentos del Che en la lucha de por la revolución cubana, aunque todo el relato se condensa en la toma de Santa Clara, a fines de 1948; es decir, lo que precipitó la derrota de la dictadura de Fulgencio Batista. Hay un montaje cruzado entre acción y justificación politíca y filosófica que lleva constantemente a ver episodios de lucha atravesados por una entrevista en Nueva York que Guevera tuvo con una periodista, matizada y fortalecida por fragmentos del discurso del Che en la Naciones Unidas, el 11 de diciembre de 1964. Bizarra e instintivamente marxista, Che expone el ABC revolucionario (reforma agraria, nacionalización de los medios de producción, internacionalización de la revolución) sin gran desarrollo o problematización alguna, pero sin malversación. Los puristas habrán de despotricar sobre cómo el film retrata la relación entre Cuba y la Unión Soviética; los meticulosos y escépticos, el tono acomodaticio respecto a cómo se retrata la relación del Che y Castro. Lo que nadie podrá discutir es que Sodebergh ha hecho una película de naturaleza antiimperialista, y en ese sentido su película es una anomalía indescifrable, aunque pletórica de lecturas y derivaciones contemporáneas que van más allá de la isla y llegan hasta Medio Oriente. En algún momento el Che postula el beneficio indirecto de cada invasión: refuerza la identidad del pueblo invadido.

El Che de Benicio del Toro es mucho más que una excelente caracterización. Su español no es neutro como se ha dicho en algunos medios. Es una mezcla de español argentino y cubano que nunca suena forzado. A diferencia de esta nueva tendencia mimética para componer personajes históricos, Del Toro canaliza más una interpretación universal de lo que pudo haber sido la subjetividad de Guevara. Su Guevara cree en la humanidad, última sentencia que pronuncia, y si bien no es precisamente una figura sin contradicciones, siempre intenta vivir de acuerdo a un ideal revolucionario, según él, el punto más alto en la escala evolutiva de un ser humano. Ello no implica que Guevara no esté dispuesto a pegarle un tiro a un traidor, tras el veredicto de un tribunal revolucionario. El radicalismo político de Guevara proviene de un fanatismo privatizado, asfixiante pero no desprovisto de goce, cuya asma es una configuración psicosomática de un sujeto que vive al límite de sus posibilidades. Sea cual fuera la razón, no hay sacrificios inocentes por la humanidad. En un pasaje clave se sintetiza la concepción del individuo que Guevara adscribía: uno se constituye a partir de los múltiples efectos dependientes de un conjunto de variables sociales y económicas que pone en juego el orden de posibilidades para que todo individuo pueda llegar a ser quien es.

Soderbergh ha hecho una película clásica. Su film pertenece a otro tiempo. Quizás por ello remita tanto (en la toma de Santa Clara y en la segunda, en el retrato de la vida cotidiana de los combatientes en la selva boliviana) al segundo y tercer episodio de Historias de la revolución, el primer largometraje de la revolución y del Titón Gutiérrez Alea. Incluso la banda de sonido compuesta por Alberto Iglesias parece versionar los acordes y motivos musicales de Leo Brouwer, Carlos Fariñas y Harold Gramatges.

Estéticamente radical y políticamente herético para el cine norteamericano actual y comercial, el único momento iconográfico se ve a los 50 minuto de metraje. En un pasaje, por la luz del fuego en el reflejo de la noche, se «pinta» de rojo a todos los revolucionarios mientras se lleva adelante un juicio que compromete el error de un superior. Cuando habla Guevara su rostro deviene rojo, lo que parece una reproducción viviente de esas banderas que suelen verse con su cara en la mayoría de las manifestaciones populares.

Después el dilema: ¿cómo filmar la muerte de una leyenda? La decisión estética es notable y arriesgada. No se verá la reproducción del eternizado Guevara de la foto tomada por Freddy Alborta: Se verá directamente cómo puede haber visto el Che su propia muerte. Soderbergh elige un plano subjetivo heterodoxo. Su vida se apaga en un fundido en blanco. Más tarde, el cadáver de Guevara es trasladado en helicóptero y se escucha la canción Valderrama en versión de Mercedes Sosa.

Steven Soderbergh ha hecho una buena película, nada más. Y eso hay que pensarlo más allá de la simpatía y antipatía que se tenga con Guevara y la revolución cubana. El film de Sodebergh, de estrenarse en su país, quizás logre doblegar o poner en riesgo el record (y único valor) de La pasión de Cristo: que los norteamericanos vean películas con subtítulos.

Todo empieza bien en La mujer sin cabeza, la tercera y esperada película de Martel: un accidente habrá de condicionar la totalidad del relato.

Como en toda película de Martel, hay una mirada filosófica sobre el mundo que nos rodea y una cosmovisión que se repite: los cuerpos comportan un código de clase, la familia se concibe como una institución decadente, el catolicismo está presente como reliquia cotidiana, y a eso se suman las perversiones secretas pero no del todo liberadas del erotismo consanguíneo y la seducción entre clases sociales inconmensurables. Siempre puede haber un testigo, un sirviente que está mirando la vida de los patrones. O masajear a la patrona y servirle, siempre servirle.

El famoso oído musical para los diálogos de Martel se patentiza en esos momentos muertos propios de la interacción familiar: antes de salir para algún lugar, en la preparación de una comida, o remojándose en una pileta. Las piscinas, otra obsesión de la directora, que ve en el agua una amenaza de los límites de la identidad corporal, un medio propenso al contagio, un caldo ontológico en el que se debilita la soberanía orgánica.

Pero La mujer sin cabeza es, esencialmente, un cuento moral, que recién alcanza a su mayor esplendor en sus últimos 20 minutos. Todo pasa por saber si en aquel accidente la heroína atropelló algo más que a un perro. El film es un thriller herético, pues las huellas del terror están prácticamente escondidas, estranguladas, pero están, y le tocará entonces al espectador convertirse en un detective. Por lo pronto, los datos mínimos que Martel proporciona, permiten sospechar y hasta aventurar que la mujer sí tiene una cabeza, y lo que constituye su mundo simbólico podría hacer intercambiable la muerte de un perro por la de un negro. Poco importa que se la silbe o se la consagre en tres días. La mujer sin cabeza necesita de espectadores que piensen con sus cabezas.

Copyleft 2000-2008 / Roger Alan Koza

Fotos: 1) Anouck Margueritte, la modelo del póster; 2) fotograma de Che; 3) fotograma de Che; 4) fotograma de La mujer sin cabeza.