CAROL

CAROL

por - Críticas
03 Feb, 2016 04:05 | comentarios

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Koza

EL TIEMPO Y EL DESEO

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Carol, EE.UU., 2015
Dirigida por Todd Haynes. Escrita por Phyllis Nagy.

*** Hay que verla

Uno de los grandes estrenos del año, una película a contramano de todo lo que se suele estrenar en los cines comerciales.

Una mujer de clase media alta está a punto de divorciarse. Nueva York luce invernal, la Navidad está cerca. Apenas una importante tienda en Manhattan abra sus puertas, ella buscará comprar algo para su pequeña hija. La empleada que la atenderá será solícita aunque jamás melindrosa, como suele demandar el comportamiento requerido en la lógica asimétrica entre clientes y empleados. Pero como se podrá verificar y comprender por la progresión dramática de la escena, el trato tampoco será frío y desinteresado. En ese momento, ni Carol ni Therese pueden saber que juntas vivirán una historia de amor, pero sí lo sabe Todd Haynes, que asume la responsabilidad de filmar el nacimiento del deseo y su gestación casi imperceptible.

La secuencia en cuestión es el encuentro y el primer cruce de miradas entre las dos mujeres, que tiene lugar inmediatamente después de la apertura, en la que se las ve almorzando en un restaurant lujoso y cuyo tiempo en el relato es posterior. Ese preámbulo también será el cierre, una forma circular del relato que está unido por un largo flashback que es el filme en sí.

Antes de contextualizar esta historia de amor en el estrecho orden simbólico propio de su tiempo, es menester insistir en esa colisión de miradas de la que surge un amor, el delirante instante en el que un radical desconocido empieza su transición subjetiva frente a la mirada para convertirse en el futuro testigo de la propia intimidad. Toda la escena es sencillamente genial por su precisión. Cada detalle cuenta: el gorro navideño que lleva puesto Therese, los guantes de Carol, que quedarán apoyados en el mostrador, la introducción paulatina de la otra en el respectivo campo visual, los movimientos del conjunto que acompañan el centro de gravedad narrativo de la secuencia.

Los extras, los colores, la música, todo conspira aquí para que el ciego azar reúna a las amantes, como si contradijera su naturaleza y dibujara un destino ineludible. Enamorarse: sentirse inesperadamente atraído por un signo que un otro desconocido emite y respecto del cual querer desentrañarlo llega a ser una necesidad imperiosa. Carol dirá en dos oportunidades sobre Therese que es un ser de otro planeta.

El clasicismo de Carol habilita el despliegue lento del enamoramiento. La escena más hermosa del filme tiene lugar en la primera media hora. Therese acompaña a Carol a comprar un árbol navideño y luego visitará su casa. Carol maneja, Therese la observa y en un momento pasan por un túnel. Desde el punto de vista de la acción no sucede nada importante; sí desde el punto de vista sensorial: las cuerdas que suenan como suplemento sonoro de la escena se cruzan con la música que se oye en la radio del automóvil. De pronto, la yuxtaposición sonora se duplica a su vez en un enrarecimiento visual: los planos se suceden en pausados fundidos; el sonido y la imagen entran en trance por unos segundos hasta que el auto sale del túnel. Es difícil saber por qué Haynes elige esa modalidad formal, pero la sensación que transmite la secuencia es bastante parecida a la que se experimenta frente a un primer encuentro convenido con el ser amado en el que las referencias del mundo se trastocan. El espectador atento, además, podrá constatar entonces un cambio inmediato en la textura de la imagen ni bien se salga del túnel. Es un momento clave, pues coincide ese éxtasis amoroso con la primera foto que Therese tomará de Carol. Se trata de un doble evento para la joven: su muda vocación y el objeto de su deseo se reconocen en un mismo momento.

A esta altura es necesario decir que Carol está inspirada en la segunda novela de Patricia Highsmith titulada Carol, o el precio de la sal, y que en el tiempo de su publicación (principios de la década de 1950) el amor que no se puede nombrar (entre mujeres) no gozaba de la aceptación liberal que puede eventualmente darse en nuestro tiempo. La sociedad estadounidense de Carol estaba emplazada en un período de posguerra signado por un optimismo circunspecto, una moral todavía muy lejos de la contracultura de los ‘60 y una no declarada paranoia de Guerra Fría.

Si bien el contexto histórico es un fondo casi inadvertido, como si la época tuviera solamente que enunciarse majestuosamente a través del mobiliario y la indumentaria, hay indicios suficientes del conservadurismo cultural en cómo concibe el marido de Carol la “desviación” de su esposa y el esquema jurídico en el que se apoya para quitarle la custodia de su hija. El lesbianismo en ese tiempo resultaba inaceptable para el legítimo ejercicio de la maternidad. Al mismo tiempo, la paranoia de la época se puede inferir de una escena tardía en la que el espionaje no tendrá directamente por objetivo cazar comunistas, del mismo modo que la ingenua y endeble felicidad consumista se sobreentiende en la escena de la tienda ya aludida.

Este agradable filme sobre la subjetividad femenina en clave lésbica, compañía perfecta de Lejos del paraíso de Haynes, no sería lo que es (incluso cuando para su director la importancia de los objetos y los espacios es determinante) sin las magníficas interpretaciones de Cate Blanchet como Carol y Rooney Mara como Therese. Lo que sucede entre ellas excede al publicitado momento de sexo, cuyo erotismo está precedido y preparado por la forma en la que Haynes sigue la evolución del deseo, ya que en cada mirada que se dispensan las amantes se adivina ternura y voluptuosidad. Lo que importa aquí es que todavía alguien sepa filmar el deseo y que existan intérpretes a la altura de ese deseo.

Una objeción frente a esta maravilla reside en la falta de equilibrio y en la eventual tensión entre el retrato de clase y sus diferencias y la legitimidad de la homosexualidad femenina respecto de una sociedad intolerante y puritana. Los límites de la moralidad de aquel tiempo se materializan en cada acto y palabra proferida. Es distinto lo que sucede con la inarticulada diferencia que existe entre la opulencia de la forma de vida de Carol y la austeridad con la que vive Therese. En este sentido, hay una suspensión narrativa de la política, o una sustitución de una mirada política a secas por una conveniente política de la identidad. Hay una escena contundente de esa inconsistencia e inconsciencia: la primera visita de Therese a la casa de Carol no conlleva ni siquiera asombro frente a una disparidad ostensible entre su vivienda y esta mansión; otro indicio posible de esa distancia material pasa por un regalo muy significativo de Carol a su amante, en el que se sintetiza una vez más la distinción de clase.

Más allá de este último señalamiento, quedan pocos cineastas clásicos, y Haynes es uno de ellos. Filme demasiado hermoso y delicado para nuestra época de romances prefabricados, la delicadeza física de cada plano de Carol y la agradable parsimonia con la que se desenvuelve su relato resultan ajenas a una cartelera embotada de superhéroes y relatos de experiencias extremas. Que todavía se estrenen películas así es tan extraño como en aquel tiempo lo fue que una mujer pueda amar a otra mujer. El cine clásico es la transgresión de nuestro tiempo.

Este texto fue publicado por la revista Ñ en el mes de enero 2016

Roger Koza / Copyleft 2016