CANNES 66 (06): DE NAZIS Y PUTOS

CANNES 66 (06): DE NAZIS Y PUTOS

por - Críticas, Festivales
22 May, 2013 04:11 | comentarios
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Sodebergh y Douglas

Por Roger Koza

En Cannes pasa de todo, pero por ahora afuera de los cines: en la salida del hotel Martinez los carteristas no paran. Esperan a los voyeristas de estrellas y en el amontonamiento cada dos por tres se escucha “¿Dónde está mi I-Phone? Es zona de robos, pero ocurre en todos lados. Los ladrones que robaron un millón de euros en joyas tal vez hayan visto el extraordinario comienzo de Femme Fatale, de Brian De Palma. Las idas y vueltas entre la ficción y la realidad son parte de la lógica del cine. Aquí ya están los anuncios de un filme sobre el Papa Francisco: “El nacimiento de la esperanza” sería su título.

El biopic es el género cinematográfico en el que se intenta retratar y sintetizar una vida real. La última película de Steven Soderbergh, Behind the Candelabra, su elegía del cine, gira en torno a la vida de Liberace, el gran pianista y showman estadounidense que fue el primero en mirar directo a cámara en la televisión y que hizo del kitsch una estética del desparpajo. Se trata de un recorte temporal que va desde 1977 hasta su muerte, y la atención pasa se centra en la relación amorosa con Scott Thorson. El trabajo de Michael Douglas como Liberace es notable, lo mejor en su carrera, y Matt Damon, como su amante, acompaña a la altura de las circunstancias. Verlos tener sexo y besarse, desnudos y pasados de kilos, hermosamente decadentes, es uno los puntos más fuertes de una película ligeramente mecánica cuya fuerza reside en sus personajes y no tanto en la puesta en escena o los eventos dramáticos: una historia de amor entre un hombre mayor y un joven, el fin de un vínculo amoroso y la muerte del cantante a causa del SIDA.

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Behind the Candelabra

Para muchos Behind the Candelabra es una elegía digna para que Soderbergh se despida del cine. ¿Será cierto? Excepto por un par de planos secuencia en la mansión de Liberace, la mediocridad de este biopic es interceptada por el magnetismo de sus personajes. El gran momento de la película es la primera aparición de Douglas como Liberace. Ese sí que es un pasaje inolvidable: Liberace, que tiene ese don de la palabra disociada de la interpretación del piano (un poco como René Lavand y sus cartas), interactúa con su público que lo ovaciona y reacciona a sus indicaciones. Es un ida y vuelta increíble, y una buena medida para detectar la clase de un cineasta: la aparición de un personaje en la primera escena en una película debería ser siempre un ritual, una iniciación esporádica entre imperceptible pero ostensible en el que hace aparición quien será nuestro guía por un tiempo. Es hermosa la aparición de Liberace, y esa secuencia sí es notable y bien sirve para entenderla como la despedida de un director con muchos altibajos pero siempre dispuesto a probar y experimentar.

A último momento, Wakolda, de Lucía Puenzo, fue incluida en la sección oficial Una Cierta Mirada. En un año con ausencia notable de cine latinoamericano, la tercera película de Puenzo contrarrestaba un poco la gran hegemonía del cine estadounidense y francés.

Como suele suceder, la presentación estuvo a cargo de Thierry Frémaux; casi como si se tratara de un festejo, el director artístico de Cannes le recordó a la audiencia que el dictador Jorge Rafael Videla había muerto en estos días y algunos respondieron con un aplauso. Después subió toda la comitiva argentina, entre ellos Lucía Puenzo y su padre, Luis, y el actor que interpreta a Josef Mengele, Àlex Brendemühl.

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Wakolda

Si bien el tiempo histórico de la película corresponde al gobierno de Frondizi, la relación entre los nazis de Bariloche y la dictadura argentina es de público conocimiento. La fotógrafa (y espía) que interpreta Elena Roger tiene un expediente con la foto de Priebke. Quienes hayan visto Pacto de silencio, el extraordinario documental de Carlos Echeverría sobre el caso Priebke, reconocerán de inmediato los puntos en común: en Bariloche los nazis la pasaban bastante bien.

Narrativamente clásica, la película de Puenzo cuenta la historia de una familia que regresa a Bariloche, entre otras cosas a poner en marcha un hotel. La hija más chica de 12 años no ha crecido lo suficiente y en la escuela es motivo de burlas. La mitología de la superioridad aria tiene aquí su expresión “inocente”, pero del complejo que vive la niña Mengele probará de todo: un tratamiento de crecimiento con ella, un experimento con los mellizos que lleva su madre en el vientre, y algunas otras pruebas en una clínica improvisada en una casa cercana.

Demasiado convencional para que en Cannes se lleve un premio, Wakolda, basada en la novela homónima de la directora, es una película correcta y ambiciosa con varias lecturas posibles. Justamente su problema no es diferente, en términos conceptuales, a los que tiene que resolver en su delirio el científico del Füher.

La obsesión por la perfección se duplica en la puesta en escena: el diseño de arte es admirable, la reconstrucción del tiempo histórico notable y todos los intérpretes hacen un trabajo convincente. Y aún así la perfección impuesta por una propuesta que apunta bien arriba y por todo funciona como un teorema irrespirable. Es aire lo que no tiene Wakolda, pues las películas necesitan imperfección y azar. En ese sentido el cuaderno de notas obsesivos de Mengele repite una obsesión que cierra el film a todo espacio de inestabilidad y ambigüedad. De allí se predica, un problema mayor: la falta de contexto. ¿Por qué los nazis están allí? ¿Por qué están cómodos en ese paraje y no en otro? El gran fuera de campo es lo otro de lo nazi, los barilochenses, y en ese sentido el personaje de Diego Pereti no puede hablar en el nombre de los otros.

Roger Koza / Copyleft 2013