CANNES 2022 (09): PLANOS DE FE

CANNES 2022 (09): PLANOS DE FE

por - Festivales
27 May, 2022 09:16 | Sin comentarios
En ACID CANNES, Damien Manivel estrenó su películas más misteriosa y personal.

La palabra “radical” se emplea para decir tantas cosas que en ocasiones es lo mismo que no decir nada. El empleo del término forja el malentendido, predispone a la sospecha y en ocasiones da risa. El presentador enfatizó el concepto en la bienvenida, y después de la proyección de la película insistió con él. Se refirió a Magdala de Damien Manivel como una película radical y extendió el atributo al cineasta.

En su entendimiento es probable que la radicalidad de la propuesta resida en que el retrato de los últimos días de María Magdalena en nuestro mundo y su ascensión a los cielos prescinda prácticamente de la palabra y la trama avance sin una progresión dinámica con los picos dramáticos acostumbrados. También lo puede haber llevado a decretar la radicalidad razonar que la composición de los planos, casi todos fijos y extensos, son inusuales y pueden ser confundidos con pinturas en movimiento. Puede haberle llamado la atención la inmovilidad de los personajes en los planos. Pero razonar una estética como radical teniendo en cuenta los elementos aludidos, más que un intento de pensar el interior de una poética, es un comprensible atajo, insuficiente, elegantemente estéril.

Las películas de Manivel son bastante disímiles entre sí. La palabra puede ser decisiva en algunas, en otras lo son los movimientos corporales, y pueden combinarse en una misma película esos dos rasgos regulares de su poética. Sin embargo, en Magdala no tienen importancia ni la palabra ni el movimiento. La inmovilidad y el silencio dominan la escena.

Todo el esfuerzo acá remite a una intuición: filmar los gestos que puedan revelar el alma de su personaje. Magdala no es una mujer entre otras, por lo que no se trata de una gestualidad ordinaria. Esa mujer ha amado a quien dijo ser el hijo de Dios. Por él ha perdido absolutamente todo, en una entrega sin recompensa. Si hay en su porvenir un instante de gracia, no es de su incumbencia saberlo. Ni siquiera hay indicios de un cálculo espiritual de esa índole por su parte. Amó, lo dio todo.

La poética de Manivel experimenta acá una contracción sin atenuantes porque la concentración sobre el nacimiento del gesto requiere atender atómicamente a lo que está frente a cámara. Los ojos, las manos y los pies de la mujer que amó a Cristo tienen que plasmar, no representar, ese amor incondicional y asimétrico entre una criatura de la carne y una manifestación del Verbo en la carne. En otras palabras, Manivel tuvo que pensar cómo se desplaza la expresión estética hacia al mundo del espíritu para traducirlo en alguna huella física que pueda filmarse con la meta de tantear una dimensión suprasensible.

Elsa Wolliaston vuelve aquí como protagonista casi excluyente de Magdala. La actriz, bailarina y coreógrafa de 76 años determinante en los últimos tramos de Los hijos de Isadora es quien tiene el desafío de canalizar la mítica figura teológica, tal vez más controversial entre todos aquellos que fueron cercanos al Señor. Que sea negra y una mujer de edad disloca la recepción, pues con el tiempo la figura de esa mujer bíblica se ha impuesto en el imaginario universal como una mujer joven y hermosa (y deliberadamente blanca en el cine). La actriz es una presencia. Las manos y los pies de Wolliaston tienen el tiempo físico inscriptos en la piel; en los surcos y las líneas innumerables de sus extremidades se delinea un cruce de lo más propio (porque son sus manos y sus pies) y de lo universal (porque el primerísimo plano recorta la relación de identidad con las manos y los pies y los reenvía como signos privilegiados de la especie).

Para los apurados en categorizar y poco hechos de paciencia para mirar, Magdala es una instalación y no una película hecha de imágenes y sonidos. Con menos apuro y más paciencia, se puede seguir perfectamente cómo los planos de Manivel también están al servicio de una secuencia y asimismo de escenas que dirigen pausadamente todo lo que sucede hacia un destino. En una película como la de Manivel, el telos no puede ser otro que el cielo, pero ese destino se alcanza paradójicamente observando con suma atención la vida en la Tierra y honrando el milagro de que la materia haya conquistado incluso la conciencia. De los planos de inicio en que se contempla un bosque hasta los planos de nubes que anuncian el pasaje hacia el otro mundo, Manivel escenifica el viacrucis de su personaje con pleno dominio de la dirección del relato: Magdala camina, recuerda, espera, descansa herida en una cueva, duerme, se eleva, trasciende. Nada es más lineal que el cristianismo.

El momento decisivo y más trabajoso en la película es aquel en que la propia Magdala decide despojarse todavía más después de años de haberlo perdido todo. ¿Faltaba algo? En el pensamiento religioso, en el sentimiento de lo radicalmente otro, quizás sí. La anciana entiende que ha llegado el tiempo en que debe entregar incluso el centro neurálgico del amor. Manivel no vacila y llega a filmar el corazón de la mujer. Es una escena que se prepara secretamente desde el inicio y expresa todo lo que significa la violencia necesaria que requiere ese sacrificio. La cámara atestigua, pero puede hacerlo porque antes, durante y después ha sintonizado con la benevolencia de una religión inspirada en un amor sin límite. En efecto, la piedad sobrevuela cada plano de Magdala, porque mientras no se manifiesten los signos que emite el cielo, la cámara tiene el deber de contrarrestar la desolación de la más leal de quienes conocieron a Cristo en la intimidad, la mujer capaz de despedazar su corazón por el único amor de su vida. 

No hace falta ser creyente para filmar lo religioso ni tampoco para quedar estéticamente cautivado por una experiencia que no admite cinismo ni descreencia (en el cine). Que un plano transmita misericordia o empuje al ateo a ser partícipe de fantasías verticales se debe paradójicamente a que el arte cinematográfico es esencialmente materialista. Los anhelos de trascendencia, como los horrores del inconsciente, tienen materia y forma y parecen conquistar un estatuto de existencia. El film de Manivel es lo más parecido a una conversión para quien es incapaz de mirar al cielo y sentir que ahí habita Alguien que puede escuchar cuando el desamparo es invencible. Para el creyente, con seguridad, es una hermosa traducción de la fe, tal vez heterodoxa y por eso también más auténtica. 

Roger Koza / Copyleft 2022