CANNES 2016 (01): LA FAMILIA DE LOS AUTORES

CANNES 2016 (01): LA FAMILIA DE LOS AUTORES

por - Críticas, Festivales
12 May, 2016 03:02 | comentarios

22x30-300dpiPor Roger Koza

Cannes es una gran familia. También es una pirámide. La pertenencia al club tiene escalonamientos precisos. A los críticos, por ejemplo, se los agrupa por categorías. Los máximos elegidos son los que llevan en su pecho una credencial blanca. Pasan sin hacer fila, se les reservan asientos y gozan de privilegios que los neófitos que llevan la credencial amarilla –la menos distinguida– ni siquiera se imaginan. Para estos últimos, la espera paciente antes de una función significa en ocasiones aguantar hasta último momento. La crueldad del destino se suele sentir en esos casos. Si llegan a entrar a la sala Debussy o Lumière les puede tocar una butaca tan alejada de una posición razonable para ver un film que la cuestión misma se transforma en una experiencia perceptiva. Ciertos lugares incitan a creer que la película se proyecta en un espacio curvado. Los privilegios y los impedimentos son verificables.

Para los directores, el asunto es bastante similar. Hay aquí un sistema de pertenencia delimitado por la trayectoria y una presunta obra que avala el derecho de piso. Algunos nombres no faltan nunca. Pueden hacer un mamarracho y estarán igual. Pedro Almodóvar, Jim Jarmusch, Ken Loach, incluso el joven Xavier Dolan, son vitalicios, con méritos (o deméritos) inconmensurables en cada caso, pero si han filmado algo nunca quedarán relegados. Otros directores tienen que dar pruebas de su fe y de su importancia. Aleksander Sokurov y Marco Bellocchio aparecen y desaparecen sin ningún motivo aparente que dé cuenta de la presencia o ausencia respectivas. A veces están, otras veces no.

Como en todas las grandes familias, hay discusiones y disputas. A un cineasta se le ofrece una sección y no siempre coincide con las expectativas. Nunca sabremos por qué ciertas películas quedan afuera y otras injustificadamente tienen un lugar en la competencia. Cada tanto salen a la luz algunas historias que confirman las sospechas de muchos: existen los negocios, las negociaciones, los aprietes y las amenazas. A todo familiar se le puede decretar su destierro. ¿Volverá algún día el niño terrible del cine danés? Desde su ridículo exabrupto narcisista filonazi, Lars von Trier solamente podrá regresar al club de los autores o a la gran familia del cine si filma algo como La vida es bella. Lo ideal sería que luego no intentara explicarla.

Para los nuevos, la experiencia es otra. Pronto, Francisco Márquez y Andrea Testa podrán contarlo. Llegaron sin imaginárselo, casi milagrosamente; una noticia portentosa, a mediados de abril, llegó a sus oídos: estaban en Cannes, ya que La larga noche de Francisco Sanctis era una de las películas elegidas para Un Certain Regard. Son pocos los seleccionados sin representantes, y uno de los más grandes cineastas contemporáneos, que no está en este festival desde 2006 (o 2009, si la Quincena de los Realizadores cuenta) me decía: “Sin un agente de ventas yo no podré estar nunca más en Cannes”. Pero el caso argentino es la excepción que necesita el sistema para oxigenar sus aceitados mecanismos de selección, que incluyen ademanes casi mañosos y nepotistas. Por cierto, quienes han pasado por ahí dicen que el bautismo es verbal. Al director elegido le harán saber bastante rápido que desde ahora en más pertenece a la familia canina. Fidelidad y obediencia, virtudes indispensables de los elegidos. Nada se explicita, pero todo se entiende. Por otro lado, ¿quién no quiere estar en Cannes? Los cineastas saben muy bien que el Dios de los Lumière atiende en el sur de Francia, y frente a eso la conveniencia mitiga la desobediencia. Cannes es La Meca, un Xanadú de nombres propios, la mansión del cine a la que ingresa una minoría, el Vaticano de los autores. Peregrinar al sur de Francia es el sueño de todos.

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Café Society

Woody Allen vuelve a inaugurar el festival con una de sus películas anuales. La última que pasaron aquí como película de apertura era del género turismo cultural y transcurría en Francia. A Café Society no la auspicia ninguna municipalidad o secretaría de turismo, y es por eso que Allen prescinde de la postal y prefiere viajar al pasado (de la industria del cine), una región imaginaria en donde se siente cómodo. Pero antes de hablar de Allen es conveniente desviarse un poco. Hablemos de una actriz hermosa, digamos algo de una presencia cinematográfica clásica que ningún guión puede concebir.

Llegó caminando con un vestido discreto a la conferencia de prensa. Si no estuviera ahí, investida por el glamour del cine, ella podría ser una más entre los periodistas que esperan por Allen y el elenco de Café Society. Pero Kristen Stewart tiene en pantalla lo que toda estrella de cine necesita transmitir, eso que por aquí se llama un “je ne sais quoi”. Ese “no sé qué” tiene un nombre en el cine: fotogenia. Cada aparición de Stewart es un plus de hermosura que está por encima del ampuloso diseño de arte del film, que revive la década del ‘30 en Nueva York y Los Ángeles con la eficiencia propia de un presupuesto holgado.

La elegancia es evidente en Café Society. Esta historia de amor fallida entre un joven neoyorkino que llega a Hollywood con deseos de progresar al lado de su tío, un famoso productor de cine, y la secretaria (y amante) de este último, pertenece en la obra del director a sus películas ligeras, las menos celebradas y canónicas. Nada del turismo obsceno ni del existencialismo pesimista característico de sus films recientes; la trivialidad amable de la trama apenas alcanza para un par de chistes sobre judíos, el mundo del espectáculo y del hampa, y alguna que otra meditación irrelevante pero sensata sobre los vínculos amorosos. Leer el propio deseo es una tarea casi imposible; obedecer a él, una verdadera proeza del espíritu.

En el fondo, de eso se trata Café Society, de cómo se desoye y desobedece la ley del deseo, y el magnífico fundido encadenado en el que los dos amantes se reúnen en el plano, durante el desenlace, es justamente la representación exacta en la que se localiza la traición del deseo. La escena es inequívoca: ambos personajes adquieren una mínima clarividencia emocional que revela a quién y qué quieren, y es obvio, a su vez, que en ese nuevo año que se festeja los dos están amantes están solos, aunque cada uno esté con su respectiva pareja.

Hay una diferencia notable entre Café Society y otras películas recientes del director. La pereza formal de sus precedentes films queda eludida desde el plano inicial hasta el último. El travelling lateral con el que empieza el film, algunos encuadres virtuosos para filmar curiosamente un par de asesinatos y el fundido encadenado que antecede al plano de cierre, ya aludido, que empieza en el rostro de Stewart y es sustituido por el de Jessie Eisenberg, están entre lo mejor del último Allen en materia cinematográfica.

Es cierto que el travelling sobreactúa un poco en Café Society, a tal punto que un sinnúmero de escenas empiezan con un travelling hacia delante, como si se tratara de un dogma. El movimiento de cámara, una marca obsesiva de la puesta en escena que regula la mayoría de las transiciones entre escenas, viene siempre acompañado de algunos motivos musicales de jazz que dinamizan el relato. La fluidez es programática, como la menudencia de la trama y el decorado y la reconstrucción de época, que compensan la simpática trivialidad de todo lo que sucede. Poco y nada. Allen da vueltas sobre el deseo y no llega a decir mucho, y cuando lo intenta los lugares comunes están acechando.

Café Society seduce y así convence, pero no es para tanto. No es otra cosa que una antología de pequeños inconvenientes amorosos, con algunos toques estetizados que abarcan incluso la vileza criminal mafiosa de la época y bien podrían pertenecer a otra película.

Sieranevada

Si la puesta en escena es caprichosa en Allen, un estilo decidido para asombrar a la platea, la organización del punto de vista en Sieranevada dista de ser un antojo del cameraman y un recurso estilístico destinado solamente al placer visual. En la nueva película de Cristi Puiu, la posición de la cámara quizás coincide con la de un muerto que espía la vida de quienes lo sobrevivieron. La hipótesis de esta posible mirada espectral es extradiegética; sitúa al que mira, no a los que son mirados. Sin duda, afirmar ese procedimiento bajo esta interpretación puede conducir a una sobreinterpretación indecorosa, pero ese movimiento pendular con el que se siguen los desplazamientos de todos los personajes estimula una lectura de esa naturaleza.

El argumento dice: en la tradición rumana un muerto deja el mundo de los vivos tras 40 días de su deceso. El relato se sitúa en ese último día del paso del difunto por el limbo. No sabemos si el muerto es el que mira. Lo que eventualmente vería es la reunión de despedida de toda la familia. La forma elegida para seguir los cruces entre los personajes y los diálogos entre estos lleva a postular un observador invisible que presta atención a medida que los personajes van de un lado al otro. En efecto, preguntarse por el punto de vista en Sieranevada es tan pertinente como sentir curiosidad por el título elegido, el cual poco parece relacionarse con el desarrollo dramático del film. Las indicaciones del propio Puiu son insuficientes: ha dicho, entre otras cosas, que el nombre de su película se relaciona con una cadena montañosa que remite a los bloques de edificios soviéticos, y esa indicación –según él– es la más pertinente. El significado del título es lo de menos: lo que importa no es la referencia sino el referente, la película.

De los sesenta y pico de planos que constituyen Sieranevada, cuya duración alcanza casi tres horas, el plano de apertura es una declaración de principios (estéticos): el automóvil de Lary, el médico protagonista del film, está mal estacionado en la vía pública. Tiene que dejar en cuidado a uno de sus hijos, un poco antes de asistir a una reunión familiar en la que se honrará a su padre, que ha muerto. Tres días han pasado de los asesinatos en la oficina de redacción de la revista semanal Charlie Hebdo, de lo que se hablará bastante poco, ya que el evento histórico del siglo XXI por excelencia será considerado el 11 de septiembre. El ataque a las Torres Gemelas es leído aquí como un acontecimiento mundial. No cambió la vida de Estados Unidos, sino la de todos los países del mundo, afirma uno de los personajes.

La escena es magnífica porque pone en marcha una deliberada poética que se aplicará tanto a los lugares abiertos como cerrados. Sieranevada transcurre esencialmente en un departamento familiar precedido por este plano inicial en la calle, además de dos escenas tardías que también tienen lugar en la calle. En la segunda ocasión que los personajes estén en la vía pública asomará una violencia social ligeramente contenida. El auto de la mujer de Lary está mal estacionado, y eso parece convocar una forma de impaciencia que raya con una intolerancia grosera. A esa violencia se alude en algunas de las conversaciones que mantienen los familiares durante la reunión. Lo que sucede en la casa no es tan diferente de lo que sucede en las calles de Bucarest.

¿Qué transmite esa bendita escena inicial? Una forma de mirar. La posición de la cámara simula una forma subjetiva de atención, como si se tratara de una presencia fantasmal flotante con fines observacionales indefinidos. La rotación es inadvertidamente constante, una mirada que va de izquierda a derecha y viceversa. El auto sale del cuadro, aparece otro personaje, se discute, otros ruidos y sonidos se entrometen en el espacio visual, una bocina, los motores de otros autos. El encuadre es tan perfecto que en un cierto momento la cámara se detiene y en el fondo del cuadro se divisa una estatua en la que la cabeza de un prócer homenajeado en una plazoleta permanece visible combinándose geométricamente en el espacio visual con un aire condicionado que está más cercano al lugar de observación. Es fascinante. Ese procedimiento formal se repetirá en cada encuadre interior: los objetos domésticos, las puertas que se abren y cierran, la música que suena en la radio y cuya omnipresencia constituye un zumbido de fondo inestable enrarecen la vida doméstica, doblegan la perpetuación de su naturalidad.

El trabajo formal es justamente lo que desnaturaliza el orden doméstico y conjura parcialmente el costumbrismo. ¿Cómo filmar escenas familiares sin ceder a esa forma de representación rancia que clausura, apelando a las más temibles certidumbres, los lazos familiares anclados en una cultura sin fisuras? Digo parcialmente porque no basta con imputar formalmente la escena familiar. Puiu lo entiende bien; la comicidad soterrada que sobrevuela siempre en casi todas las escenas es parte de una intención precisa: hay que desestabilizar la unidad familiar que solamente puede ser examinada si la institución no se presenta como una esencia platónica y amorosa que refleja la composición microscópica de la sociedad. El costumbrismo es un platonismo, una esencia que protege. Es por eso que la conversación varía entre penosas confesiones, sospechas paranoicas sobre el orden del mundo, un revisionismo histórico sobre el pasado comunista del país y vaguedades de la vida cotidiana. La familia es aquí una red de conversaciones inconclusas en donde circulan secretos, combates, deseos, creencias comunes y dispares que vienen desde afuera y no permiten convalidarla como refugio en el que todos militan por un apellido.

Hay escenas inolvidables y algunos chistes notables en Sieranevada. El sacerdote que visita la casa para oficiar la ceremonia religiosa habilita un par. ¿La teología y la comedia de la mano? La llegada y la partida del religioso vienen intervenidas por el humor, lo que neutraliza cualquier atisbo de solemnidad que pueda establecerse una vez que empiece el rito, pletórico de canciones con variaciones tonales de una singular belleza. La presencia de una joven adicta de Serbia es otra genialidad del guión. Recogida por un miembro juvenil de la familia en la calle, la joven tiene apariciones discretas que suelen acentuar en clave de desgracia un costado cómico inimaginable. La paranoia del hermano menor de Lary, que ve conspiraciones en cualquier signo público, introduce y sostiene el malestar político que no es ajeno a la configuración familiar e individual. Esas intervenciones son tan hilarantes como necesarias, es una expresión de lo político en el espacio de la intimidad.

La escena final, una maravilla. Ya se ha conmemorado al padre muerto, se ha hablado mucho, llorado y reído. Los dos hermanos más grandes se sientan a la mesa y empiezan a comer. Otros familiares se acercan a la mesa. Los hermanos, uno médico y el otro militar, se miran y sonríen. Nada dicen, solamente tienen la certeza de que la vida continúa.

Roger Koza / Copyleft 2016