CANNES 2015 (09): LOS MAESTROS DE OJOS RASGADOS

CANNES 2015 (09): LOS MAESTROS DE OJOS RASGADOS

por - Críticas, Festivales
21 May, 2015 05:13 | comentarios
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The Assassin

Por Roger Koza

(Dedicado amorosamente a Roberto Videla)

No sabía de la existencia de una medicina tan eficaz basada en la luz y los colores. Empirismo medicinal cromático. ¿Se llama así?. Uno de los médicos que me ha tratado se especializa en el azul, el verde y el rojo. Es capaz de cruzar en un fundido una escalera mecánica de un shopping después de la salida de un cine con los ventiladores de un hospital improvisado en una escuela y purificarme la percepción en dos planos saturados mágicamente de colores. Nació en Tailandia y viene haciendo películas rarísimas, A menudo filma en hospitales, acaso porque su padres fueron médicos. El otro médico, tal vez hechicero, nació en China pero vivió mucho tiempo en Taiwán. Su especialidad son las escalas de tonalidades que nacen del rojo y culminan en el amarillo. Como las notas en la música india, los intervalos se duplican. Es decir, del rojo al amarillo hay tantos matices que el ojo ve cosas que el cerebro no sabe con qué término reconocerlas. Ha inventado una escala de tonalidades que deben afectar algún tipo de conexión neuronal que predispone a la felicidad orgásmica ocular. No se acaba por el pene sino por los ojos. En verdad, los dos hacen cine, o chamanismo del siglo XXI con imágenes. Vaya a saber uno en dónde han aprendido estos secretos terapéuticos. Pero lo que hacen es ostensiblemente único. Después de estas sesiones, sé que el cine existe. No se terminó aún. He aquí la prueba más contundente en años.

¿Qué decir de una maravilla como The Assassin? Primero que nada, que no tiene nada que ver con ninguna película de wuxia de la que se tenga memoria. Debe haber a lo largo del film más o menos unos cinco enfrentamientos entre espadachines, pero afortunadamente nadie vuela por los cielos, y menos todavía, las peleas cuerpo a cuerpo se filman desacelerando las fuerzas puestas en juego por los luchadores. El abuso de la cámara lenta es para repeticiones deportivas. Sí, como debe ser, los ralentís ampulosos y mecánicos están eliminados de raíz. Es que la lentitud es un principio general que abraza la totalidad de The Assasin, de tal modo que la detención deliberada de una acción para que el ojo pueda mirar resulta innecesaria. Sin embargo, Hou sí toma en dos o tres ocasiones la decisión de prácticamente congelar un gesto. Es siempre después de un enfrentamiento. Lo que importa es el combatiente y la expresión directa de un sentimiento en un ademán, no la trayectoria de sus armas.

La película tiene lugar durante el crepúsculo de la dinastía Tang (618-907), en pleno siglo IX. Dan ganas de decir que Hou descubrió un túnel del tiempo y rodó directamente en el tiempo histórico que fotografía. La poca música que tiene el film es casi siempre (semi)diegética, y la banda de sonido y el concepto sonoro general suenan como si los músicos estuvieran interpretando sus partituras en directo desde Chang’an y en ese siglo. En el inicio, una mujer ejecuta una pieza musical en su Guqin a una velocidad que requiere una precisión mayúscula por los intervalos extensos entre notas. Una vez más, la lentitud es abismal, no menos que la belleza de la escena. La intérprete contará un cuento breve sobre el azulejo solitario que solamente puede cantar si se coloca un espejo frente a su jaula. Esa figura melancólica y de privación de la libertad es la que vive la asesina del título, Nie Yinniang (Shu Qi, que apenas dirá unas palabras en toda la película, siendo, no obstante, un papel de una demanda total).

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The Assassin

De niña, la asesina sublime dejó su hogar para ser entrenada por una misteriosa monja que vive en soledad y apartada en las montañas. Con ella, Nie Yinniang se entrenó en las más finas artes marciales de su tiempo. La impresión es que será eternamente invencible, pero su status de asesina no la libera, paradójicamente, de la obediencia a su maestra. La misión es sencilla: eliminar políticos corruptos y crueles a pedido de su tutora. El dilema pasará entonces por una asignación demasiado cara afectivamente: se le ordenará matar al hombre de quien se suponía sería en algún momento su prometida. Obedecer los mandatos de su maestra, o desoír una orden y resguardar la vida de alguien a quien se quiere. El lema era simple: un asesino no debe ceder jamás a los sentimientos humanos que lo embargan y obstaculizan una misión. Ser rehén del propio corazón es incompatible con la sagacidad y frialdad del asesino. En el contexto de la lucha de poder entre el emperador Tang y su corte, el prometido de antaño será un objetivo a exterminar. La condensación dramática de la película está circunscripta a ese choque entre el deber y el querer.

El inicio, el preámbulo de la historia, es formidable. Se divisan dos burros en una pendiente alrededor de unos árboles. Parece una reencarnación duplicada del querido Balthasar de Bresson. Un movimiento lento de derecha a izquierda vuelve sobre los dos personajes femeninos centrales. La asesina tiene que exterminar a un desgraciado que para obtener más poder mató a sus familiares más directos. Toda una estética se pone en juego: pasar el filo de una daga por el cuello del político en cuestión lleva un segundo. El corte, más que verse, se oye. Al cumplirse con el encargo, el viento soplará en la copa de los árboles. Tardará un poco para la segunda escena de acción. Habrá una lucha entre muchos soldados y la asesina, pero la escena ya tiene lugar en el bosque y después del prólogo. Hou ya deja una indicación: su preferencia por hacer un registro a la distancia. Ese primer enfrentamiento se verá en una panorámica perfecta. De lejos, muy de lejos. La coreografía apenas se percibe. 4:3 y en blanco y negro en el inicio. Lo primero siempre, lo segundo solamente en ese preludio.

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The Assassin

La distancia es aquí antes que nada una poética. En toda la película se verán unos 4 o 5 primerísimos planos de objetos, jamás de un rostro. Este método de registro conlleva un aprovechamiento geométrico del espacio, una economía distributiva del mobiliario y de distintos objetos que hallan su posición y exposición a partir de una concepción general de la luz, su recorrido y el impacto sobre las cosas. Las velas prendidas y la tenue luz externa que proviene del campo visual se combina de tal forma que el perímetro visible del plano funciona como un thangka en el que los entes y los objetos, tanto en sus movimientos como en su insuperable quietud, se van desplazando y desplegando a partir del punto de vista que produce el imperceptible pero constante movimiento de cámara que va casi siempre circulando por ese espacio delimitado. La experiencia es hipnótica y topológica. A estos desplazamientos, Hou los interviene con telas que van dosificando la textura de lo real. En efecto, lo que sucede digitalmente en este film es la demostración más acabada de la supervivencia de una ontología de la imagen cinematográfica que en plena era digital consigue dar con una forma de registro que remite al cine analógico. El hiperrealismo digital es subsumido entonces a otro sentido de la composición. Esta película la podría haber rodado un maestro de la década del ‘30 del siglo pasado. Esto explica el porqué del 4:3.

La nueva película de Hou pertenece a una especie en extinción llamada cine clásico. Los secretos y saberes de ese cine del que ya casi no quedan exponentes le importan poco a una gran mayoría, y son una minoría notable los que resguardan esa devoción por la imagen en movimiento. Es que lo que sucede en The Assassin es verdaderamente de carácter alucinatorio, porque todo, absolutamente todo, está al servicio de esa historia que parece menor pero que no es otra cosa que la estructura propia y el develamiento del poder en general en un contexto histórico que no se elude. Esto no es el limbo, sino una época del mundo que reenvía signos pretéritos a un sistema de corrupción que tal vez no ha sido superado del todo. Es una película fulgurante, irrepetible y de una hermosura pocas veces vista en el cine. Es como encontrarse por primera vez con una película de Mizoguchi o Dreyer y ser uno de los primeros testigos de una obra que, desde ese momento, se sabe que será un clásico hasta el fin de los días.

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Cemetery of Splendour

Es casi una afrenta y un ejercicio de poder obsceno que Cemetery of Splendour, la nueva película de Apichatpong Weerasethakul, esté en la segunda competencia de importancia, siendo el director tailandés uno de los ganadores recientes de la Palma de Oro. Cuando dos días atrás tuvo su estreno internacional, la indignación resultó mayor.

La tensión acechaba en el Teatro Debussy. Subieron los productores y Apichatpong Weerasethakul, y éste, con su amabilidad característica, agradeció y dijo lo que se tenía que decir sin apelar a la mala educación. Joe, como le dicen sus amigos cercanos, afirmó estar muy contento de participar en una sección dedicada a descubrir nuevos talentos. Un poco antes, el mandamás que está más allá del bien y el mal, Thierry Frémaux, ya había preparado su discurso laudatorio y acomodaticio para contextualizar su ostensible error. No debe existir ningún caso en el que un director que haya ganado la Palm D’Or vuelva a participar del festival en una sección de menor jerarquía cuando tiene un largometraje nuevo en su haber. Imagínese el lector qué ocurriría si Michael Haneke tuviera que aceptar estrenar una película en esta sección de segunda categoría. Sería un escándalo y el semblante sabio de Haneke daría lugar a un remate de proporciones desconocidas. Pero Joe es tailandés, excesivamente delicado y hace películas de fantasmas. ¿A quién le importa?

El problema es, además, que la película de Weerasethakul está muy por encima de casi todas las películas vistas en la competencia oficial. En esta ocasión, el director de Tropical Malady imagina un hospital en el que los soldados de una batalla imprecisa y pretérita duermen todo el tiempo. Una voluntaria y una psíquica ayudan en el pabellón, que es en realidad el aula de una escuela. Con esos elementos, Weerasethakul constituye un universo fantástico en el que se adivina algo ominoso de la historia de su país y a su vez se despliega una amabilidad absoluta respecto de todos los vínculos que tienen lugar en el film.

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Cemetery of Splendour

Visualmente, la película es inolvidable. La luz es aquí un fenómeno de apariencia sobrenatural; la mera existencia, un dominio de posibles encantamientos sensuales. Pero Apichatpong no deja de reconocer jamás el horror circundante. Hay varias indicaciones al respecto: un muy buen chiste sobre el FBI, una declaración irónica en la que se afirma que el sueño americano lo viven los europeos, una caminata por un viejo santuario con carteles indicadores y, si hacía falta mayor vehemencia, un plano general en el que se ve con respeto y distancia un par de mendigos nocturnos buscando entre la basura aquello que pueda tener aún cierta utilidad. No estamos aquí en la capital de Tailandia sino en el pueblo natal del director: Khon Kaen. El malestar es tan visible como los espíritus.

En Apichatpong, el concepto narrativo es espacial. Los planos iniciales de un baldío en el que las palas mecánicas están trabajando la tierra funcionan como un dibujo de catastro por el cual se va delineando una zona de ficción. Lo más interesante en Apichatpong es que el relato desconoce la teleología; no se parte de un punto para llegar a otro, esperando en el recorrido una evolución de los elementos puestos para llevar adelante una historia. Los personajes, como suele decirse, no se desarrollan en un sentido lineal por el cual vemos en sus acciones aristas de su personalidad y algún tipo de aprendizaje. En casi todas las películas de Apichatpong hay preeminencia por el mero estar respecto del acto de ser. Todas las escenas de Cemetery of Splendour tienden a ser autónomas, unidades de permanencia en el que sí afloran cualidades anímicas y virtudes vinculares de los personajes. Probablemente, la meditación guiada que se ejercita en un momento dado en el hospital es casi un develamiento poético. Meditar no es avanzar, tampoco retroceder, más bien se trata de un procedimiento de suspensión de todo movimiento psíquico proyectivo percibiendo la ocupación del tiempo en el permanecer. Justamente la elección de enfermos que duermen y no se mueven permite entender todavía más este elemento poético constitutivo del cine de Apichatpong.

Hay una diferencia esencial entre el esoterismo budista primitivo de Apichatpong y la preocupante tendencia espiritualista global que copa el imaginario de cualquier intento de significar la austeridad de la materia, algo que se ha visto en varias películas de esta edición de Cannes. Si aquí uno puede aceptar que dos princesas representadas por un dibujo que se ven primero en un santuario se vuelvan sujetos de carne y hueso y se les aparezca a una de las protagonistas, es porque hay una forma lúdica de trabajar sobre los mitos de una tradición y algunas creencias sin reclamar una conversión por parte del que mira. Se muestra algo que resulta natural a quienes viven en ese lugar. En sus propias coordenadas simbólicas no hay delirio, como tampoco proselitismo. Por otro lado, las creencias pertenecen con suma claridad a la cultura en la que todo transcurre. Hay algo orgánico en ver a una psíquica comunicándose con los muertos o a un personaje sugiriendo una conexión entre las viejas batallas de otro tiempo histórico y sus muertos y los militares de hoy que están anulados en ese emplazamiento de salud.

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Cemetery of Splendour

¿Una terapia lumínica? En el film, los soldados están recostados en sus camas y un tubo fluorescente por cada cama va cambiando de colores cada tanto; aparentemente, ese reflejo tiene poderes curativos y sedantes para los enfermos. Apichatpong dice haber estado leyendo trabajos sobre neurociencias y confiesa un interés particular en el efecto material de los colores y la luz sobre la fenomenología de la percepción. Esta terapia cromática alcanzaría a quienes están mirando, como si hubiera una reorganización del sistema combinatorio de los colores que tendría un acción sobre el observador, el espectador. Estas preocupaciones esotéricas y a la vez, paradójicamente, cercanas a un empirismo poético alcanzan su mayor esplendor cuando en un plano general de unas nubes parecen desprenderse partículas del cielo. Muy de a poco se va revelando que en verdad se trata de un registro directo del reflejo del cielo en el agua. Pero de pronto aparece un organismo, una ameba inclasificable que arropa en su interior un microuniverso biológico. Ese plano es imposible de olvidar, y es también una intersección entre la metafísica amable que aparece en las películas de Apichatpong y esos intereses más cercanos a las ciencias.

Dos películas hermosas, acaso de las que justifican un festival y la existencia misma del cine.

Roger Koza / Copyleft 2015