CANNES 2015 (06): EL MUNDO DE LOS AUTORES

CANNES 2015 (06): EL MUNDO DE LOS AUTORES

por - Críticas, Festivales
18 May, 2015 06:40 | comentarios
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Blanchet, Haynes y Mara

Por Roger Koza

En una charla amena mientras tomamos un café junto con Albert Serra y Marcelo Alderete, el primero nos lee una entrevista que acaba de salir publicada en la revista So Film. En verdad, nos la traduce y a su vez interpreta. Entre los fragmentos que lee hay uno que a él le llama la atención y a mí también: “¿Qué piensa el director cuando hace un plano como ése?”. Si el plano es la conciencia de todo director, hay una cantidad considerable de éstos que expresan pura inconsciencia o capricho. Por ejemplo: en Journey to the Shore, a Kiyoshi Kurosawa se le ocurre incluir nubes digitales en miniatura a la altura de los cuerpos de sus personajes mientras discuten sobre algún tema presuntamente trascendente que no es otra cosa que pura trivialidad. Kurosawa ha sido siempre un director interesante aunque irregular, pero frente a esta secuencia en el desenlace, la pregunta de Godard es ineludible. ¿En qué está pensando Kurosawa cuando le llega la ocurrencia de insertar digitalmente una nube bonsái?

En verdad, uno podría preguntar otra cosa: ¿En qué están pensando los responsables de Cannes cuando incluyen películas como Journey to the Shore, The Sea of Trees y An? Están pensando acríticamente en nombres propios. Hay que decirlo: el orientalismo canino de este año, al menos por ahora, y antes de que estrenen Apichatpong, Jia y Hou sus respectivas películas, es lo más parecido a una iniciación en un curso de milagros. La superstición al orden del día, acaso como nunca. El incienso se huele a 20 cuadras.

¿En qué estaba pensando Thierry Frémaux cuando presentaba la segunda función del último film de Kurosawa? Se apuró a redondear una idea de Kurosawa, cuando él expresó que la película ya tenía un año de existencia. El director artístico aclaró entonces: “Se trata de un estreno mundial”. Lo interesante de fondo vino después. Frémaux dijo, además, que íbamos a ver una película sobre la muerte, la vida y el renacimiento. Era entonces, nomás, un curso de Metafísica, pero no justamente la de Aristóteles o Nagarjuna.

El plano inicial de Journey to the Shore promete porque reenvía inmediatamente a la última película interesante del director japonés: Tokyo Sonata. Una niña toca el piano y su profesora simplemente le señala que debe sintonizar con su propio ritmo la obra que interpreta. Después, una madre bastante arpía se encarga de maltratar a la niña enfrente de su profesora. Esa escena volverá por otros medios, porque en cierto sentido el film de Kurosawa se sostiene en viejas culpas y en una moral(lina) del perdón. Si estuviéramos solamente ante un film sobre sentimientos, resentimientos y reparos, existiría la posibilidad de visualizar temas que nunca son ajenos a la conducta humana de cierta forma y que pueden ser más que relevantes al ser filmados. Nada en el cine resulta improcedente de ser filmado, pero si no hay una pregunta que anteceda al registro, se filma con la vehemencia del colérico y la improvisación del desesperado. Los mejores planos en el cine son los que imitan una pregunta. Alguna vez Borges se preguntaba mientras reseñaba La fuga, de Luis Saslavsky: “¿Hay algún film… que no sufra de imágenes inservibles?” Empiezo a contar los planos de las películas vistas hasta aquí y lo inservible es el patrón que conecta una mediocridad innegable.

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Journey To The Shore

La película de Kurosawa es de fantasmas. Convocar espectros en un relato no supone un tropiezo de antemano. Lo espectral está siempre merodeando en el cine. Gran mérito inicial. La aparición de un muerto que visita a su esposa tiene la virtud de que no hace falta explicar que es un espectro. Es que se ve que ese hombre no es de este mundo, y no justamente porque al poco tiempo de abrir la boca así lo confirme. El personaje que interpreta el gran Tadanobu Asano luce venido de otro mundo sin que una gestualidad excesiva lo remarque y ningún maquillaje fuera de lugar lo publicite. Pero rápidamente explicará que ha estado muerto por tres años.

El encuentro con su esposa será amable, aunque siempre amenaza una dimensión maléfica potencial. En algún momento, el padre de Mizuki, otro espectro, dará a entender que el amado, ése que vuelve del mundo de los muertos, no ha sido siempre tan amable. La infidelidad marcó algún episodio de sus vidas, y al respecto habrá algunas confesiones menores. Pero cuando el padre habla de cosas terribles que este hombre le hizo a su hija la sugerencia parece ir más lejos que un drama de alcoba. Nunca se sabrá.

Durante toda la película los enamorados viajan de aquí para allá y se van encontrando con otros muertos que están entre los vivos y viceversa. Mizuki le preguntará a su marido si es posible tener sexo. La elipsis es aquí pura conveniencia, pues las criaturas de Kurosawa distan de ser eunucos o vírgenes. Finalmente, la prescripción teológica, o lo que sea que detiene la expresión física del afecto, será desobedecida y los amantes recuperarán, al menos, la calidez de poder abrazarse desnudos. La secuencia tiene tanto erotismo como una de Loach.

En la línea de Koreeda, Kawase y Van Sant, la película de Kurosawa borra toda inscripción que remita al presente, aísla a sus personajes en un teatro de emociones transcendentes y se propone entonces una retórica de la redención y lo trascendente como magnitud reconocible universalmente. En el caso de Journey to the Shore hay todavía un intento de fundamentación filosófica que se repite en dos ocasiones en una de las tantas secuencias caprichosas. Yusuke dará una conferencia pública y popular de física, o más bien de cosmología. Empezará explicando física cuántica y relativista (cita a Einstein, luego sin nombrarlo a Heisenberg) y cerrará su clase magistral frente a los moradores del pueblo invocando la máxima budista según la cual el vacío no es vacío sino la condición de posibilidad de que existan todos los entes. ¿A qué suenan estas invocaciones? El mundo de Kurosawa y el de los recién nombrados es un mundo paradójicamente sin mundo. Su materialidad es una abstracción, ya que las condiciones históricas y políticas que empujan y delimitan cualquier forma de estar en el mundo se excluyen de la diégesis de todas estas historias. ¿En qué mundo piensa Kurosawa cuando lleva adelante esta película? Japón brilla por su ausencia, es un radical fuera de campo, un mundo paralelo, o en todo caso se trata de ciudades convertidas en maquetas para delirar sobre la transcendencia del mundo.

Shots from "Mia Madre"

Mi madre

La nueva película de Nanni Moretti, Mi madre, también habla de la confrontación con la muerte de un ser querido. El tono sereno y no exento de comicidad predomina en una de las películas más simples y menos narcisistas del director, incluso cuando la inspiración viene de la muerte de su propia madre. En el film, es una directora la que está rodando una película sobre una lucha sindical en el contexto de una fábrica. La escena inicial es magnífica porque empieza con una manifestación en la que la bronca de los operarios tiene una verosimilitud táctil hasta que alguien grita “¡Corte!”. Los otros cortes son de orden onírico. A menudo, la directora tiene algunos sueños. Uno de ellos, por cierto, es hermoso. Mientras espera el estreno de una película suya va caminando por una larga fila; puede divisarse su nerviosismo. La puesta en abismo, entonces, es doble: sueños y secuencias de la película en la película.

La trama oscila entre los pormenores del rodaje y la situación de la madre de la directora, cuyo corazón empieza a deteriorarse. El momento en que se anuncia la muerte es de una precisión narrativa admirable, no menos que la última escena del film, en la que la directora recuerda a su madre en una instancia cotidiana. “¿En qué estás pensando?”, pregunta la hija. “En mañana”, contesta la madre. Si bien se trata de un drama, hay un par de situaciones humorísticas, típicas del cine de Moretti, en el que el absurdo es la fuente de la comicidad. Lo curioso es ver una versión de Moretti serena, eligiendo a John Turturro para que lo sustituya en materia de ocurrencias ridículas y situaciones inverosímiles. El gag que tiene lugar en un auto y en plena filmación es de lo mejor de la película y un momento en que el actor estadounidense se libera de los tantos roles que lo preceden. Divertidísimo.

El regreso de Moretti ni tiene el temple severo de En la habitación del hijo, ni tampoco es cómico como en Aprile. Acaso se trate de un promedio entre esas dos actitudes que al ser tamizado por una voluntaria austeridad en el tono consigue eludir la solemnidad del cineasta que pretende ser serio y la vulgaridad que a veces se inmiscuye cuando el objetivo es arrancar carcajadas.

La mejor película vista en competencia hasta el momento es el melodrama lésbico titulado Carol dirigido por Todd Haynes. Película elegante como pocas, en sintonía con el clasicismo tardío de un Terence Davies y un James Gray, tal vez no cuente con la crueldad tan afín a los presidentes del jurado, los hermanos Coen, pero es muy difícil ser ciego a las virtudes ostensibles de esta historia de amor entre mujeres que transcurre durante la década de 1950 en los Estados Unidos.

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Carol

Basada en Carol, o el precio de la sal, segunda novela de Patricia Highsmith, Carol cuenta el paulatino enamoramiento entre una joven vendedora de una tienda de Nueva York, con aspiraciones de convertirse en fotógrafa, y una mujer más grande con una excelente posición económica, casada y con una hija. Las coordenadas simbólicas de 60 años atrás son inconmensurables respecto de las de nuestro tiempo, de tal modo que el lesbianismo concebido como inmoralidad y enfermedad de la psique nos resulta ridículo, pero eran fundamentos irrefutables y suficientes en aquel entonces para que una madre pudiera perder la custodia de su hija, uno de los tantos problemas que habrá de atravesar Carol.

Los trabajos de Cate Blanchett (Carol) y Rooney Mara (Thérese) son sobresalientes, y las actrices tienen la osadía necesaria para entregarse a una escena de sexo en la que el equilibrio entre el erotismo y la ternura luce perfecto, escena que además consigue conjurar cualquier fantasía masculina sobre la sexualidad lésbica. Esta película hermana de Lejos del paraíso, también de Haynes, es una exploración notable de la subjetividad femenina en un contexto histórico específico poco favorable para historias de amor de esta índole. Los encuadres son prodigiosos, el diseño de arte magnífico, y cualquier rubro elegido para evaluar a Carol estará a la altura del resto. Es que Haynes es un cineasta de una delicadeza extrema. Incluso es capaz de, literalmente, dirigir la nieve, que aquí le obedece para ser parte del encantamiento que producen los objetos, los rostros de las actrices y los colores que pueblan el mundo.

¿En qué está pensando Haynes cuando elige el travelling inicial para ingresar a una cena tan significativa para Carol y Thérese? ¿En qué está pensando cuando muestra la primera foto que Thérese saca de Carol a la distancia? Ver cómo se llega a esa escena, seguir la preparación perceptiva de ese momento determinante, es uno de los tantos placeres de Carol. Haynes sí piensa en lo que filma. Y si todo aquí no es perfecto, eso se explica por una única razón: los Estados Unidos de la década de 1950 son aquí fundamentalmente una reconstitución minuciosa de diseño. La época, en cierta medida, está elidida y el deseo solamente conoce su límite ante la moral de una década, cuyo conservadurismo se le concede como lugar común de una cierta forma de mirar el pasado. El film de Haynes adolece un poco, apenas un poco, de cierto solipsismo en el que lo real subyace como un caos, un fondo simbólico que basta materializar como decorado. La historia mayúscula se siente en los cuerpos y en cierta medida en las acciones de los personajes. Pero sucede que esa década en los Estados Unidos es demasiado perturbadora como para que sus marcas se resuelvan en alguna cita al paso. La indumentaria y el mobiliario son operadores débiles de referencia, signos endebles a pesar de su contundencia, de la Historia que contiene todas las historias.

Roger Koza / Copyleft 2015