BERLINALE 2023 (04): LA LAUCHA Y LA LAGARTIJA

BERLINALE 2023 (04): LA LAUCHA Y LA LAGARTIJA

por - Festivales
22 Feb, 2023 07:46 | Sin comentarios
Schanelec es la cineasta alemana más libre de su tiempo; ahora se dedica a la vindicación de la música como medicina.

El concepto de cine híbrido es una de las desgracias de nuestro idioma cinematográfico. Detiene la tensión dialéctica entre la ficción y la no ficción y la clausura en una presunta liberación para los cineastas que toman envión y dicen “todo es cine, solo importa el cine”. Respuesta aforística y ateológica: solo la verdad nos hará libres.

Otro concepto pernicioso por su potencial iracundia y satisfacción al servicio del no pensamiento es el de slow cinema, invento de hace poco más de una década (o reapropiación de algunos postulados del cine trascendental acuñado por el señor Schrader) que iguala a cineastas sin más por el solo hecho de darle preferencia al plano secuencia y a su duración restringiendo la voluntad narrativa por otra de índole perceptiva. Acá se presupone minimalismo narrativo, y no necesariamente, o por defecto, maximalismo formal. Bastaría llevar acabo un laborioso inventario de cineastas que trabajan con planos extensos para de inmediato constatar que la categoría es estéril a fin de analizar cómo una poética sostenida en la duración trabaja sobre el campo de visión y sonoro en el espacio y el tiempo. Adiós, tierra firmeSátántangó y When the Waves are Gone están hechas de planos secuencia; no podrían ser más disímiles.

Con gran entusiasmo inquisidor, uno de los tantos impacientes frente al cine de Angela Schanelec tomaría como ejemplo sustantivo (e impugnador) de slow cinema su última película, Music. ¿Lo es? El hipotético impaciente tiene a su favor algunos planos muy largos en los que la posición de la cámara está fija, el plano es general, la duración es notoria y aparentemente nada sucede. Primer error conceptual, primera dificultad pragmática: en Music la concatenación entre los planos y sus resonancias definen el tiempo, la intensidad y el sentido. Los primeros 30 minutos, en los que no se dice una palabra, o el pasaje completo del acto 1 de Il Giustino, RV 717, “Vedrò con mio diletto” que se escucha desde una escena indeleble que tiene lugar en una prisión trabajan en relación de distancia. El efecto de cada plano está dado por un sistema sensible de distribución de sentido que se completa en el conjunto; detenerse en el fragmento puede ayudar a detectar la obsesión de Schanelec por la composición simétrica de sus encuadres y el control sobre los movimientos, pero impide aún más darse cuenta de que Music avanza como un todo a toda velocidad; el problema reside en que los sentidos perciben en otra frecuencia y el hábito los domina.

En efecto, de la panorámica fija sobre una montaña en la que las nubes van interfiriendo la visibilidad del paisaje griego al glorioso travelling lateral que va de derecha a izquierda acompañando al personaje principal junto a su hija y otros seres queridos cantando y bailando al lado de un lago en Berlín han pasado más de cuatro décadas y se ha sido testigo de nacimientos, casamientos, muertes; el personaje principal ha estado preso, ha perdido a su esposa, ha sido padre, ha dejado Grecia y vive en Alemania, y aquello que descubrió aciagamente en la cárcel sobre lo que puede hacer la música en la vida de alguien se ha vuelto una profesión. ¿Cómo puede decirse entonces que en una película de Schanelec no pasa nada? Vale repetirlo: las películas de Schanelec van a toda velocidad, pero el ojo y el oído reconocen solamente la aceleración de las partes, que no es lo mismo que la velocidad como modalidad de moverse en el tiempo y en el espacio. Los números no mienten: el film arranca en 1980, cierra en nuestro tiempo.

El mito invocado como sustancia de la trama es el más comentado de la civilización occidental: ¿qué no se ha dicho del mito de Edipo? En esta materia, los vínculos entre los personajes son deliberadamente opacos. Hay algunas conexiones indudables, signos que remiten al saber difuso que se alberga en la carga de memoria cultural. Lo cierto es que el joven Jon ha matado sin querer a otro joven y ese joven —se descubre luego— estaba afectivamente ligado a quien será su mujer y madre de su hijo. En una escena capital se induce más tarde a pensar en otras derivas todavía más dolorosas, pero apenas entrevistas y delineadas casi como si fueran espejismos. El mito es en el relato un espejismo de la matriz de los infortunios humanos. Hay otras relaciones de parentesco posibles, incluso un político de derecha que muere en un accidente en la Potsdamer Platz tal vez no sea solamente la simple víctima azarosa de un accidente de tránsito. La elipsis es acá una directriz de la poética. Los saltos son cuánticos, pero la continuidad se restituye de inmediato, como se advierte en una escena en la que ya el tiempo es el nuestro y los personajes viven en Berlín: la hija de Jon, ya adolescente, canta en la cocina, y con solo apreciar el mobiliario y la estructura de la ventana y lo poco que se puede llegar a divisar del exterior, es indudable que el escenario ha dejado de desarrollarse en el país de Aristóteles y Angelopoulos.

En las dos últimas películas de Schanelec ya estaba asumida abiertamente la relación gramatical e iconográfica con Bresson. La cineasta llegó a ese magma indescifrable e inimitable después de un largo camino; no fue quizás una decisión, sino un destino o, por qué no, un llamado. Pero lo que la ha guiado a ese paraje blindado es la necesidad de destilar hasta las últimas consecuencias los sentimientos que definen sus películas. Acá la prueba es filmar la desesperación que está detrás de tragedias, óperas y melodramas. Entonces: ¿cómo se filma la desesperación? Y si existiera un antídoto para la enfermedad mortal, como la llamaba Kierkegaard, ¿cuál sería y cómo se podría filmar algo así?

El momento más hermoso del año cinematográfico —incluso siendo el mes de febrero— es aquel en el que Jon descubre la música en la cárcel. Que la propia voz pueda trabajarse en entonaciones variables, con o sin palabras que signifiquen algo menos abstracto, en el encierro insoportable de una celda, es una figura de fuga que cada tanto llega a quienes nos creemos libres en forma de anécdota o noticia. Algún reo que pasó por la penitenciaría descubre una pasión en su condena. Más tarde, nos enteramos de que ese reo puede filmar, escribir ensayo y poesía. La irrupción de Vivaldi en el mismísimo instante en que los condenados están tomando la ducha del día, escena que comienza con varios planos de los pies y las manos de los hombres, fragmentando la superficie del cuerpo como sucede en Bresson y arribando a las caras de algunos, es exactamente lo mismo que pasaba en Diario de un cura rural cuando el abnegado y contrariado religioso se sube a una moto en el medio de un descampado y por primera vez en toda la película se ríe. Es el ingreso en el corazón del plano de un alivio de otro orden del espíritu y un principio de felicidad inmanente que no perdurará por mucho, pero que puede siempre repetirse. El acto 1 de Il Giustino suena de principio a fin, como pasaba en la secuencia de la tumba y el hospital en I Was at Home, But, aunque en esa notable escena sonaba una canción versionada de David Bowie, una prueba musical de que Schanelec no milita en las huestes de los solemnes; su estética de necesidad no es una estética sacra. Es que en Schanelec hay siempre un desvío pop que tiñe el hieratismo impuesto por la búsqueda de una expresividad sin ningún exceso. Los temas pop de esta película son inolvidables. El barroco y el folk, el rock y la ópera pertenecen al mismo hogar, a la invención más extraordinaria de la especie por su naturaleza abstracta e inmaterial. ¿Hace falta apuntar que la música puede vencer a la desesperación? Pero no todo es música. Hay dos misteriosos animales en Music; uno de ellos acude cuando el oído ya no puede escuchar melodías. ¿De qué se trata? 

Las lauchas de una cárcel suelen repugnar, como la mayoría de los roedores, a los que se les ha adjudicado el injusto lugar simbólico de la inmundicia. En la secuencia mencionada que empieza en un pabellón y acaba en un plano general en el que un maestro imparte una clase para niños en la calle durante un día caluroso, se alcanza a ver a una laucha en la mano del protagonista, cuidada con ostensible cariño, en un intercambio que tampoco es el que se tiene con una mascota. El pequeño animal vuelve a verse en la misma secuencia desplazándose por el piso de la celda. Es una inclusión sorprendente. Los animales en Schanelec no son fortuitos; hay siempre intercambios no del todo simbolizables, incluso con las criaturas más cercanas.

En otro pasaje conmovedor, un personaje devastado ha decidido quitarse la vida. Ningún gesto desesperado determina la decisión de saltar hacia el abismo desde un acantilado al lado del mar. Hay un plano que avisa esa posibilidad. En el centro del plano, antes de romper el pacto con el oxígeno, solamente se perciben los pies. Dura el tiempo completo en el que se sostiene la deliberación y se pasa a la acción. La aparición de una lagartija en escena y la acción que se propone es inescrutable, pero encierra todos los misterios que cada tanto el cine prodiga a sus fieles. Es una secuencia de la estirpe de los ojos que vuelven de la muerte en Ordet, el viento que se deja ver en el último suspiro de Joris Ivens en Historia del viento y en la cara iluminada por el reflejo de la luna del hombre que espera morir en El sabor de las cerezas. Qué ahora se llenen la boca los detractores de Schanelec. Cínicos los hubo siempre, descreídos también, y no faltan nunca los amargados que ni siquiera respetan los placeres de lo otros. Que cada uno dé con el respiro que necesite. Acá se deja constancia de un consuelo estético que funciona.

Roger Koza / Copyleft 2023

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Sección Competencia