BERLINALE 2023 (03): TODAVÍA

BERLINALE 2023 (03): TODAVÍA

por - Festivales
21 Feb, 2023 02:51 | Sin comentarios
Garrel tiene la delicadeza de hacer pasar una gran película como si fuera algo liviano, acaso una película familiar para darse un gusto con todos sus hijos.

La palabra “vida” se emplea tanto que el efecto es inevitable: se vuelve exangüe. Enumerar algunos de sus usos no viene al caso, sí recordar que suele decirse en tono de elogio que una película es “como la vida”. Dichos semejantes tienen un destino indeseado: repetir letanías estériles que anulan la fuerza de las palabras con las que toda experiencia obtiene un plus que la redefine. Cuando se acaban las palabras, la experiencia se cierra sobre sí. Por regla, las películas de las que se dice que son “como la vida” son además horribles y acaso perniciosas, pero la alianza entre vivir y filmar no se agota en esa declaración vacía. 

Entonces: si es como la vida, mejor mirar hacia a otro lado, no así si es la vida lo que se filma, y no una representación pálida del hilo de hits en una trayectoria personal o colectiva que suele confundirse con lo que cuenta de una vida y lo que se cuenta. ¿Quiénes saben hacerlo? No son muchos en la actualidad, y en la Berlinale puede corroborárselo. Y, sin embargo, cuando una película (o también un fragmento de una película) verdaderamente posee el secreto de esa impregnación de lo viviente en un fotograma, esto se siente de inmediato. Hay algo que se distingue, una cualidad que nada tiene que ver con las categorías dominantes por medio de las cuales se definen los géneros y las formas del cine. Es lo que sucede con Le grand chariot de Philippe Garrel.

Philippe Garrel sabe de todo esto, conoce el secreto y lo despliega en la mayoría de sus películas sin explicitar qué es lo que hace ni cómo lo hace. Sobre lo primero, en verdad, no se puede decir prácticamente nada. Sobre lo segundo, en cambio, sí, puesto que ahí está la evidencia empírica del presente de los planos (con la paradoja de que estos, al existir, son ya pasado de un presente que vuelve a animarse en cada proyección), y puesto que las películas de Garrel asumen completamente su condición de ficción. Hay evidencia empírica, y por eso se debe intentar comprender lo que está a la vista y se da al oído.

Le grand chariot es un prodigio integral. El guion es de hierro, los movimientos de cámara son más precisos que los mecanismos microscópicos de un reloj suizo, las interpretaciones son tan respetuosas de la vida anímica de los personajes que es posible plegarse en el interior de sus conciencias sin que la palabra exprese una afección específica. En un momento, Hélène, que acaba de ser madre y cuyo marido se ha ido a vivir con otra mujer, siente que otro hombre se interesa por ella. Entonces, el rostro de Mathilde Weil, que hasta ese tramo de la película mantenía un rictus de desencanto indeleble, adquiere una vivacidad distribuida democráticamente por toda su superficie. De pronto, las pecas parecen constituirse en letras de un idioma que emerge exclusivamente para emitir signos de una discreta felicidad. Esto resulta así porque es la primera vez que se acude a un primerísimo plano del rostro de un personaje en toda la película. La distancia inesperada y la duración de la escena produce un efecto, enciende la emoción estética. (Hay más ejemplos con otros procedimientos reconocibles, como puede advertirse en el tramo en el que Aurélien Recoing, quien interpreta al padre de la familia, recibe el sí de un amigo de su hijo que se suma a la compañía de títeres que encabeza. La alegría del personaje es manifiesta y tiñe todo, pero se ha preparado laboriosamente la llegada de ese sentimiento).

La historia de la película se circunscribe a las vicisitudes en una etapa decisiva en la larga historia de una compañía familiar de titiriteros. La abuela, el padre y sus tres hijos representan desde hace décadas distintos clásicos del teatro para niños asociados a la tradición en cuestión. Tienen un pequeño teatro al frente de la casa; también realizan giras por el país. Es una compañía conocida y respetada, y por esa misma razón han vencido los obstáculos inevitables en este tipo de empresa. Se afirma sin énfasis pero con aplomo que el padre ha conocido la pobreza por ser fiel a su arte, y si ha logrado algo más que solamente sobrevivir (amenaza habitual en la vida de los artistas) ha sido por obstinación y perseverancia. Esa cualidad anímica y vocacional es reconocida por sus hijos, en especial por la hija mayor. (Hay una secuencia onírica notable: el sueño se introduce como la convención suele requerirlo, pero después de hacerlo, un momento después, Garrel muestra a la hija durmiendo mientras sostiene el sonido del sueño; es una variación de la convención, y la eficacia de incluir un contracampo visual y no sonoro es magnífico).

En Le grand chariot, hay algunas subtramas amorosas que nacen sin ninguna imposición externa a la lógica propia de la trama. El hijo mayor se enamora de la exmujer de un amigo que la ha dejado justo en el momento en que dio a luz a su hijo. Lo que sería el puntapié de un melodrama, en la película sucede como anécdota y como prueba de la integridad de los personajes. Incluso hay otros cruces amorosos, o insinuaciones, y el resultado es el mismo: una inesperada liviandad no exenta de una inusual comicidad para Garrel. Dicho de otro modo: los romances tienen el peso dramático necesario, no fagocitan el corazón de la trama, lo matizan y acompañan el dilema que permea todo: una tradición, que no es otra cosa que un conjunto de saberes y prácticas concomitantes que se transmiten en relación con un interés vital, puede existir porque se reanuda constantemente la vigencia de una inquietud que se transforma en el tiempo; una tradición siempre corre el riesgo de extinguirse.

!Qué extraordinario es Garrel! En tres secuencias distintas y separadas por muchos minutos entre sí, desglosa el arte de los títeres para alcanzar más tarde un entendimiento sintético de este: empieza detrás del escenario durante una función y pasa velozmente a observar desde la perspectiva de quienes mueven los muñecos con las manos hasta culminar el acercamiento inicial con el placer de los niños viendo la obra. Un poco más tarde elabora una perspectiva opuesta deteniéndose en los titiriteros, sus posturas corporales y la relación entre sus voces y la gestualidad, que es la contrapartida de la inexpresividad ineludible de una cara pintada en un pedazo tallado de madera animada a través del movimiento y el sonido de una voz. En esta ocasión, no se ve a los niños, pero sí se escuchan sus risas. La tercera es decisiva por dos motivos. La escena acaba con el principio de una desgracia (que se mantiene en fuera de campo) y en el mismísimo instante en que tiene lugar, el punto de vista asumido es el del propio público de la sala de teatro y de cine. Así se duplica el punto de vista equiparando la situación óptica y prodigándole al espectador un lugar de respeto para comenzar a despedir a un hombre noble. Las escalas que se constituyen en las tres escenas principales con los títeres son de una elocuencia implacable: una forma artística se revela por otra forma artística.

Garrel imagina acá dos frentes de amenazas: quienes sostienen una tradición pueden morir, como también experimentar el hartazgo; la inadecuación de la tradición con una época, que en el caso del teatro de títeres se ciñe al hipotético desinterés de los niños y los padres por una forma artística añeja, que en su consideración haya quedado rezagada en la evolución del entretenimiento infantil. Sobre esto último, Le grand chariot lanza sin ambages lo que está en juego: ¿qué significa ser modernos? ¿Por qué los clásicos son modernos? ¿Cómo resiste una tradición, que puede volverse una práctica minoritaria? No son preguntas solamente pertinentes para una discusión entre titiriteros. En el contexto de un festival de cine como la Berlinale, el único de los tres grandes que hoy puede cobijar una película como la de Garrel en competencia, tales cuestiones sacan a la luz signos de zozobra y son un acicate para el pensamiento crítico.

Hay algo de Rivette en esta última de Garrel, tal vez porque el teatro es un nexo demasiado evidente, tal vez porque hay una atenuada felicidad en los personajes que vincula Le grand chariot con la última película de aquel, 36 vues du pic Saint-Loup. Acá Garrel está más cerca de Rivette que de Eustache, al que siempre lo unió una hermandad anímica y un destino de derrota. Es posible que no sea la última de Garrel, porque a los 74 años luce a contramano del paso del tiempo. Pero es imposible omitir que están sus hijos en la película, y que el padre que muere puede ser él. Es preferible pensar que apenas es una coincidencia. Todavía filma.

Roger Koza / Copyleft 2023

BERLINALE 2023:

Sección Competencia