BERLINALE 2022: LA CONQUISTA DEL PAN

BERLINALE 2022: LA CONQUISTA DEL PAN

por - Festivales
23 Feb, 2022 08:33 | Sin comentarios
Probablemente las dos películas más extraordinarias de la última edición de la Berlinale: Unrueh y Keiko, me wo sumasete.

A diferencia de lo que sucede con las criaturas recién nacidas, la primera impresión del plano inicial es un signo que puede albergar el despliegue de todo lo que viene. Basta observar con atención la intensidad de los tres planos de Unrueh para saber que la composición rige el relato y no es una casualidad. ¿Un formalista detrás de cámara? Sí. ¿Un obsesivo compulsivo que quiere dominar el espacio hacia adelante y atrás? Quizás. ¿Un caprichoso? Jamás. 

Los planos aludidos presentan a tres mujeres aristocráticas que hablan sobre otros y un poco más de un tal Kropotkin. A los habitués a los libros que revisan la historia del descontento social que tuvo su esplendor en el sigloXVII y su paroxismo inimitable en octubre de 1917, el nombre de Piotr Kropotkin no es desconocido. El cartógrafo, como se lo llama en la hermosa película de Cyril Schäublin, escribió mucho sobre anarquismo y socialismo, y sintió que su tiempo podría ser aquel en el que la implacabilidad de lo injusto dejara de ser invencible. El tiempo de la película coincide con su viaje a Suiza y también con los acontecimientos todavía recientes que alertaron al mundo europeo unos años antes. Una de las obreras de la fábrica de relojes en la que trabaja Josephine, con quien Kropotkin tiene un romance, les recuerda en una reunión con varios trabajadores que la comuna de París sostuvo por tres mesesotro orden social, apenas unos seis años. También les recuerda que el derecho laboral de las mujeres y los hombres, en ese breve instante en el que algo enteramente inimaginable sucede, fueron los mismos. Es 1877. 

Unrueh

La conversación de las tres mujeres recién aludidas prescinde del primer plano en el inicio por unos segundos, lo suficiente para comprender un sistema de registro. Hay una distancia misteriosa que se siente ópticamente y que se pronuncia a medida que la película avanza sin apuro. No se trata de la habitual forma de trabajar sobre la profundidad de campo, porque el peso dramático recae casi siempre en el punto medio del plano, sin desperdiciar los elementos visuales que se extienden en el fondo ni aquellos que están más cerca del punto de partida del encuadre, a menudo interceptado por árboles a mitad de camino del punto medio aludido. La experiencia óptica es sigilosamente envolvente. Sobre esta configuración dominante del plano se juega una dialéctica del primerísimo plano donde se intentan abarcar todos los puntos de vista asociados al trabajo microscópico en la confección de los relojes. Toda la película transcurre en espacios públicos, bosques y especialmente en la fábrica de relojes; es un sistema poético concebido para destejer la fragmentación de las maniobras divididas que impone el taylorismo, agigantando lo infinitamente pequeño de la manufactura de cada pieza de un reloj y contrarrestando con planos generales donde los obreros permanecen unidos en la unidad del plano como sujeto político. El relato es sin duda uno en el que los obreros están forjando su propia conciencia de trabajadores. Pocas veces la poética de una película es en sí su propia política. El plano traduce la conciencia de los trabajadores.

La historia de amor de Unrueh, más que desarrollarse, se delinea. El paseo de Kropotkin y Josephine en el bosque del final es más un indicio que un desarrollo firme que define la película. No deja de ser hermoso. Un reloj colgado en un árbol y un travelling inesperado hacia la izquierda del plano que culmina en el bosque es como mínimo sugerente. A ellos dos no se los ve y quizás es mejor que así sea. La intimidad ha sido deliberadamente elidida a lo largo de toda la película y si se están besando corresponde que ese placer les pertenezca solamente a ellos. Que no se mire la vida íntima o no se conozcan los hogares no significa que no se les adjudique un valor. Lo tiene, y en el momento en el que a una mujer ya entrada en años se le informa que deberá ir por unos días a la cárcel por no pagar sus impuestos, Schäublin introduce la legitimidad de esa vida y la importancia de la libertad individual. Pero su foco es el conjunto, la empatía de los trabajadores y el deseo de inventar otra sociedad posible. En la escena en la que todos los obreros donan el 14% del salario para enviárselo a sus pares de Baltimore en Estados Unidos porque han parado y están sufriendo las consecuencias, el gesto remite a una experiencia de internacionalismo que nada tiene que ver con eso que llamamos globalización. Hay varias escenas semejantes, pero esa es inicial y simbólicamente explícita.Es el tiempo de la Primera Internacional, y la película intenta ser justa con la descripción de esa experiencia en la que se percibía un terreno común entre quienes usan picos para construir viviendas, arados para trabajar la tierra y pinzas diminutas para hacer relojes, sin importar las banderas y las distancias. Saberse dueños solo de la fuerza de trabajo era suficiente para sentirse uno con el lejano vestido de overol.

Unrueh

La preferencia del todo respecto de la parte se puede constatar en la propia evolución narrativa articulada por situaciones colectivas: el momento del pago semanal, las votaciones, los momentos de ocio en una taberna, los juegos comunales, la entonación de himnos, las mediciones de los terrenos son los episodios centrales del relato. A esta forma de priorizar el relato colectivo y a la notable decisión de puesta en escena que privilegia el plano general se añade un sonido presente en casi todas las escenas, un sonido de fábrica que no se puede estrictamente delimitar a una máquina sino a un emplazamiento en el que están todas las máquinas en funcionamiento y producen un sonido, como si existiese un murmullo indetenible de la producción que demanda la concentración de los operarios y una eficiencia cronométrica. El sonido es un zumbido disperso que reenvía los sonidos de la vida natural a un tiempo que abjura del ocio.

Las grandes discusiones en Unrueh son tan previsibles como necesarias. Los operarios trabajan todo el tiempo sobre el tiempo y en el tiempo. La medida del tiempo es un tema central, lo que habilita algún que otro gag cuando Kropotkin va al correo y la empleada le pregunta con qué tiempo de los que están vigentes en el valle de Joux imprime la hora del envío de su telegrama. La inadecuación entre medidas del tiempo en el cantón suizo de Vaud es una acepción del tiempo en juego, porque nadie que trabaje para conquistar el pan desconoce que la experiencia del trabajo está determinada por el tiempo y por la enigmática cuantificación en alguna moneda con la que se estima el valor del tiempo. La otra discusión intermitente pero esencial es aquella que tiene lugar en torno al papel del Estado y a la concomitante descentralización hipotética de toda la vida productiva en cooperativas. 

En una época como la nuestra en la que las palabras, quizás por distracción, están investidas de sentidos que nunca tuvieron, la pretérita noción de anarquismo puede ser esclarecida en el encuentro con este precioso film de Schäublin. Lejos estaban los anarquistas del siglo XVIII, y también aquellos de los dos siglos posteriores, de pensarse como sujetos aislados que solo tenían que evitar ser interceptados por el Estado y sus razones. El mezquino uso del término por los partisanos paródicos de lo libertario perpetúa un egoísmo que poco tiene de saber gobernarse a sí mismo y de saberse en codependencia con otros. El resplandor político de la película de Schäublin reside en restituir una modalidad de estar en el mundo que resulta hoy tan intempestiva como secretamente necesaria. ES una película ideal para conjurar la retórica canalla que seduce a cínicos y desesperados.

Keiko, me wo sumasete

No son los siglos de las revoluciones los que palpitan detrás de la película Small, Slow but Steady o Keiko, me wo sumasete, la película más delicada y conmovedora de la Berlinale, sino todo lo que sucedió después de 1945 en Japón. La extraordinaria película de Shô Miyake no tiene nada que ver con la nación que sobrevivió a dos bombas atómicas apenas siete décadas y media atrás, pero sin duda el gimnasio en el que practica Keiko, la joven pugilista que está en el centro del relato, es un barrio sobreviviente de aquella época. En efecto, Arakawa es un protagonista indirecto de la película. La cantidad de planos que le prodiga Miyaje a esa sección de Tokio dista de ser un amontonamiento de planos generales de transición sobre puentes, ríos, trenes y departamentos para separar escenas entre sí. Hay una noción de espacio y tiempo, y también de historia de un lugar. La ciudad de noche en los créditos finales tiene una importancia capital, a tal punto que el sonido de la ciudad es tan imponente como la plástica cuidada de lo que está a la vista. No hay duda alguna: el gimnasio en el que practica Keiko es una expresión edilicia que proviene de un tiempo ya disociado del presente japonés. El ring y las zonas de entrenamiento son vetustos, como lo son también el anacrónico saco para practicar golpes y el saco a cuadros que luce el dueño del gimnasio y mentor de Keiko. El personaje de Katsumi es indiscutiblemente el de un hombre del siglo XX que, como tantos otros, aún vive en este siglo de smartphones.

El cine de boxeadores es siempre un cine que describe la vida de hombres y ahora también mujeres cuya elección deportiva es una extensión real y metafórica de una posición social desfavorecida. El boxeador pelea dentro y fuera del ring; su punto de partida no es el privilegio, más allá de que la profesionalización constituye una promesa de abundancia, si el golpe en una ocasión decisiva es certero y se avanza en la categoría en la que se pelea hasta disputar y acaso ganar un título. El pugilista representa a los miles de anónimos que no pueden siquiera imaginar una forma de vida que no esté signada por la lucha. La supervivencia lo exige, la estéril manutención es el límite de una satisfacción breve y a corto plazo. Los luchadores no descansan.

En Keiko, me wo sumasete, la protagonista trabaja como camarera de un hotel lujoso, lo que le alcanza para alquilar un departamento que comparte con un músico de su misma edad. La casa y el gimnasio, el trabajo y los movimientos de puño, eso constituye la vida de Keiko. Miyake presta la atención debida tanto al trabajo como al entrenamiento, y no deja tampoco de observar la soledad que siente el personaje y es capaz de expresar cada tanto. Cuando lo hace no está nunca sola, pero estar en compañía, incluso en buena compañía, no significa atenuar una percepción de sí en la que se ha comprendido que nadie puede sostener la vida de otro. En este sentido, es inusual que pueda verse sin ambages esa paradoja de la conciencia. Saberse solo y no del todo. Quienes están cerca de Keiko son personajes tan amables como ella: el compañero de vivienda, los entrenadores, la madre que la visita cuando puede, el mentor y su esposa, e incluso los compañeros de trabajo. 

Keiko, me wo sumasete

Hay dos escenas al paso en el hotel que sintetizan el corazón de la película y la sensibilidad sustantiva de Miyake. En un momento, una de las superiores en el escalafón de empleados del hotel le profesa a Keiko toda su admiración como boxeadora. Esa escena depara un chiste magnífico sobre la relación entre el trabajo y el boxeo, que para Keiko es una fuga placentera de su responsabilidad. En la otra escena, también en el hotel, Keiko le enseña a un nuevo compañero de trabajo a doblar correctamente las sábanas en el armado de la cama. Al joven le cuesta, Keiko se da cuenta y le enseña cómo para después observarlo en su primer intento. Hay un detalle imperceptiblemente gracioso: el joven que debe aprender a manejar los pliegues de la tela tiene la camisa arrugada y afuera del pantalón. Antes de seguir los consejos de Keiko se acomoda la camisa para no desentonar con la tarea. La escena parece nimia, pero reparar en esos detalles es infrecuente y revela una conciencia meticulosa de lo secundario. Cada vez que se detiene sobre lo que parece ser poco importante, la película añade una cualidad sensible. Todas las acciones, mayores y menores, están destinadas a configurar una utopía discreta del afecto en la que todos los personajes participan, una forma de cuidado generalizado a contramano de la rudeza y el egoísmo propios de las películas japonesas contemporáneas. Una película japonesa sin crueldad es una auténtica subversión. He aquí una.

Como sucede en todas las películas de boxeo, existe la gran pelea, siempre ubicada en el presunto clímax del relato, en el que se intenta refrendar un esfuerzo y coronarlo con el éxito. No es esto lo que le importa a Miyake, quien desiste de musicalizar todos los entrenamientos y mucho menos las dos peleas que tiene su película. La tentación de dramatizar musicalmente el desempeño de Keiko en el ring ni siquiera se insinúa. El seguimiento de la contienda final obtiene su velocidad dramática por lo que sucede en el ring y por lo que les pasa a todos los que quieren a Keiko y que miran desde la distancia la pelea. La única escena donde se suma un tema musical tiene una función doble: sintetiza el cariño que puede percibirse en todos los vínculos; introduce una elipsis que permite pasar a la pelea del cierre. Este señalamiento sonoro musical devela una virtud del sentido del tiempo en la película. El ritmo es incuestionable, pero el secreto de la fluidez reside en los tiempos justos y necesarios de cada escena y en la economía de enlaces entre todas las secuencias. No hay nada de más, nada está por gratuidad, la necesidad rige cada plano y lo hermoso no escasea.

Falta decir dos cosas. La primera define al personaje completamente: Keiko no puede oír desde su nacimiento. Es un hándicap que otorga a sus contrincantes, a quienes tiene que vencer y desear hacerlo siempre porque así es cómo se respeta al rival, como le enseña el maestro de Keiko en una instancia en la que la joven siente dudas sobre seguir boxeando. Este mandato se vincula con la nobleza deportiva, pero tiene una contraparte sorpresiva que se entiende solamente afuera del ring. En un pasaje de la pelea, Keiko recibe un uppercut demoledor. Llega sin aviso mientras todos los que la quieren miran desde sus casas cada round (es una pelea que ocurre durante la pandemia). Si Keiko pierde o gana es lo de menos, lo que importa es lo que sucede un tiempo después. Una tarde, Keiko está a punto de salir a correr: otro día de los tantos en los que, tras trabajar, entrena. De pronto se da cuenta de que la boxeadora con la que peleó pasa cerca de ella. Ella se detiene con su casco de operario de fábrica en la mano y le recuerda que pelearon hace unos días. Se miran en silencio y se reconocen, sin decir nada, como iguales. Es una mirada mutua en la que se concentra toda la resignación de los que no tienen nada excepto la voluntad de seguir peleando. Es una unión sin símbolos, una solidaridad por saberse en una posición sin privilegios. Como lo insinuó el crítico de cine Francisco Ferreira, Keiko es Sísifo. Alguien que tiene que entrenar para subsistir todos los días de su vida, alguien que sabe que debe tener la guardia alta para que no desfiguren su cara a golpes, una metáfora tal vez innecesaria para decir lo que cuesta existir.

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