BERLINALE 2022: EL MOVIMIENTO DE LAS COSAS

BERLINALE 2022: EL MOVIMIENTO DE LAS COSAS

por - Festivales
13 Feb, 2022 09:45 | 1 comentario
La segunda película de Alexander Zolotukhin confirma todo lo que ya se veía en A Russian Youth. Brat vo vsyom es una de las películas del festival.

Dos movimientos, solamente, definen en la combinación de esas unidades mínimas del cine que llamamos plano la ilusión de que algo se transforma; al aparecer, lo que en un instante dejará de ser puede percibirse como continuidad respecto de lo que fue un segundo atrás y de lo que inmediatamente será. En el plano secuencia, en cambio, lo que es en un instante y su continuidad se organiza a partir de un sinfín de similitudes espaciales o elipsis no vistas al servicio de un cambio; la percepción y el hábito de asociar lo parecido o lo distinto –necesidad lógica erigida en la adaptación bajo la forma de causas y consecuencias– permiten corroborar que todo cambia en algo y quizás por algo. Un sabio que apenas logró pasar los 40 años y escribió como nadie sobre cine afirmó: “En los malos films, nada se mueve, es la programación del guion la que hace que se mueva el cuadro. En los buenos films, se mueve al menos un elemento que tiene el orgullo y la humildad de obligarse a redescubrir a cada instante el resto del cuadro (que, de hecho, no se mueve)”. 

Durante los 80 minutos de Brat vo vsyom, de Alexander Zolotukhin, todo lo que se ve y oye está en movimiento. Con seguridad, el guion debe haber planificado varias estrategias para alcanzar un resultado semejante, pero hay que decir que aquello que sucede en pantalla es imposible de ser leído y transcripto, solo se puede filmar para luego ser oído y visto. Ambos verbos son honrados por cada plano que se esfuma y deja lugar al que viene. Ya no se hacen películas como la de Zolotukhin; son escasas.

Un problema político de fondo sobre un dilema ontológico fundamental. El gran tema de la película, que puede ser vista como un tratado del movimiento, es la relación de lo mismo y lo otro, o la identidad y la diferencia, a propósito de dos hermanos gemelos que están en la Fuerza Aérea de la Federación Rusa entrenándose y estudiando para ser pilotos. En algún lugar del sur del país que encabeza en la actualidad debates geopolíticos concretos e incita fantasías paranoicas provenientes de otro siglo, Mytia y Andrey no pueden pensarse el uno sin el otro, y no solo porque se quieren como hermanos y se asisten en la carrera que emprenden, sino porque jamás tienen del todo claro si pueden sentirse y saber quiénes son sin el reflejo del otro. Algo los diferencia: la resistencia física; Mytia es más débil, como se puede constatar en una secuencia alucinada en la que se duerme en pleno vuelo y casi pierde la vida. Esa secuencia es una de las muchas que tiene la película para admirar.

La cuestión política aludida es la siguiente: Brat vo vsyom puede ser descripta como el mejor institucional jamás hecho sobre un escuadrón militar cuya seducción para los jóvenes rusos del presente, en tanto resulten sensibles, les tendría que ser irresistible. La palabra sensible acá es operativa y también cifra una tradición. Esto quizás los protege de la propaganda, porque los posibles candidatos tras ver la película no tendrían probablemente la condición de machos.

¿De qué tradición se trata? Como ya sucedía en A Russian Youth, la notable ópera prima de Zolotukhin, Brat vo vsyom se alinea, sin ser nunca un remedo sino una apropiación auténtica, con las películas sobre soldados de Alexander Sokurov, que a su vez remiten a otras pretéritas de la era soviética y no necesariamente chauvinistas. Existe acá una ligera diferencia con las de Sokurov. El retrato de los futuros miembros de la Fuerza Aérea y sus superiores no coquetea con una represión estetizada del erotismo masculino. La difusa homosexualidad acallada de los grupos castrenses que conviven y sin darse cuenta del todo se seducen está ausente en las dos películas del joven cineasta. Más bien Zolotukhin desexualiza las tareas cotidianas e insinúa una misteriosa ascética a la que los aviadores del futuro se ordenan. En este sentido, no están muy lejos de ser monjes de clausura que depositan en la mecánica aérea un sentido trascendente para sus vidas. La escuela en la que se preparan no dista de lucir como un monasterio completamente aislado de todo y todos aquellos que no sienten el destino de elevarse hacia el cielo, el movimiento ascendente que los obsesiona.

En Brat vo vsyom todo es movimiento, pero acá Zolotukhin le da preferencia, a diferencia de su película precedente, al montaje como forma ideal para hacer sentir el movimiento. Se ve diáfanamente en las escenas de vuelo. La elección de los puntos de vista en todos los vuelos retoma la fascinación de las primeras filmaciones sobre aviación. En ese sentido, los pasajes aéreos repiten la estética del vértigo que en Nuestro siglo de Pelechian abundaba hasta conquistar una perspectiva cósmica. Quizás Zolotukhin es demasiado joven para aspirar a sortear los límites de la física a fin de encomendarse al misterio materialista del universo, pero sin duda filma la relación del cielo con las máquinas voladoras como si fuera una fusión con el espacio y un entrenamiento perceptivo en el que se puede restituir la experiencia del asombro. Pocas veces en el cine de hoy se puede transmitir el encantamiento que acá se lanza meticulosamente a los ojos de quienes son testigos de los efectos del montaje. La secuencia en la que el profesor y el joven Andrey atraviesan una tormenta feroz durante una prueba aérea es un instante de gracia óptica. Mientras el avión atraviesa las nubes interminables, la lluvia desconoce la gravedad que la determina y parece suspenderse en el aire como si al llover hacia todos lados se formara un océano flotante en el que navegan los pilotos. La combinación de puntos de vista posibilita maravillarse de la proeza técnica que constituye un avión y el vértigo de los pilotos. ¿Cómo puede hacerlo? La dialéctica entre las subjetivas y los planos generales diversos conlleva un entendimiento fenomenológico del desplazamiento de la máquina en el cielo. No es esta la única secuencia admirable en torno a la experiencia de volar, pero sí es la consumación estética de todas las peripecias aéreas precedentes. 

Habría que añadir que no todo sucede en el cielo, porque no solo el movimiento es el de los aviones desobedeciendo la gravedad. La vida en la Tierra también importa. Zolotukhin regala varias escenas inolvidables. En una, los aprendices tienen un recreo y juegan entonces a formar una especie de amasijo de cuerpos entre todos los cadetes; se parece bastante al inicio de un scrum de rugby, pero va expandiéndose en otra cosa a medida que algunos soldados saltan sobre la primera fila de cuerpos conformando un encadenamiento físico cuyo registro permite alucinar un nuevo organismo lúdico. Es un instante de hermosa diversión, una pausa en la rigurosa disciplina a la que están amablemente sometidos los futuros aviadores. No menos indeleble resulta el momento cuando Zolotukhin se le ocurre componer una secuencia en un cañaveral que acaba con un incendio. En esta secuencia sobre este paisaje se siente toda la tradición soviética, que puede haber empezado con Dovzhenko, inmediatamente fue asumida por Kalatozov y más tarde reinventada por Tarkovski y reenviada hasta hoy y depositada en las manos-ojos de Zolotukhin por Sokurov. Todos los nombrados son muy distintos entre sí, pero todos filman los bosques y el viento sobre los pastizales y los movimientos del cuerpo humano a través de juncos bajo el mismo concepto de extensión entre la naturaleza y la vida humana. Por eso, el momento en el que Mytia se pierde en el cañaveral prodiga otra proeza formal de Zolotukhin, porque la cámara se empeña en hacerse partícipe del movimiento desesperado del soldado allí perdido. El sonido aún trabaja sobre la propagación que lo define en su existir, de tal modo que no solo la cámara veloz y al ras del suelo propone el movimiento, sino también el sonido invisible que empuja sensorialmente al plano. La secuencia termina con la transformación literal de la luz tenue de la noche en un dorado proyectado en un pequeño río. El río luce como el cobre. El incendio deviene en hecho estético. ¿Habría que añadir que lo mismo sucede con los aviones, las turbinas, las cabinas? 

Lo extraordinario de todo esto es que el dominio estético de Zolotukhin no rivaliza con las emociones ni muchos menos con la fluidez del relato. La escena final, en la que los hermanos llaman a su mamá para contarle cómo están y qué van a hacer de acá en más, tiene la contundencia de una escena inolvidable de Terence Davies o de Douglas Sirk. Es imposible no sentirse involucrado. Uno de los hermanos tiene el teléfono en la mano y el auricular izquierdo está en el interior del oído, mientras que con el auricular restante escucha el otro hermano. Un cable los une al teléfono como en el pasado el cordón umbilical los separaba en un mismo sitio de crecimiento, cuando el trabajo de diferenciarse todavía no conocía siquiera el día uno.

El sabio citado al inicio se llamó Serge Daney, pero Francia no tiene ningún Zolotukhin que siga sus pasos.

Roger Koza / Copyleft 2022