BERLINALE 2020: LA OBSESIÓN POR EL MAL

BERLINALE 2020: LA OBSESIÓN POR EL MAL

por - Festivales
30 Mar, 2020 10:17 | Sin comentarios
Sobre las últimas películas de Puiu, Khrzhanovskiy y Rasoulof, exhibidas en la última Berlinale

Pasó un mes. La ubicua maldición que hoy es el significante mortal que todo lo resignifica recién penetraba en los cuerpos y en los oídos. A la distancia, la Berlinale parece haber ocurrido en otro año, incluso otro siglo.

Es que el mal entre nosotros tiene ahora una sigla insustituible: COVID-19. Su naturaleza microscópica incentivaba la imaginación paranoica, aunque nadie dejó de ir a ver las películas de los últimos días del festival —en esos días todavía no se le adjudicaba el peso de hoy—. Curiosamente, muchas de estas parecían inscribirse en una misma obsesión: el Mal. La mayúscula, en este caso, corresponde, porque se le confería un estatuto ontológico. ¿No es esto lo que cineastas tan distintos como Puiu, Khrzhanovskiy y Rasoulof pretendían asir con sus respectivos films?

El desconcierto se apoderó en el penúltimo día de la Berlinale, sobre todo en la noche del sábado 29, cuando se anunciaron los premios oficiales. El señor Jeremy Irons, presidente del jurado, anunció el Oso de Oro con convicción; sabía que se trataba de una película políticamente relevante. ¿Quién podría cuestionar su veredicto? Darle el premio a la película de un cineasta que tiene prohibida la salida de su país, por un film que además versa sobre la praxis de las ejecuciones capitales, fue, sin duda, una declaración de principios. Eso no significa que There Is No Evil, de Mohammad Rasoulof, haya sido siquiera una de los cinco mejores de la competencia; ni siquiera resulta la mejor de su director.

Dividida en cuatro historias muy distintas, reunidas solamente por el tema y el tono ominoso que las caracteriza (siempre pasa por una situación en la que un hombre debe, o debió, quitarle la vida a otro en nombre del Estado iraní), There Is No Evil tiene un arranque estupendo: el seguimiento de la cotidianidad de un hombre de familia, amoroso con su hija y solícito con su mujer, jamás llevaría a pensar que es él quien verifica la muerte de los ejecutados. Dicho así, es terrible; cómo resuelve todo esto en la puesta en escena es aún más escalofriante, porque Rasoulof no apela a una retórica de la exposición, sino que prioriza la sugerencia y la indicación.

El segundo episodio también tiene lo suyo: a un conscripto se le da la orden de ejecutar a un prisionero. Esto precipita una deliberación moral desesperada y la confección de un plan para intentar evitarlo. El suspenso es inevitable, y Rasoulof demuestra aquí un gran sentido del ritmo. Las otras dos historias abandonan Teherán y transcurren en zonas rurales; como las anteriores, giran en torno el peso de haber matado a alguien por obligación militar, pero los pormenores que acompañan el tema de fondo, la historia amorosa de una pareja joven y la relación de una joven con su tío, tienen demasiados vericuetos y explicaciones toscas. Todo lo bueno de los dos primeros episodios está ausente en los otros dos siguientes. There Is No Evil es un film descompensado; del primero al último capítulo, lo que luce contundente culmina opacado por la ilustración de una práctica estatal, tan abominable en sí como los efectos sobre quienes tienen que dar la cara por ella. Pero, lo sabemos, ilustrar una idea e una indignación no es filmarla, como se puede constatar en ese inicio promisorio y posteriormente en el desarrollo de lo que sigue.

No es la primera vez que Cristi Puiu examina la naturaleza de lo maligno en una película a partir de una indagación filosófica proveniente de un filósofo poco leído y muchos menos de moda. Vladimir Soloviov tiene sus seguidores secretos y se le prodiga admiración, y el cineasta rumano es uno de estos. El filósofo en cuestión remite en su temple filosófico a un Nietzsche, pero la tentación nihilista de aquel se resuelve en este por otra vía: la incredulidad es reemplazada por una apoteosis del acto de creer en sí: Soloviov intuye el fin del mal en el advenimiento del apocalipsis; la obra Los tres diálogos, elegida por Puiu, está inscripta en ese desborde filosófico como una respuesta al problema del mal.

Antes de esta incursión en el discurso filosófico del elegido en Malmkrog, Puiu ya había intentado filmar el Logos del filósofo ruso algunos años atrás. El film se titulaba Trois exercises d’interprétation, y se parecía bastante a este segundo intento, más pulido y profesional, también más extenso, y apenas menos metafísico. La sesión cómica de espiritismo de aquella ocasión permanece ausente, porque el humor, en esta oportunidad, depende exclusivamente de la mordacidad dialéctica. Es frecuente reír del veneno de una afirmación frente a la ingenuidad de un enunciado precedente. El poco humor de Malmkrog emerge de la impiedad de la razón. Sí, los comentarios de los participantes pueden arrancar alguna carcajada, pero no es precisamente una virtud intrínseca del film. Su conservadurismo político y el pliegue hacia un pasado metafísico son incompatibles con el distanciamiento signado por la comicidad. Este es un film sentido en la nostalgia y en la percepción de un peligro.

Después de un inicio hermoso en el que se impone el enceguecedor brillo de la nieve en un paisaje desolador en medio de la nada, el film comienza sus peripecias conceptuales. Dividido en largos capítulos vinculados a los nombres de los participantes de la discusión filosófica, varios hombres y mujeres, el debate da inicio. La puesta en escena varía sin ningún signo interior a ella que explicite los cambios ejercidos, todo lo que hay es el capricho de quien conduce por fuera. La primera empieza como una de Ruiz, y de hecho se dispensaron, sin ningún esmero analítico, elogios a ese inicio en función del tableux vivant que lo organiza. ¿Es realmente eso? Es cierto que esos primeros minutos ostentan alguna semejanza con La hipótesis del cuadro robado, pero Puiu se contiene de desnaturalizar por completo la representación de ese primer diálogo. Los personajes están parados, pero no dejan de moverse en el reducido espacio de esa zona del living. Lo que sí se adivina es otra cosa: no existe ningún atisbo de que el silogismo conocerá su costado ridículo, como en cualquier película de Ruiz; tampoco habrá misterio, porque el habitual contrapunto al absurdo matizado por las cuerdas enigmáticas de Jorge Arriagada no es constitutivo de la poética de Puiu. ¿No es ese primer capítulo un poco de teatro filmado protegido por el prestigio sonoro de los conceptos?

En otros episodios, la posición de la cámara permanece fija, se mueve semicircularmente, adopta una lógica de registro casi televisiva o toma distancia de los personajes enfatizando el dispositivo en uso. Los cambios no están dados por alguna exigencia interior a la confrontación de ideas ni al espacio elegido: living de la casa, dormitorios, comedor. Lo más hermoso, sí, recae en la luz y sus variaciones, como asimismo en el énfasis obsesivo puesto en el mobiliario. Hay, además, alguna que otra pausa ligada al paisaje, como también la irrupción inesperada de un acto de violencia social que primero se anuncia por el orden sonoro en tanto se escucha a una turba enardecida y después la indignación de esta penetra desde el fuera de campo sonoro como mera balacea. Esta escena es casi inescrutable: ¿una indicación de una potencial furia a punto de ser desatada contra la aristocracia? ¿Hay una revolución latente? ¿Es quizás un sueño? Habrá muertos y estos volverán a escena de inmediato para persistir con sus argumentos: Europa como destino metafísico, la civilización y la barbarie, la naturaleza ontológica del mal, la voluntad de creer, la consciencia moral, la superioridad de ciertas razas, las formas de organización política, la evidencia de las creencias.

En efecto, las preocupaciones son morales, metafísicas y políticas. Todo eso viene unido por un patrón semántico que amalgama la especulación filosófica: la presencia del mal y su origen; este rige todo, casi como un principio ontológico, más allá de las refutaciones que esa misma posición conoce en el transcurso del film. Las tesis son tan decimonónicas como lo es también el deseo de Puiu de restituir un viejo orden que ve extinguirse, más allá de que esa capitulación pueda ser leída con ambigüedad, efecto previsible cuando se filma la circulación de la palabra filosófica y no se entrevé de un primer vistazo en dónde reside el punto de vista. Las conclusiones indebidas están a la mano, y no faltaron aquellos que leyeron una discreta celebración por parte del cineasta frente al fin de ese dominio europeo y pretérito en el pulso de la cultura universal. Es cierto: Puiu puede sugerir la tensión de clases entre estos tardíos alumnos de la Academia platónica y los sirvientes que están a su disposición, quienes preparan las comidas, atienden a los enfermos de la casa, limpian la mugre de la patronal y resultan invisibles mientras los dedicados al pensamiento no los necesiten. No es un tema novedoso, porque ya desde la invención filosófica los que tienen el privilegio de contemplar la verdad son unos pocos. Pero quien asuma que Puiu está poniendo en riesgo este privilegio debería informarse. La escenificación de ese orden de siglo poco tiene que ver con soñar una visión destituyente. Se trata más bien de una advertencia obscena: de no prevalecer ese orden del mundo, se agitarán las miserias del populismo y las almas superiores dejarán de señalar el camino para proseguir con la edificación de la civilización. Si hay un cineasta reaccionario entre los rumanos, ese es Cristi Puiu.

Aquí es preciso hacer una aclaración: un artista reaccionario no es ni mejor ni peor que otro, por poner un caso, progresista. Esta dicotomía entre estética y política siempre incurre en la intemperancia del juicio y el apuro por decretar condenas de todo tipo. Hay cineastas notables en cualquier posición del arco ideológico; desdeñarlos por el solo hecho de que estos no estén en la misma posición de quien ejerce la crítica constituye una evidencia de mezquindad y pereza intelectual. El desafío es indiscutible en casos como el de Puiu, porque en cierto momento habrá que estimar y analizar a fondo cómo se conjuga una visión del mundo en la puesta en escena y ubicarse frente a esta para desentrañar cómo un plano es en cierto sentido la consciencia de quien lo ha concebido. La hermosa complejidad del espíritu mitiga los reduccionismos, lo que no significa tener que desembarazarse de la zona maldita de intersección entre estética e ideología.

El mismo problema que suscita Malmkrog (el esfuerzo por comprender una estética desplegada en relación a una política que se materializa en todo encuadre) se repite, y con mayor vehemencia, en DAU.

DAU no es una película, sino un proyecto descomunal cuya historia es la siguiente: iba a ser un ambicioso film de Ilya Khrzhanovskiy a filmarse en el 2007; después de que se construyera el set que reproducía un instituto de ciencias ligado a Lev Landau, científico soviético clave en 1930, el proyecto creció y el set mismo se transformó en una comunidad de experimentación en la que científicos, artistas y familias comunes decidieron ingresar y vivir aislados del mundo exterior, como si estuvieran en la Unión Soviética, entre 1938 y 1968. De este delirio colectivo nació una instalación y ahora varias películas, una de estas: DAU. Natasha.

Dadas las dimensiones del proyecto, el film elegido para incluir en la competencia resulta microscópico. No se ve el instituto y tampoco abundan los personajes. El film se ciñe a mostrar detalladamente la devastación psicológica de la protagonista, quien muta, por convicción, en soplona del servicio secreto. La primera hora y pico está dedicada a la cotidianidad de Natasha, que atiende la cantina del instituto. Los últimos 40 minutos del relato se concentran en una minuciosa tortura no exenta de vejaciones, cuyo poder más evidente radica en observar la descomposición del núcleo de identidad de una persona. El film glosa el 2+2=5 de 1984 y transmite la vulnerabilidad de cualquier persona frente a una situación semejante.

Lógicamente, las polémicas no se hicieron esperar, y en donde sea que se proyecte el film de Khrzhanovskiy, la controversia y la discusión estarán garantizadas, porque nuestras categorías de análisis lucen insuficientes dadas sus condiciones de producción. Sin embargo, quienes haya visto DAU. Degeneration podrán atenuar la irascibilidad que despierta este film. Sucede que en este otro desprendimiento fílmico sí se percibe mejor qué es el experimento de Khrzhanovskiy, al menos en su extensión cinematográfica. DAU. Degeneración es otra cosa.

La palabra operativa es la del título: degeneración. La pasión por el saber, o el deseo de indagación mutildisciplinaria, es el pilar simbólico del instituto, erigido en el seno del comunismo de la década del 30 en la Unión Soviética, alejado en cierta medida del imperativo del estalinismo, aunque sin dejar de ver el comunismo como una forma de religión secular sostenida en la ciencia, trastocada tardíamente en la década de 1960 por un espíritu higiénico basado en la vigilancia y el control. En 1966, el propio DAU es una especie de hombre de cera, cuya presencia pretende eternizar la misión del instituto y su prestigio, aunque el hombre y no el mito del que se lo inviste no puede siquiera decir una palabra.

El inicio de DAU. Degeneration es magnífico. Acá sí se siente la introducción de un mundo detenido en el tiempo, un bloque condensado de tres décadas del siglo XX, un efecto casi documental de la experiencia de todos los intérpretes. Las primeras escenas están dedicadas a una reunión en la que se convoca a monjes tibetanos, rabinos, físicos, psicólogos, matemáticos, sacerdotes ortodoxos, filósofos, sociólogos, artistas. El espíritu científico en un sentido amplio se siente en todo su esplendor. Los invitados exponen y los oyentes preguntan; es la representación feliz de una comunidad de indagación, rodeada a su vez por estudiantes y un grupo de gente que trabaja en los servicios. La infaltable presencia militar soviética no se inmiscuye en lo que ahí sucede. El deseo de saber prevalece.

El relato es coral. Por un lado, están los científicos, por el otro, los estudiantes, todos entregados a una cierta liberación de las costumbres. Los jóvenes fuman cannabis y el sexo no está circunscripto a las necesidades del Partido. Todas las personas concentradas en el trabajo cotidiano (cantinas, limpieza y otros servicios) parecen felices por el solo hecho de estar allí, ayudando por elección a que esa experiencia colosal sea posible. Hedonismo y saber y sacrificio coexisten.

Sin embargo, es un momento de cambio y ajuste, y si bien la década del 60 de Occidente es parte de la cultura del instituto, una línea represiva comienza a esparcirse en los recovecos de la institución. El relato no es otra cosa que la filtración de una cultura microfascista en el seno de una comunidad de saberes, cuya misión radica en convertir a cada uno de sus miembros en un informante. El mismo militar de DAU. Natasha, el obsceno y frío torturador que doblega a Natasha y la reinventa en un agente de espionaje, es aquí quien toma las riendas del instituto. Este impondrá la lógica general; la sospecha y el control mutuos serán las nuevas directrices en el nombre del comunismo y en la construcción de un nuevo hombre. La moral sustituye al saber, el disciplinamiento a la política.

A juzgar por DAU. Natasha y DAU. Degeneration, Khrzhanovskiy ha abandonado aquí la veta experimental y formalista de 4; ambas películas son narrativamente comprensibles, sin ningún gesto vanguardista en las decisiones de montaje y en la modalidad narrativa elegida. La voluntad expresa por confeccionar un relato es ostensible, y no se apela a ninguna opacidad que retenga el sentido de lo que se escenifica. En ese sentido, más que un imperativo sensorial, en sintonía con el cine de Kira Muratova, como el que definía el delirio narrativo de 4, en DAU prevalece una fuerza didáctica y un interés por la inteligibilidad. Todo lo que sucede con la matanza de un cerdo en el living de una casa y el triunfo de los fuertes por encima de los inquietos de espíritu, lo cual domina el último tramo del film, confirma el cambio de tono; es también aquí donde la puesta en escena se abandona al subrayado y a la provocación más pueril. En otros términos, el delirio está alojado en las condiciones de producción, ya no en la realización.

Hay escenas y atmósferas increíbles en DAU. Degeneration, como cuando uno de los economistas desarrolla una explicación acerca de una previsible crisis económica hacia 2026, debido a una relación exponencial insostenible entre la matriz económica y los recursos necesarios para su sostenimiento. El expositor es vehemente y claro, capaz de citar desde razonamientos propios de la física cuántica a términos provenientes de la especulación metafísica de Teilhard de Chardin. La explicación es muy plausible y apasionante, al menos así era al inicio del mes en curso. Apenas unas semanas después, el 2026 luce nada más que como una fecha del calendario, un año en el almanaque que parece tan lejano como los viajes a galaxias distantes.


Fotogramas: DAU. Degeneration; 2) There Is No Evil; 3) Malmkrog; 4) Malmkrog; 5) DAU. Degeneration.

Roger Koza / Copyleft 2020