BERLINALE 2020: ALGUNOS HOMBRES

BERLINALE 2020: ALGUNOS HOMBRES

por - Festivales
23 Feb, 2020 09:39 | Sin comentarios
Tres películas en competencia: First Cow, Los conductos y Le sel des larmes; tres directores: Reichardt, Restrepo y Garrel.

Por contingencia, aunque quizá más por la manera en que se organizó el mundo, la cinefilia, una invención reciente que ni siquiera alcanza un siglo, ha sido masculina, por no decir machista. Las discusiones cinéfilas pueden parecer ajenas de los intercambios propios de un vestuario o los insultos de hinchada, solamente porque se emplea un vocabulario más sofisticado y por un aura que protege al cine de la caída en lo arbitrario y pasional, por el hecho de tratarse de un arte. Pero, en la cinefilia, abundan los compadritos, el pavoneo es un acto recurrente y la satisfacción de menoscabar al rival se puede advertir en las habituales riñas que poco elevan el entendimiento.

Pero los hombres no son todos machos, y la masculinidad cambia con el tiempo, y con este también se alteran las formas de representar lo masculino. En el mismo día, tres películas de distintas competencias devuelven figuras de hombres disímiles. Ser hombre puede significar ser depredador sexual o devoto sacrificial; ser hombre puede aludir al señorío sobre otros hombres, al amor por sus congéneres y, asimismo, a la capacidad de darle fin a la vida de otro. Las posibilidades son muchas, pero todas se pueden pensar a partir de una forma de masculinidad rígida, a veces bestial, en ocasiones matizada por alguna sutileza ornamental propia de la cultura, en la que los hombres son hombres en tanto ostenten una fuerza absoluta de imposición. El machismo es siempre un régimen de intimidación; puede ejercerse con los músculos o mediante el silogismo, pero el fin siempre es el mismo: el acto de dominar.

El título del film del legendario Philippe Garrel tiene una importancia capital: Le sel des larmes. La traducción fidedigna es “la sal de las lágrimas”. El protagonista es un joven de pueblo que trabaja con su padre. Tiene el deseo de estudiar en París para convertirse en ebanista, un paso de superación con respecto al camino de su padre, un noble carpintero. La relación padre e hijo es aquí decisiva, en la trama y en la distancia de perspectivas; el punto de vista le pertenece al más joven.

Luc ama y admira a su padre, quien espera que su hijo supere sus logros. Todo indica que así será, al menos si puede pasar un examen en una escuela parisina de ebanistas. Pero el problema de Luc no es vocacional, sino afectivo; la hermosura ostensible de su fisionomía es reconocida de inmediato por casi todas las mujeres con las que interactúa. Primero, una profesora mucho más joven que él; después, una compañera de la escuela secundaria, a quien no ve desde el final de la época de estudio y de la que se vuelve a enamorar; finalmente, habrá otra mujer bellísima que conoce por azar gracias a un compañero de trabajo. Luc podría escribir su propio diario de un seductor.

Las últimas películas de Garrel tienen algo de laboratorio. En este se aíslan a hombres y mujeres, casi siempre jóvenes; el cineasta los arroja a un espacio afectivo y erótico en el que predomina el fracaso, como si la investigación de los últimos años estuviera circunscripta a la verificación de la muerte del amor romántico, ya sin trazos autobiográficos y generacionales, más cercano a una concepción pura de las pasiones amorosas. Por ahora, el veredicto es el siguiente: el entendimiento entre el hombre y la mujer es imposible, basta muy poco para que se ponga en riesgo la confianza que se tienen mutuamente dos que creen amarse; la imprevisibilidad del deseo y el egoísmo son constitutivos de sus criaturas. No es cinismo del intelecto, ni abatimiento de la moral, el móvil de la indagación es epocal, y acaso también universal: nadie sabe bien por qué y qué desea, y todo intento por entender el deseo entre dos resulta una desilusión. Es una hipótesis de mínimas, que necesita de películas para asegurar que la intuición es la correcta. Que los personajes estén desprovistos de teléfonos y no estén imbuidos en los modos de comunicación de uso frecuente es solamente una conjura de la distracción, y también un desdén y una hermosa preferencia.

Es evidente que, en Le sel des larmes, la mirada se posa en la incapacidad de Luc para sentirse comprometido con todas sus mujeres. El argumento se erige en el acopio de situaciones amorosas destinadas a la insatisfacción del protagonista y al dolor de las elegidas. A excepción de la última que escoge, cuya libertad funciona y juega de contrapeso de los actos de Luc. El primer acto se ciñe a la llegada a París: el descubrimiento de Djemila por parte de Luc es inmediato y la invitación para salir a la tarde, algo orgánico al encuentro; no tanto el intento de acostarse con la joven al otro día, una escena clave que cifra la mezquindad del personaje. En cuatro planos/contraplanos, y en una breve caminata por las calles de París, filmados con la elegancia característica del director, el film establece el poder de seducción del personaje y el encantamiento que produce en las mujeres. Hay que decir que la economía narrativa es formidable, no menos que la convincente verosimilitud de cada acto. En la primera escena erótica, en menos de 45 segundos, Luc demuestra ser lo que es: un depredador sensible, un macho con modales. Esto es posible porque el dominio de Garrel es absoluto: tiempo de escena, precisión del encuadre, decisión de corte. En esto, el cineasta es infalible.

Lo más misterioso de las últimas películas de Garrel, después de Los amantes regulares, es la tendencia creciente de su parte a disociar estos relatos amorosos de cualquier inscripción en el presente, incluso cuando todas las escenas en las calles son magníficas y constantes. Garrel ha hecho de los paseos callejeros pequeños acontecimientos estéticos, más allá de que el espacio público como fuente de información de una época permanezca elidido. Por supuesto, no se trata de una obligación estética o una máxima de evaluación, pero sí delimita su estudio de la psicología amorosa a una suerte de pureza radical acerca de la gramática de los sentimientos, como si estos jamás estuvieran teñidos por el paso del tiempo. (En este sentido, la predilección por filmar a todas sus actrices bañándose o desnudas, también reenvía el registro a otro tiempo, una tara anacrónica; no se trata de una objeción por su carácter sexista, sino que constituye, más bien, una observación sobre una forma de obstinación, una rareza estética a contramano de los imperativos de corrección política e igualdad que rige en el horizonte crítico del presente).

En todo esto, Garrel se parece muchísimo a las historias de desencuentros afectivos reiterados en el cine de Hong, otro cineasta que elige un tema similar y casi exclusivo con sus ingeniosas variaciones, y en el que la vida social y política de Corea del Sur permanece en un asombroso fuera de campo. En las últimas de Garrel, hasta la musicalización parece un reconocimiento directo al cine de Hong, y en este filme hasta se incluye un zoom hacia delante que opera como reencuadre, a la usanza de Hong. Las diferencias, por otra parte, son obvias: Hong prefiere acentuar más los elementos lúdicos y absurdos de sus historias; la melancolía y la crueldad rara vez tienen espacio en sus relatos mínimos y las tragedias son microscópicas.

Frente al film de Garrel, el apuro puede precipitar su condena por machista; tal consideración es desmentida (parcialmente) por la propia puesta en escena y (enteramente) por la resolución y el punto de vista del relato. En la primera caminata, la alternancia del plano y el contraplano reposa en la gestualidad de Djamila. El plano la muestra hablando y mirando, el contraplano abarca a los dos, a Luc no se le otorga el derecho a su perspectiva. Esa asimetría vuelve a repetirse, y narrativamente se consolida con un chiste inesperado (y diferidamente doloroso) en torno a un embarazo, como, asimismo, en la inarticulada decepción con la que el padre observa el desenvolvimiento de su hijo, que ya no le cuenta todo y es capaz de no atenderle el timbre e, incluso, de no acompañarlo al hospital para un estudio.

Los hombres no lloran, suelen hacer llorar. Los dos sustantivos del título: la sal y las lágrimas desmienten ese apotegma de los machos. Una cosa es Luc, otra, el film sobre él. Es un error extender el comportamiento del personaje a la propia película.

Sin prefacio alguno: First Cow, de Kelly Reichardt, es una maravilla. ¿Por qué? El amoroso leitmotiv, el estribillo sugerido a lo largo de sus hermosos planos filmados como en el siglo pasado y cercano a sus inicios, es el siguiente: la primera y última resistencia frente al capitalismo es la amistad.

Probablemente se trate del río Columbia situado en Oregon, o quizás sea otro río tan caudaloso como ese en el mismo territorio. El plano general fijo es un interludio: un enorme barco entra en plano, pasa por él y lo abandona. De inmediato, un par de planos que siguen los movimientos de un perro ansioso por desenterrar algo bajo tierra, a orillas de ese mismo río. Una mujer está junto al animal, que insiste, sin distracción alguna, en seguir el dictamen de su olfato. Finalmente, la tierra cede frente a la terquedad del animal: allí yace la osamenta de dos cuerpos, quizás fueron amantes, tal vez solo amigos. ¿Quiénes son?, ¿cuándo murieron?, ¿cómo? El film es la historia de ellos.

De nuestra época, el film viaja hacia atrás en el tiempo. Estados Unidos está sus albores, pletórico de hombres y mujeres que provienen de todos lados para habitarlo; es el inicio de la Historia, y el anuncio de u mundo diverso. En efecto, el pluralismo cívico se puede aun divisar en una región como esta en la que todavía las grandes ciudades ni siquiera pueden imaginarse. El mercado, aquello que reúne a los habitantes de la región, todavía emerge del barro, con las endebles casas de madera que delimitan el espacio común, la taberna infaltable y, en este caso, sin la comisaría que reafirme la instauración simbólica del orden.

Y ahí están los llamados americanos nativos, los irlandeses, los ingleses, los chinos. Estados Unidos, como Argentina, fue y es una nación joven y sin historia. Pero el país del norte, a diferencia de aquel del sur, tuvo otro reparto en el drama de la historia: tras malograr la vieja utopía o una visión original de una democracia vitalista esta fue rápidamente sustituida por un modelo del mundo, un capitalismo sin escrúpulos y guía del siglo posterior. ¿No son los dos personajes principales, un cocinero y un inmigrante chino, los hombres que soñó Whitman? ¿Y los otros, los grotescos buscadores de oro, o los dueños de la tierra y de los animales (aquí de la primera vaca de la región) no son los futuros creyentes de una ciudadanía convencida en la propiedad y la acumulación? He aquí una película contundente sobre los inicios del capitalismo salvaje, el que puede asimilarse en su organización interna a una contienda perpetua entre hombres a quienes solo los define la posesión.

El mero acaso reúne al cocinero con el chino. La aparición de este último es uno de los tantos placeres que prodiga el film: desnudo, en el bosque y en la oscuridad, hambriento y necesitado de abrigo, el cocinero lo descubre y lo ayuda. En el primer intercambio, hay un chiste formidable y al paso ligado al manejo del inglés del chino, primero confundido con un indio. Frente a esa situación desesperada, el chino termina durmiendo en la carpa con el cocinero. La decisión es tan solidaria como sugerente, porque la amistad entre los hombres siempre puede conducir hacia otros terrenos. El film lo insinúa, pero esto no es Secreto en la montaña, más allá de que no es la primera vez que Reichardt se ocupe sobre la interacción indefinida de la amistad entre los hombres, como sucedía en Old Joy.

La historia del film se reduce a un hermoso robo diario de leche. Al militar que manda en la región, se le ha traído una vaca, y el chino y el cocinero, por las noches, sustraen un balde de leche, materia prima del emprendimiento exitoso que llevan adelante, con el que sienten que podrán prosperar: la repostería fina. En efecto, en el mercado, resulta un boom gastronómico. Ahí, todos los hombres hacen cola para llevarse sus bocaditos, hombres en fila que, por un dulce, pagan más de lo que tienen. La reiteración de esa escena le permite a Reichardt varias cosas: introducir gags microscópicos e ilustrar, de un modo genial, la relación de la demanda con el deseo a partir de la innovación de la oferta. Hay un travelling lateral extraordinario sobre las manos de todos los hombres que esperan su turno para comprar el bocadito. Ese deseo se materializa en el plano que muestra las distintas formas de pago: monedas de la época y billetes o cheques equivalentes al dólar y las manos de los compradores. Lógicamente, la tensión dramática radicará en que algún día el dueño de la vaca pueda adivinar la razón por la cual su animal no resulta ser un proveedor eficiente.

First Cow lo tiene todo: en primer lugar, la reconstrucción del primitivo Estados Unidos es minuciosa: la indumentaria de los nativos, los utensilios del cocinero, los tonos de luz y también la apreciación del sonido. Cuando se filma una época remota se olvida que la sonoridad de otro tiempo no es la del nuestro. Hay una laboriosa dosificación de sonidos a lo largo de todo el film, a veces infelizmente interceptada por unos pasajes musicales tan hermosos como innecesarios. El bosque suena, como si al sonidista del film lo hubieran enviado en una cápsula del tiempo al inicio del siglo XIX a registrar el sonido de un ecosistema. La relevancia política de esa reconstrucción física es indesmentible. En ese pequeño universo social ya se siente el devenir de una nación signada por un mito de ser la tierra de las oportunidades y también el territorio en el que vencerán los que ostentan las armas y se adueñan de los terrenos. Todo eso se despliega a propósito de una hermosa amistad entre dos extraños. ¿No se podría haber llamado Dos que cocinan juntos? Es que esto es un western heterodoxo, en el que el rifle ha sido reemplazado por la cuchara y la pólvora por la miel y la leche. Y esto no es todo, porque, como sucedía con el gran John Ford, la comicidad es un ingrediente esparcido a lo largo de todo el film, dosis humorísticas que ni siquiera están ausentes cuando la propia vida se pone en juego. (El momento sublime y cómico por excelencia reside en la aparición de Gary Farmer, como si el William Blake de Dead Man hiciera su aparición tardía en el relato y el propio film se inscribiera en una tradición lateral del western, a la que pertenece el film de Jim Jarmusch).

Sí, First Cow es una maravilla, por todo lo dicho y por mucho más, y, entre otras cosas, por la notable interpretación de la vaca que en los créditos tiene nombre, Elvie, y que, junto con los tres perros y el gato maldito que precipita la desgracia de los dos amigos, merecen un legítimo reconocimiento del jurado como mejor interpretación no verbal de la competencia. ¿Qué más? La directora estadounidense dedica su película al notable Peter Hutton. Que en paz descanse aquel genio del encuadre y la intensificación visual, el que entendió que el sonido era innecesario para sus planos, a diferencia de Reichardt.

El universo de Los conductos es prácticamente de hombres. Tuerquita, el hombre que vive en los conductos, poco dice en un principio, pero sí ejecuta. En menos 10 minutos, acaba con dos vidas, asesinatos que tienen en principio la sospecha de su gratuidad, aunque pueden ser un reflejo para sobrevivir en los espacios abandonados de Bogotá y también para hacerse de una motocicleta, viajar por la ciudad y conseguir una droga sintética para conquistar un viaje de conciencia.

Por cierto, los dos asesinatos son de una absoluta inclemencia, pero también están escenificados en un total fuera de campo (aunque al cuerpo de una de las víctimas se lo verá tendido en el suelo y se divisará perfectamente el agujero de la bala en la carne). He aquí el aleph del film, un plano reiterado y empleado en la primera ocasión para acentuar el orden de continuidad con otros orificios. Restrepo introduce la carne abierta del muerto con un zoom sobre la perforación de la bala; el plano posterior es el de un surtidor entrando al hueco de un vehículo en el que se carga gasolina. Las asociaciones de esta naturaleza son varias, y casi siempre están relacionadas a máquinas de producción o artefactos industriales. Un telar, un ventilador, una motocicleta; es que los signos y la textura material de film remite al siglo XX, no así el tiempo del relato que es el presente colombiano, aunque representado en un sistema abstracción que tiende a transmitir y condensar una derrota en todos los órdenes de vida.

Tampoco son anacrónicos los placeres del protagonista. En una escena hipnótica, el placer del desdoblamiento, debido a los efectos de la droga, se materializa en la pantalla. Ser dos en uno es un descanso de ser siempre el mismo. Restrepo duplica visualmente a su antihéroe y suenan bien alto algunos compases de música electrónica. Los encuadres son gloriosos, el trabajo sonoro no menos, en consonancia con la obsesión fotográfica.

Es que Los conductos es un film de derrotados, en el que un último hombre, o uno de los últimos de una secta que le rinde culto a un iluminado al que llaman «el Padre», comprende la falsedad de aquella causa abrazada frente a la falsificación de todo el edificio social. Como lo enuncia Tuerquita, los políticos simulan ocuparse del bien común y roban en la obra pública, porque se trata siempre de una política de gestiones; y el resto acata y calla. Sucede que el joven, quien se entregó a la causa de ese grupo religioso, ha tenido que reconocer una nueva decepción, la del misticismo colectivo, siempre proclive al microfascismo, siempre ineficaz. Este es un mundo sombrío, dolorosamente nihilista.

Una conjetura: en Los conductos existe una convicción que ordena el presunto sentido errático de la trama, porque no se trata aquí de una típica película contemplativa, interrumpida con inesperadas secuencias violentas y contextualizada por una sociología reduccionista con algunos matices teológicos que expresen una cómoda posición de enunciación de las miserias circundantes. La incomodidad de Los conductos reside en asir un espíritu de abatimiento general, una condición asténica que es desesperante y que es concomitante con la clarividencia de que no hay escape. Este es un film sobre la desesperación, cuya paradoja es que no pacta con esta.


Fotos y fotogramas: 1) Orion Lee y Kelly Reichardt; 2) Le sel des larmes3) Philippe Garrel; 4) First Cow; 5) First Cow; 6) Los conductos

Roger Koza / Copyleft 2020