BAFICI 2008 (4)

BAFICI 2008 (4)

por - Cineclubes
12 Abr, 2008 04:24 | Sin comentarios

Otras películas que se pueden ver en estos días.

El BAFICI es inabarcable y el cinéfilo, propenso a la obsesión, puede ser insaciable. Son 13 días, más de 400 películas, y las matemáticas y la planificación no llegan a templar la legítima y a veces patológica ansiedad. La cinefilia, después de todo, como decía Daney, es una suerte de enfermedad, y los festivales son internaciones voluntarias.

Todos los festivales tienen sus películas Must, sus OVNIS, sus tesoros escondidos, sus películas relax e incluso sus bodrios. Quizás para el exigente intransigente, Once y Sonic Mirror, pueden ser películas para otra ocasión, distracciones más que elecciones justas para el cinéfilo que sabe muy bien acerca de la aridez anual de la cartelera cinematográfica. Pero ambas películas pueden servir de descanso y respiro: para poder seguir viendo pero sin esfuerzo. Ideal para la tercera del día, si es que uno piensa ver seis. Estas películas, en efecto, no exigen, relajan, y no por ello son dispensables. Y si a uno le gusta la música, hasta pueden convertirse en películas queridas, aunque si se tiene cierto entrenamiento musical o si se es músico, la de Kaurismaki habrá de satisfacer un poco más las expectativas del entendido.

Quien haya tenido el disgusto de ver la última entrega de los Oscars podrá recordar uno de los pocos reconocibles momentos humanos, en esa fiesta de potenciales psicóticos millonarios totalmente alejados del mundo real: el título ganador de mejor tema original para una película se la llevó Fallen slowly, de Glen Hansard, compositor, intérprete y protagonista de Once. Sorprendido dio las gracias y se llevó la famosa estatuilla. En su honesto agradecimiento, involuntariamente, establecía una distinción lingüística entre un ustedes y un nosotros, pues la acompañaba Markéta Irglová, la otra protagonista del film. Es cierto: eran artistas de otra especie. Pero más sorprendidos quedaron estos otros, las estrellas, y nosotros, los televidentes, cuando tras la pausa comercial y proseguir con la ceremonia Irglová volvió para poder hablar y entonces agradecer y dedicar su premio a todos los músicos independientes. Jon Stewart se limitó a decir cuán arrogantes eran estos tipos.

En un bello artículo de Adrian Martin sobre el género musical en la versión inglesa de Movie Mutations, hay una cita de Agnès Varda en la que se refiere a su marido, Jacques Demy, a propósito de sus películas, que en parte puede ser aplicado a Once: “Jacques no era un cineasta radical. Pero lo que era radical era su deseo de llevar la música, la canción y la danza a ciertos lugares que estaban disociados de estos elementos, como por ejemplo la lucha de clases”. El pequeño y noble film de John Carney poco dice sobre la lucha de clases, pero sí sitúa la música, la canción y la danza en una clase específica, la trabajadora, pues se trata de un musical propenso, paradójicamente, a un difuso realismo social.

En Dublín, un músico (callejero) y también empleado de un negocio (paterno) de reparación de aspiradoras conoce a una mujer en la calle mientras interpreta una de sus canciones. Luego harán música, quizás se amen. Esta versión proletaria de Letra y música transmite la misma felicidad de esa película, pero se desmarca de esa quimera mercantil en donde hacer música se asocia al éxito y a la fama. Aquí, la música es una labor cultivada para cuidar la propia dignidad y una expresión catártica para conjurar el propio desencanto. Una vez hace visible la mentada comunicación entre músicos, pues permite en varios pasajes ver cómo se compone grupalmente, dejando asentado que la música es una actividad colectiva (y también ofrece un retrato del músico que nada tiene que ver con las drogas y la vagancia, aunque sí, discretamente, con la rebeldía).

Como film musical está en las antípodas de productos miserables como High School Musical, la artificialidad sofisticada de Chicago o el sadismo cool de Sweeney Todd. En sus mejores momentos, el film de Carney puede remitir a esa obra maestra de Terence Davies llamada Voces distantes, en el que la música popular funciona como un patrimonio comunal capaz de neutralizar la desdicha y de garantizar instantes de placeres que no se pagan con dinero. Pero el film de Davies no tiene concesiones, y Once, de vez en cuando, elige los caminos más transitados. Sin embargo, los planos secuencia extensos y un registro directo del sonido en varias ocasiones producen un efecto de extrañamiento sobre las reglas del género, operación estética que compensa el glamour del musical canónico y le otorga un profundo sentido humano.

De los dos hermanos Kaurismaki, Mika es el menos prestigioso, y quien crea que por el apellido habrá de ver algo parecido a los pasajes musicales de El hombre sin pasado u otras de sus películas, pues habrá de sufrir una decepción. Pero Sonic Mirror se deja ver, principalmente, porque el ex baterista de Mahavishnu Orchestra, Billi Cobham, uno de los pocos bateristas que trastoca la naturaleza rítmica de su instrumento (Stewart Copeland, Paul Wertico, Neil Pearlt podrían ser otros) alcanzando cierto matiz melódico, es un tipo simpático y curioso, además de ser un gran músico.

Estéticamente convencional, Kaurismaki se dedica a seguir a Billy Cobham en Finlandia, Brasil y Suiza. En el país del realizador, Cobham toca con una orquesta numerosa. Suena bárbaro, y a quien le guste el jazz habrá de estar satisfecho con este segmento. También quedarán conformes quienes estén interesados en las raíces africanas de la música brasilera. La incursión de Cobham por el norte de Brasil no sólo le permite al músico constatar otras concepciones rítmicas, sino también recordar su propia infancia, no tan alejada a la de varios de los niños brasileros con lo que juega y hace música.

Pero Kaurismaki está interesado en demostrar un concepto al que Cobham subscribe y patenta: el espejo sonoro. Diríase que se trata de una suerte de terapéutica implícita en la creación e interacción musical que supone siempre a un otro, y que aquí tendrá su prueba empírica en el penúltimo pasaje del film, en el que Cobham ofrece un concierto experimental en un instituto de autistas de Suiza, invitado allí por la insistencia de uno de los pacientes devoto del baterista. Quizás no sorprenda a los músicoterapeutas, pero el bello descontrol entre autistas y músicos profesionales devenido en “espejo sonoro” justifican los 79 minutos de película.

* Fotos: 1) fotograma de Once; 2) fotograma de Sonic Mirror.

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