60 COLUMNAS (02): SIETE VECES ZAMA

60 COLUMNAS (02): SIETE VECES ZAMA

por - Columnas
16 Nov, 2017 05:28 | 1 comentario
El método obsesivo de Sonzini es infalible. Zama vuelve a resplandecer en su texto. Fugaces intuiciones adquieren forma y la película vuelve a deparar nuevos secretos.

Zama comienza con un gran plano general, fijo, equilibradamente dividido por la frontera entre el agua y la tierra. En el centro, Don Diego de Zama, quien nos prestará sus ojos para transitar la película. A su alrededor, el vasto paisaje: el cielo, la playa, las montañas, el río. En el fondo del plano, indios en taparrabo recolectan agua. Zama permanece quieto y observa hacia el más allá, pareciera que carece de expectativas. El río recorre su cauce lentamente. Zama comienza con una imagen de la totalidad y de la quietud. Una imagen desesperanzadora.

0.

Este tipo de imagen no se repetirá. De aquí en adelante todo parece incompleto. Las tomas son incapaces de contener la totalidad de la materia que constituye la escena: los encuadres cercenan elocuentemente los cuerpos, desarman los espacios en las partes que lo componen, quitándoles por completo el centro (no podemos decidir en dónde enfocar la atención), y las secuencias se interrumpen abruptamente antes de resolver la acción que las convoca.

Dentro de las escenas, entre los planos, se abren grietas, agujeros negros que producen una gran fuerza de atracción hacia su misterioso interior. Por ellos se pierden los personajes, cuerpos que desaparecen en los cortes, que viven y mueren entre toma y toma, para buscar una extraña semivida en los intersticios entre escenas, tomas e incluso cuadros. Semivivos cargados de una crepuscular melancolía.

La construcción formal de cada escena es lo que produce dichos agujeros: pareciera que contenido y forma desataron una guerra en la que la forma siempre está avasallando y desfigurando al contenido. Y esa tensión constante entre “situaciones ordinarias desarrolladas con técnicas extraordinarias” (cuya constante es correr el punto de vista del lugar del sentido común, del plano medio a la altura de los ojos) genera un extrañamiento permanente que nos hace preguntarnos “¿Qué está pasando?”, pero es un qué-está-pasando que no tiene nada que ver con la dramaturgia, con no saber de dónde vienen y a dónde van los personajes, sino un qué-está-pasando que se refiere al punto de vista: ¿de quién es y por qué es así? ¿Es un punto de vista verdadero o uno falso? O incluso: ¿es el punto de vista de alguien que está siendo engañado?

1.

Mientras el padre de las criadas le dice a Zama que teme por sus hijas “porque Vicuña anda violando mujeres”, estas tres giran en torno a los dos hombres recogiendo las monedas que se le acaban de caer a Don Diego. A través de la ventana se escucha el sonido de un llamador de ángeles que suena extrañamente sincronizado con las agachadas de las jóvenes para recoger las monedas. Estos dos ritmos se suman a la cadencia de la voz del padre, y van cargando gradualmente la escena cotidiana de una imperceptible extrañeza, que se corta en seco cuando ellas se sientan en la cama y susurran juguetonamente que el supuesto intruso/ladrón/violador “les dijo que iba a volver mañana”. Luego, en un plano más corto de Zama y el padre, se repite el diálogo que tuvieron inmediatamente antes, también acompañado por el llamador pero que esta vez suena con un eco que imprime un carácter de “más allá” mucho más evidente. Esta segunda vuelta instala la duda de si efectivamente esa línea de diálogo fue repetida por el padre, o si es una proyección de la imaginación de Don Diego, o si la película volvió unos segundos en el tiempo para repasar un momento de su trama. Esa repetición pone en evidencia una alteración de la forma en que la película codifica su mundo, vemos cómo se produce una alteración en el punto de vista. Esa alteración produce una grieta, un agujero negro por donde la película se escapa, un bolsillo de ficción.

2.

Hay algo muy llamativo en Zama: es casi imposible identificar qué tipo de lugares son los interiores de la película. No sabemos si son una casa, una posada, un bar, un cabaret, un establo, un edificio público, o qué. Como si la lógica que determina la identidad de un lugar a partir de la función que cumple y el aspecto que esta le otorga fuera completamente inútil. Los interiores simplemente son lugares con techos (y los techos nunca se ven) en donde se acumulan cosas y la gente va a hacer algo o simplemente a estar. Por ejemplo, el lugar al que Zama va con su amigo el Oriental al comienzo, lleno de nobles (identificados por estar haciendo nada y por sus pelucas y trajes) y esclavos (por estar trabajando para los nobles y no tener prácticamente nada puesto), después del intento de robo. El lugar está constituido por cinco habitaciones, una al lado de la otra, comunicadas por ventanas o puertas, que todos los encuadres utilizan para generar reencuadres internos y diferentes “niveles” o planos dentro del mismo plano, y cada habitación pareciera pertenecer a un edificio distinto: en la primera, que funciona como recibidor, vemos a unos indios haciendo pan, en la segunda, la principal, unas “nobles” damas sentadas charlando mientras un negro las abanica, la tercera es un establo en donde hay caballos, en la cuarta un hombre blanco le pinta el cuerpo a un negro desnudo, a la quinta nunca accedemos pero se logra entrever en ella a un grupo de esclavos desnudos que son ofrecidos por el hombre blanco a Don Diego: “Han llegado unas mulatillas, ¿se va a servir?”.

En este “espacio” hay un montón de gente y se hace de todo, pero no sabemos qué es. Tampoco podemos definir claramente si es un espacio público o privado. Pareciera estar ubicado en una franja media entre ambas alternativas. El interés de los interiores reside más en su potencial abstracto que en su aspecto figurativo. Como si las habitaciones representaran el espacio mental del protagonista, y las aberturas que producen reencuadres internos, distintos planos en un mismo plano, fueran metáfora de las distintas dimensiones de su punto de vista. En el ejemplo anterior: la habitación principal es lo que él ve junto con nosotros, en la habitación del fondo lo que nosotros vemos pero él no, y la habitación en la que estamos (la cámara) lo que él puede ver (y por lo tanto desear) pero nosotros no. De tal modo que la geografía pasa a estar unida a las emociones.

3.

En general, se tiende a describir las imágenes con metáforas de elementos sólidos y a los sonidos con metáforas de elementos líquidos o gaseosos; porque lo sólido/visual posee dimensiones más definidas y estables que lo líquido/sonoro. Se suele utilizar la banda sonora como si fuera una especie de goma espuma con la que se recubren las imágenes y la unión entre ellas, para que el conjunto sea más suave y más prolijo. Los Straub se referían a esta terrible tendencia como “la sopa”: mezclar una gran cantidad de ingredientes (sonoros) hasta que se fundan en un líquido amorfo de sabor homogéneo (el sonido ambiente). Se podría llegar a dividir la totalidad del cine entre aquellas películas que utilizan el sonido para disimular la disyunción y aquellas que lo utilizan para abrir esas grietas. Zama claramente pertenece a este notable segundo grupo. En ella los elementos sonoros son utilizados con una precisión que suele ser exclusiva del reino de la visión. Pongamos por ejemplo la escena en que Don Diego visita a Luciana Piñares de Luenga con su amigo el Oriental. En esta, el fuera de campo sonoro está protagonizado por tres sonidos específicos y recurrentes: el tintineo de unas copitas de cristal al ser manipuladas y servidas, el zumbido de las cigarras típico de los ríos y el rechinar del abanico que acciona el esclavo de la señora para refrescar a los invitados. No solamente que cada uno de ellos adquiere una identidad inusitada en la escena (podríamos hablar de la personalidad de cada sonido), sino que también cumplen una función narrativa específica más allá de su rasgo referencial. El rechinar del abanico funciona como compás de la escena, va marcando el ritmo y acompaña los cambios de velocidad. El zumbido de las chicharras aparece cada vez que un personaje menciona el río: cuando el Oriental rememora sus viajes, cuando hablan del traslado de Zama, y cuando Luciana, en medio del coqueteo, le dice “las casas me ahogan, prefiero el río”; su función es aumentar la carga mitológica y melancólica del recuerdo, un equivalente al “érase una vez” de los cuentos fantásticos. Las copitas de cristal son pequeñas maquinas del tiempo, y lo explica la propia Luciana en la escena: “Mis copitas venían envueltas en impresos de Buenos Aires. Y curiosamente, en esa flota, los impresos que llegaron eran de fecha anterior a las hojas que envolvían mis copitas. Mis copitas traían noticias más frescas que los impresos que se repartieron acá”. E inmediatamente después menciona el traslado de Zama y se escucha el eco de una copita que choca con otra, y ese eco queda suspendido, desdoblando el tiempo: el de la escena “normal” y uno paralelo, detenido, que es el de la mente de Zama, que queda tildado por la idea de su traslado. El sonido de las copitas, el eco que producen al chocar, ese estiramiento y esa permanencia de un tono, son una forma de fractura en el continuo temporal de la escena.

4.

Los niños y los animales aparecen de manera recurrente y extraña, no están ahí para interpretar el papel de niños y animales, sino para dotar de misterio las escenas. Los niños que aparecen son todos raros: el hijo del oriental que le habla solamente a Zama como si su voz viniera del más allá, o el niño que aparece entre las piernas de los adultos que están haciendo un ritual y al que Zama le pregunta “¿Quién eres?” justo antes de que desaparezca, o el hijo bastardo de Zama que aparece jugando entre los pescados bañado en sangre, tripas y escamas. Es como si todos los niños que aparecen en realidad fueran múltiples representaciones de un mismo ser. Un niño conceptual, que cada vez que aparece produce una brusca alteración en la dirección de la escena, un quiebre en su lógica. La recurrencia de estos produce un montaje a la distancia que les da un valor extra que no proviene de cómo se articulan narrativamente en la trama, ni de su valor mimético, sino de cómo van constituyendo un orden simbólico que no se basa en el del mundo real. La película incluye elementos desconcertantes en momentos desconcertantes, y de manera recurrente, y los desacopla de su dimensión referencial, para convertirlos en presencias enigmáticas que van conformando un orden simbólico distinto, propio del mundo de la película, que les resulta ajeno a Zama y a los espectadores.

El verdadero trabajo en Zama es el de construir un orden simbólico completamente nuevo y enigmático, y mediante las herramientas del cine, permitirnos vivir junto a Don Diego la experiencia maravillosa y trágica de enfrentarse a lo desconocido. Por momentos pienso que Martel hizo Zama tratando de vencer la tragedia de que se hayan acabado los territorios desconocidos en los mapas. Martel inventó un mundo y salió a descubrirlo con el cine.

5.

Este texto se llama “siete veces Zama” porque la idea que lo motivó fue ver la película todos los días durante una semana tratando de identificar si en la repetición algo se iba modificando (ya sea en la película o en la forma de ver). Todo lo escrito anteriormente, quiero creer, es un poco producto de una alteración en la forma de ver: ir paulatinamente a lo microscópico, estar cada vez más cerca de la materia e intentar vislumbrar su esencia. Pero al mismo tiempo que veía cada vez más nítidamente, iba creciendo una sensación general de opacidad y de resistencia que cobró sentido a partir de una idea genial de Adrian Martin que voy a descontextualizar y reformular un poco para que encaje con Zama: con las sucesivas revisiones fue creciendo en la película una extraña vida interior, algo que tiene muy poco que ver con la psicología de los personajes o con los saltos enigmáticos del guion. Las películas que tienen esta cualidad inequívocamente cambian de lugar sus piezas, redistribuyen sus elementos en la mente del espectador a través del tiempo: cada vez que se las vuelve a ver se prolonga y se engrandece este movimiento. Es como si cada unidad cinematográfica –cada plano, cada bloque de sonido, cada gesto, cada paisaje– fuera una pequeña porción enviada desde algún espacio del texto no visto, de gran perspectiva, un espacio que al mismo tiempo es completamente imaginario y fantásticamente concreto. Estas pequeñas porciones, entonces, se juntan, se tocan, se entretejen, creando nuevas lógicas, nuevas conexiones, nuevos bolsillos de mundos. Las dinámicas sonoras de Zama sin duda crean la parte más visible de la arquitectura del interior de esta película viva: un nuevo orden surge repentinamente de cada escena, e incluso al mismo tiempo se esconde en sus recovecos, como si realizara un tipo de labor similar al del ocupado mundo de las termitas.

Ramiro Sonzini / Copyleft 2017