60 COLUMNAS (01): VOLVER A VER

60 COLUMNAS (01): VOLVER A VER

por - Columnas
02 Oct, 2017 06:35 | 1 comentario
Segunda entrega. Sonzini se pregunta qué es la crítica, qué es el cine y decide volver a ver, tomando prestado los ojos de Farber y Piglia

“Yo siempre digo que para mucha critica, sobre todo joven, el cine empezó con Cuando Harry conoció a Sally, y que todo lo anterior no tiene ningún interés. Y realmente lo que provoca un sedimento en un crítico es el conocimiento del cine clásico. Si no conocés obras fundamentales de directores fundamentales, es muy difícil que tengas una perspectiva adecuada para comentar el cine contemporáneo”.

Jorge García en Tres D

“La cultura es una pausa, es una pausa en medio del ruido y del caos y de la velocidad, y el arte es una manera de establecer un paréntesis en el que podemos tener un tiempo propio”.

Ricardo Piglia en las clases abiertas sobre Borges dictadas en la TV Pública

El cine nos dio por primera vez en la historia la irresistible posibilidad de reproducir el movimiento de otra época, darnos a ver una forma de vida que pasó. ¿Quién no ha experimentado esa extraña emoción que surge de manera asordinada cuando vemos resucitar casi mágicamente en la pantalla una figura de la Historia? El desgarrador ímpetu de Eva Perón vociferando el discurso de renuncia a la candidatura de 1951 o la serena y delicada sencillez de Borges conversando con Raúl Burzaco en la última entrevista que dio para la televisión son algunos ejemplos de esta experiencia única y misteriosa.

En el presente, nos acostumbramos a vivir rodeados de imágenes, a consumirlas y a producir propias; tenemos la impresión de que para cualquier cosa que existe hay una duplicación audiovisual que está a nuestro alcance de manera gratuita. No es descabellado arriesgar que cada vez más vivimos a través de las imágenes. Pero, paradójicamente, ese deseo de volver a ver se ha ido apagando. Nos acostumbramos a producir y al mismo tiempo nos dejó de interesar observar. A medida que las imágenes fueron masificándose y cubriendo el espectro de realidad en el que vivimos, dejamos de sentir que allí, en esa ya no tan nueva posibilidad, había algo interesante para experimentar y reflexionar. Como si ahora el tiempo de las imágenes fuera solamente el momento de su realización.

La experiencia de ver cómo era el mundo nos permitió y todavía nos permite constatar que este era diferente, que las cosas a lo largo del tiempo cambian, están en movimiento. Volver a las imágenes del pasado nos permite romper la ilusión de presente perpetuo que predomina en esta era, donde se trata de borrar de la vida de las personas la experiencia del paso del tiempo para consolidar una ilusión de estatismo, de que todo permanece inmutable.

En la presentación del número 20 de la revista Cinéfilo en el festival de cine de Mar del Plata, cuyo núcleo era un dossier sobre cine clásico, Nicolás Prividera nos preguntaba si no nos parecía que escribir de películas antiguas en la actualidad no terminaba siendo un gesto anacrónico. En aquella ocasión intenté responderle que me parecía que pensar y escribir sobre películas clásicas hoy nos permitía entender mejor el cine del presente, pero que, en honor a la verdad, no lo hacíamos de manera directa en los textos del dossier, en los que escribíamos de esas viejas películas como si fueran actuales. Prividera nos pedía que usáramos el cine clásico para problematizar el devenir del cine contemporáneo, que lo utilizáramos como una herramienta.

Hace poco veía las clases abiertas sobre Borges que dio Ricardo Piglia en la TV Pública y encontré una idea que me hizo volver al tema. Piglia cita un fragmento de Notas sobre (hacia) Bernard Shaw¸ de 1951, en el que Borges dice lo siguiente: “Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual –esta, por ejemplo– como la leerán en el año dos mil, yo sabría cómo será la literatura del año dos mil”. Piglia explica que lo que decía Borges con esa frase era que la forma de leer no depende del texto, no es que uno lee como el texto le indica, sino que hay una forma de leer de la época, que si uno sabe cómo es, sabe cómo funcionan esos textos. Y las formas de leer cambian con las épocas. Borges, en Pierre Menard, autor del Quijote, se pregunta cómo se leería el Quijote en el momento en que salió y cómo se leería en 1939 si supusiéramos que el texto ha sido escrito en ese momento (que es lo que Menard hace: escribir de nuevo el Quijote, no copiándolo, sino que lo sabe y lo vuelve a escribir exactamente igual que Cervantes, pero 300 años después). Entonces agarra un párrafo del texto de Cervantes y muestra cómo leído en 1615 quería decir una cosa, pero leído en 1939 se convierte en otra. Empieza a cambiar el modo de leer el texto y el texto se empieza a modificar.

Con el cine pasa lo mismo. Las formas de ver cambian con el tiempo y eso hace que veamos distinto a cómo se veía antes. La crítica que en el pasado constituyó el canon, que todavía hoy se sostiene casi monolíticamente, tenía una forma de ver muy distinta a la que tenemos nosotros en la actualidad. Entonces es preciso escribir nuevos textos y reelaborar ideas a la luz de las formas de ver del presente y así reajustar el canon. No solamente la lista de las-mejores-películas-de-la-historia sino, fundamentalmente, las ideas con que las películas eran atravesadas. Por eso volver a ver la historia del cine y volver a escribir sobre las obras del pasado es una guerra por reconstruir ese saber previo con el que uno va a cada película, ese ir a ver con “previo fervor y misteriosa lealtad”. El ejemplo más ilustrativo de este problema es cómo la “victoria” de la política de los autores de los Cahiers du cinéma devino en una banalización de la idea, convirtiéndose en marcas de autor. Hace ya un tiempo que para la mayoría de la crítica su trabajo no es otro que reconocer, lo antes posible (tenemos “autores” cuya obra consta de un par de cortos), marcas de estilo que permitan ubicar a los cineastas en la estantería prefabricada que los aloje más cómodamente. Hay que volver a pensar la política de los autores, problematizarla y pensar el cine por fuera de dicho sistema, hoy más que nunca, dado que la digitalización hizo que la producción de películas se multiplique con el consabido aumento de cineastas jóvenes a los que atornillarles el mote de “autor” los limita mucho más de lo que los hace crecer. En la época de los Cahiers, a los que se quería reivindicar como autores eran directores que tenían por lo menos diez películas filmadas; ¿cuantos “autores” argentinos tiene siquiera cinco? Por supuesto que la cantidad de películas hechas no es el requisito excluyente para poder pensar a un cineasta como autor, el punto es que esa tendencia vuelve a la crítica una actividad muy limitada y constipada.

Godard, uno de esos cineastas que, como dice Piglia de Kafka, creó con su obra un nuevo modo de ver, dijo en algún momento que el cine antes de la televisión era algo más grande que las personas y que luego de la televisión se convirtió en algo más pequeño. Antes, el espectador iba hacia la película, a una sala determinada, a un horario determinado, y la película se imponía, no solamente por la monumental pantalla, en donde un rostro podía tener el tamaño de una casa, sino también porque el espectador debía adaptarse al tiempo de esta. Luego, con la televisión, esa relación cambió. La pantalla se volvió pequeña y, con la aparición de los videos, se pudo por primera vez manipular el tiempo, el momento en que se decidía verla, y el tiempo interno de la película, deteniéndola, rebobinándola o adelantándola cuando se desease, lo que permitió volver a ver la cantidad de veces que sea la película completa o un momento de ella; es decir, por primera vez los espectadores tenían la capacidad de remontar las películas. Unos años más tarde apareció internet y de repente el espectador tuvo la capacidad de elegir ver casi cualquier cosa, de cualquier época y en cualquier orden. Ahora, además de montanistas, los espectadores se volvieron programadores.

En la hermosa 66 Kinos, mientras Philipp Hartmann está por mostrar su película El tiempo pasa como un león rugiendo en un cine de Oldenburg, tiene el siguiente diálogo con uno de los encargados del cine:

Encargado: ¿Podés enviarme esa película de Van der Keuken en un pen drive? Mi reproductor de DVD no funciona, y además prefiero tener las pelis en la computadora porque siempre las reedito un poco.

Philipp Hartmann: ¿Las reeditás?

Encargado: Sí, La última fue Corazón satánico, porque Robert De Niro me ponía nervioso con esos gestos amanerados que hace con la mano, y es muy sangrienta. Así que quité la sangre y a De Niro y la película es genial. Ahora puedo verla sin alterarme. Eso lo hago mucho. Incluso pensé en subirlas a internet. De repente, estarían online todas estas versiones extrañas.

Mi formación y la de varios críticos de mi generación estuvo modulada por este nuevo paradigma: aprendimos a ver películas en un aparente estado de libertad absoluta, de falta de márgenes y limitaciones (veíamos lo que queríamos, cuando queríamos y como queríamos) que hizo que tendamos a prestar menos atención a las grandes estructuras, las impresiones generales y los “temas” (podríamos pensar todo esto como las reglas del juego del cine) y a poner el ojo en cuestiones más microscópicas y erráticas, elementos que aparentan una existencia más arbitraria, esos detalles que aprendimos a entender como fundamentales porque dotan de una identidad única a las películas de género, que no son otra cosa que una estructura dura de elementos que se repiten. De esto hablábamos en aquel dossier de cine clásico: el momento en que empezamos a entender el valor artístico del cine clásico por fuera de su pátina de objeto de colección y por fuera del “previo fervor y misteriosa lealtad” que nos habían inculcado las lecturas obligatorias del buen cinéfilo, fue cuando descubrimos que había que mirar con un microscopio para encontrar las pepitas de oro. Uno de los momentos más gloriosos de toda la carrera de John Ford ocurre en Río Grande, cuando John Wayne, que interpreta al coronel Kirby York, se entera que su hijo, al que no veía desde hace 15 años, fue expulsado de West Point por reprobar matemáticas y se incorporó como nuevo recluta en su campamento fronterizo. York es un tipo patológicamente estricto, lo primero que dice a sus nuevos reclutas es: No quiero que ninguno se haga ilusiones acerca de lo que les espera. Tortura…, por lo menos. El Departamento de Defensa me prometió ciento ochenta hombres… y solamente me envía dieciocho. Ustedes son los dieciocho. Cada uno tendrá que realizar la tarea de diez hombres. Si fracasan, no tendré más remedio que castigarlos. Si desertan…, los encontraré y tendré que fusilarlos. Eso es todo. Más tarde, cita a su hijo en su tienda y le aclara que no gozará de ningún beneficio especial, al contrario, de él espera el doble que de los demás. El soldado York responde estoicamente que él no pidió ir a ese campamento y que no fue ahí buscando decirle “padre” a nadie. Luego del protocolar intercambio de palabras y el saludo militar, el soldado York se retira. Cuando Wayne queda solo en la tienda, se para en el exacto lugar en que había estado parado previamente su hijo, y con un lápiz marca el techo de la carpa para comprobar si este lo había pasado en altura. Ese casi imperceptible contrapunto de carácter en el personaje de Wayne es el verdadero núcleo dramático de la película: el debate entre el deber profesional y el amor filial, y Ford lo condensa con una creatividad infinita en un gesto casi imperceptible.

Hace unos años, en el marco de la Semana Internacional de la Crítica, Quintín dictó un taller titulado “La lección Farber” en el que indagaba en la forma de pensar las películas del gran crítico estadounidense. El punto de partida fue un fragmento de la introducción del libro Espacio negativo, que dice lo siguiente: “(…) The Big Sleep ignora todas las convenciones del cine de gángsteres para recrearse en acciones incomprensibles y en apartes ingeniosos. (…) Uno de los grandes momentos del cine de los años cuarenta dura apenas un abrir y cerrar de ojos: Bogart, al cruzar la calle para ir de una librería a otra, mira un letrero luminoso. Existe aquí el mismo encanto que Walsh consigue con quince encuadres distintos de Ida Lupino y Arthur Kennedy en la cabaña de un motel. Todos los increíbles acontecimientos que se dan en The Big Sleep están ligados por míseros saltos de tiempo, pero, dentro de cada detalle, existe una lógica espacial, un gran sentido de la personalidad, del gesto, de dónde se halla cada personaje”. Luego de hablar un poco sobre este fragmento, en el que Farber proponía que lo verdaderamente importante del cine de los cuarenta tenía que ver con ciertas “acciones incomprensibles y apartes ingeniosos” y con detalles con “una lógica espacial, un gran sentido de la personalidad”, vimos el fragmento citado y comprobamos con sorpresa que la escena no era como la describía Farber: Bogart alzaba la mirada porque oía un trueno que preanunciaba la tormenta que luego se desataría. Es decir, la gratuidad del gesto no existía, entonces la teoría estaba basada en una apreciación errónea. Luego volvimos a ver el fragmento, pero dentro de la película Negative Space de Chris Petit, que tiene como punto de partida la misma cita y la misma premisa. Y para sorpresa de todos, en la película de Petit la misma escena tenía exactamente el poder que Farber evocaba. El truco estaba en que Petit, no tan sutilmente, modificaba la escena original aplicando un pequeño ralenti y un zoom, y reemplazando el sonido ambiente por una voz en off que leía la cita; de tal modo que se destacaba esa “mirada hacia la nada”, que en la versión original no existía. Si Petit no hubiera podido modificar la escena original, no habría podido hacer la película. Necesitó inventar una escena nueva que respalde la teoría original de Farber.

Este es un ejemplo accidental, extraordinario y paradójico de cómo las formas de ver pueden modificar de hecho las películas. Farber pudo desarrollar su idea de la crítica “termita” gracias a que vio mal algo en la película de Hawks. En esa época, volver a ver sistemáticamente algún fragmento era algo en extremo difícil, entonces muchos críticos escribían basándose en lo que recordaban de lo que veían por una única vez; y muy probablemente esos recuerdos hayan estado teñidos por el deseo de ver cosas que les permitieran elaborar sus teorías. El error de Farber es un ejemplo de esto. Ahora bien, cuando en el 2000 Chris Petit se embarcó en la realización de Negative Space, que es una película cuya materia procede de la experiencia de un espectador/lector (de los textos de Manny Farber y de las películas que este amaba), tuvo que darse cuenta del error de Farber y de la necesidad de modificar la escena original de Hawks para que se condijera con su apreciación. Tanto la detección del error como la capacidad de enmendarlo sutilmente son posibilidades habilitadas por las formas de ver de la época de Petit, radicalmente distintas a las de la época de Farber. Lo paradójico es que, aunque la teoría se sustente en una lectura equivocada, resulta verdadera y premonitoria. La lección de Farber es que una buena crítica no es aquella que viene a sustituir las películas por grandilocuentes explicaciones filosóficas, antropológicas, políticas o sociales del tema y el argumento, sino aquellas que ponen de relieve el cine en sí, revelando esos detalles de una vivacidad desatada.

Piglia decía que en la actualidad nosotros leemos como leía Borges en 1950, que este prefiguró la manera de leer del presente con 50 años de antelación. Quizás Farber y su crítica termita, de manera similar, nos dejó un posible camino para rescatar a la crítica del estancamiento que vive en la actualidad.

Fotogramas: The Big Sleep (portada); Río Bravo

Ramiro Sonzini / Copyleft 2017