BERLINALE 69 (05): SIGNOS DEL FUTURO

BERLINALE 69 (05): SIGNOS DEL FUTURO

por - Festivales
05 Mar, 2019 11:53 | comentarios
Lo bueno en Berlinale 2019 fue escaso, pero con pocos títulos bastó para que a fin de año las dos principales ganadoras (y algunas otras) se recuerden como aquellos que hacen una diferencia en la inmensa ecología del cine.

Las películas premiadas en los festivales se olvidan; el desacuerdo entre los miembros del jurado, una selección mediocre y un concepto débil de cine suele conspirar contra las grandes películas —siempre pocas— que una competencia oficial puede poner a consideración. En esta edición 69 de la Berlinale, el número de películas que merecían la indiferencia era altísimo, pero las excepciones eran ostensiblemente notables. No hubo términos medios. ¿Cómo pueden coexistir en un mismo espacio Synonymes con Der goldene Handschuh?

El prejuicio misógino siempre suele adjudicar la culpa de las malas premiaciones a las actrices. La cantinela es siempre la misma, y este mantra primitivo nacido en el vestuario masculino de la cinefilia se vuelve a escuchar cada vez que se anuncia la conformación del jurado y una vez que este se expide. El jurado de esta edición era parejo: tres hombres, tres mujeres, pero la presidente era Juliette Binoche, una actriz. Sus antecedentes eran calificadísimos, pero otras luminarias femeninas han estado en el mismo lugar y los resultados fueron decepcionantes, lo que nada tiene que ver con el género. Lo cierto es que el desempeño de Binoche y los otros miembros fue ejemplar y distributivamente inteligente. Como solía decirse de los viejos jueces de nuestra nación, estos hablan por sus fallos. Aquí, los premios hablan por sí mismos, y vindican asimismo los hallazgos de la programación. El jurado hizo lo que corresponde: dilucidar a través de un conjunto de filmes qué se quiere defender como cine.

La tradición berlinesa que predominó hasta esta edición a cargo de su saliente director artístico Dieter Kosslick, alguna vez periodista y casi siempre un hábil hombre de la arena política, supo priorizar los temas candentes por encima de la búsqueda estética o el rigor formal. Pero casi todas las películas ganadoras de este año parecían desobedecer el viejo paradigma. La forma cinematográfica articulaba el tema elegido, acaso una premonición de lo que será el futuro del festival, porque el nuevo director artístico es Carlo Chatrian. En efecto, el responsable de los últimos gloriosos años de Locarno ha defendido y programado a los dos ganadores más destacables de esta edición: el cineasta Israelí Nadav Lapid y la cineasta alemana Angela Schanelec pertenecen a una concepción radical del cine de autor, poco vigente en los festivales en general, una línea de programación que Chatrian y su equipo han sabido resguardar y legitimar.

Synonymes, el film de Lapid al que se le otorgó el Oso de Oro, la máxima distinción, es magnífico. El nervio del relato sostenido en un ritmo frenético es consustancial al estado de ánimo de su protagonista, quien llega casi corriendo a un departamento vacío de París en donde le robaran completamente todo lo que tiene. Literalmente desnudo, Yoav tiene que volver a empezar, y ese es en sí su objetivo: reinventarse en Francia, huir definitivamente de Israel.

Gracias al misterioso apoyo de unos vecinos, un escritor sin grandes ideas para desarrollar y una amiga que en sus tiempos libres se dedica a la música, el joven desesperado puede vestirse, tener algo de dinero y encontrar una pieza donde vivir. La amistad entre ellos tendrá sus vericuetos, pero el centro del relato consiste en observar la obstinación de Yoav por devenir francés, lo que significa renunciar al hebreo e imponerse el idioma francés. Yoav repite palabras, acopia definiciones de diccionario, emplea adjetivos, atiende a los sinónimos de una lengua cuyos usuarios están convencidos de su superioridad. Abandonar la lengua materna no es una mera intuición filosófica; pensar en otro idioma es reinventarse, reescribir la identidad con otros signos.

Hay escenas increíbles en Synonymes: dos miembros del servicio de inteligencia pueden de repente ponerse a practicar lucha libre en una oficina, Yoav puede posar desnudo y tocarse frente a un director de cine, que lo filma con su iPad, o puede asistir a unas clases ridículas en un instituto dictadas por el Gobierno sobre cómo ser un buen francés. Nada se compara con una escena en ese instituto, que es el clímax ideológico del relato, secuencia cómica y absurda en la que se devela en las estrofas del himno nacional galo una disimulada tendencia al racismo.

Todo el cine de Lapid no es otra cosa que un intento estético de conjurar la introyección de la violencia del Estado de Israel en sus ciudadanos, un combate subjetivo en el corazón de la subjetividad, porque en esa nación la militarización del yo es una razón de Estado. Ahí se justifican las numerosas subjetivas que emplea Lapid para sostener el relato, elecciones formales que extienden la experiencia subjetiva total del personaje. Su cuerpo es el film.

Angela Schanelec es una de las grandes cineastas del cine contemporáneo. Su importancia desborda el territorio alemán; es la Lucrecia Martel de Europa. La precisión rítmica, las elipsis, la contención expresiva de sus intérpretes y la progresión narrativa asentada en los sentimientos y no en las acciones, definen sus películas, que suelen estar concentradas en vínculos afectivos, amorosos y familiares, sin por eso desestimar todo aquello que circunda la vida de los personajes. Por Ich war zuhause, aber se llevó el Oso de Plata al mejor director de la Berlinale; le podrían haber dado todos los premios y la justicia estética hubiera reinado en el Palacio del festival.

En Ich war zuhause, aber, Schanelec indaga a su manera sobre el duelo, esa experiencia íntima de desajuste entre el mundo y el yo. Todos los que sobreviven a un muerto tienen que reorganizarse en torno a su ausencia. Aquí se trata de una madre y sus dos hijos, un varón preadolescente y una niña aún en plena infancia. Dicho así, todo parece reconocible, pero Schanelec tiende a sugerir y apenas suministrar información sobre lo que pasa en una escena y la relación de esta con la precedente y la posterior. En verdad, la simpleza de todo está a la vista, lo que sucede es que la combinación de las escenas no obedece al sistema narrativo ortodoxo que divide el relato en tres tiempos; el todo se configura por una lógica sensible y no por una lógica narrativa, de tal modo que el relato tiende a abismarse si se lo piensa con los códigos de recepción habituales.

Es por eso que si la exigencia de linealidad se abandona, se puede enlazar afectivamente la persecución de un perro tras un conejo, la presencia de un burro que mira a cámara, unos niños ensayando Shakespeare y un diálogo extraordinario entre la protagonista y un hombre dedicado a las artes. Cada una de las partes va delineando un estado del espíritu, que ni siquiera es de un personaje, sino del mismo filme. En una escena gloriosa, por ejemplo, la madre llega hasta un edificio rodeado por un bosque. No es fácil darse cuenta que se trata de una iglesia y tampoco que ella se recuesta sobre la tumba de su marido. En el plano siguiente, de la nada, ella y sus hijos practican una coreografía mientras suena una versión de un tema de Bowie. Los tres lucen radiantes, la felicidad les pertenece. ¿Es un sueño, un deseo, un anticipo del futuro? Quizás sí, quizás no, pero la función no es solamente narrativa. Lo que se coreografía son los propios sentimientos en torno al duelo.

Curiosamente, las primeras películas de Santiago Loza tenían un aire de familia con el mundo sensible de Schanelec, pero en las últimas películas del cineasta cordobés se puede apreciar una tendencia a simplificar su poética. Breve historia del planeta verde debe ser su película más accesible, y no por ello menos personal.

A Loza siempre le ha interesado el desgarro espiritual, y en esto se mantiene firme, porque los tres amigos que protagonizan este amoroso relato delirante pertenecen a la comunidad de seres que suelen habitar sus películas. Aquí, una chica trans, una joven medio depresiva y un pibe que aún no sabe muy bien qué hacer con su vida se encaminan hacia algún lugar de Tierra del Fuego siguiendo unos misteriosos signos pintados en el cuerpo de un hombre que aparece y desaparece. Los tres viajan, además, con un extraterrestre en una valija, que fue clave en la vida afectiva de la abuela de la chica trans; el rumbo es incierto, pero tal vez todo mejore al final del camino.

Lo paradójico del film de Loza es que si se lo cuenta parece un disparate, pero si se lo ve en un cine su verosimilitud es incuestionable. Es que todo el delirio de su trama es un juego narrativo para hablar de otra cosa; en principio, de la amistad, pero de esta como una política de asociación afectiva de hombres y mujeres que fueron ofendidos. La apelación a un verso de Almafuerte en un instante decisivo del film glosa toda la política del filme, porque esas líneas son una entonación de lucha, como lo es el filme mismo en sus propios términos. (Que Loza se llevó el Teddy oficial y el de la crítica, premios otorgados a películas con temáticas LGTB, no es una casualidad; es un claro ejemplo de que la sofisticación no está en riña con lo popular).

En la Berlinale 2019 se vieron películas preciosas; fueron pocas, pero las buenas eran buenas en serio. En otras secciones pasaron algunas películas notables como Heimat ist ein Raum aus Zeit (Thomas Heisse) y Malchik russkiy (Alexander Zolotukhin), que si el público tiene suerte se podrán ver en abril en un festival de cine vernáculo. El futuro de la Berlinale ya se presintió en esta edición. Nada será lo mismo, y todo será aún mejor.

Fotogramas y fotos: 1) Synonymes (encabezado); 2) Binoche y Lapid; 3)  Ich war zuhause, aber

*Este texto fue publicado con otro título en Revista Ñ en el mes de febrero 2019.

Roger Koza / Copyleft 2019