AY, SÍ SÍ SÍ (02): EN OTRO ESPACIO CON MARTÍN FARINA

AY, SÍ SÍ SÍ (02): EN OTRO ESPACIO CON MARTÍN FARINA

por - Entrevistas
09 Ene, 2020 01:30 | Sin comentarios
Esta conversación demuestra que para filmar el paso del tiempo, la vida solitaria, los pequeños rituales cotidianos no hay un solo camino.

Una formación desprejuiciada caracteriza la diversidad de intereses y de pasiones que convergen en la trayectoria de Martín Farina. Con Cine milagroso, la productora independiente que fundó en 2010, realizó más de una decena de cortos y largometrajes documentales y de ficción. Estudió Comunicación Social y Filosofía, ejerció como periodista en el blog y la radio La otra, fue jugador de fútbol hasta los 21 años e integró varias agrupaciones musicales como tecladista. Su ávida curiosidad se revela en cada detalle de su obra prolífica, así como también en esta charla que tuvimos frente al Mercado del Progreso, en el barrio de Caballito, donde fue el entrevistado quien quiso abrir el diálogo.

Martín Farina: ¿Se publicó ya lo que estabas escribiendo sobre Hugo del Carril?

Julia Kratje: No, todavía no; el ensayo es para un libro que va a salir en el transcurso de 2020.

Si bien no estoy muy familiarizado con esa filmografía, me pregunto cómo encontraste el enfoque de género.

Mirando las películas.

¿Acaso Hugo del Carril tiene perspectiva de género?

Es que para hacer una lectura feminista no importa que él o sus films tengan, o no, un enfoque feminista. En todo caso, eso se construye a contrapelo, pensando por ejemplo de qué manera se presentan los universos sociales y sexuales de los personajes, sus lazos amorosos, el romance, el amor heterosexual…

El amor romántico, claro.

Exactamente. Y hablando de tensiones y de relaciones, vayamos a tus cortos El liberado (2018) y El brazo del Whatsapp (2019), y a Fulboy (2014), el documental filmado durante la etapa de concentración de un plantel futbolístico profesional, donde las dinámicas grupales se ven atravesadas por desigualdades (de edad, de género, de clase) y por diferencias ideológicas y culturales. Lo mismo sucede en los retratos de las mitologías familiares que tan bien quedaron plasmadas en El lugar de la desaparición (2018), cuando la atención se dirige a mostrar el equilibrio dificultoso entre el afán de unidad y la irremediable disolución de esos vínculos afectivos poderosos y a la vez extenuantes.

Lo que en esas películas traté de hacer es un registro de personas o de grupos que se podrían pensar como seres significantes: significantes, precisamente, en un sentido lacaniano, como la entidad que sostiene lingüísticamente al significado. Me interesan esos sostenes de las historias personales que forman los arquetipos. Cuando me enfrento al funcionamiento de un grupo, siento que necesito historizarlo, desmitificarlo, ponerlo de relieve en lo simple de su verdad, aunque sin por ello afirmar que algo es mentira o falso.

Tu objetivo no es develar.

Claro, me interesan situaciones sociales, sociológicas, que tocan algún nervio donde percibo que salta algún arquetipo. Por eso, no es menor el lugar afectivo que me vincula con las personas con quienes trabajo. Eso hace que la información, la imagen y el significado funcionen de un modo que los ata en un entramado que no emerge desde una construcción narrativa previa o desde un guion. Dicho de otra forma: lo narrativo se sostiene desde el vínculo afectivo que tengo con todos los personajes. De hecho, en ninguna de mis películas hice castings ni filmé a nadie que no conociera de antemano.

En tu filmografía, las fronteras entre los géneros cinematográficos, los géneros sexuales y los géneros musicales son bastante porosas. Hay, también, hibridaciones de lo ensayístico, de lo experimental, de lo ficcional y de lo documental. Abundan las mezclas de estilos y de poéticas.

Vengo de una familia de profesionales formada sobre la base Tinelli. Tuve una abuela muy culta, que estudió con Borges y Bioy Casares; yo mismo estudié inglés y literatura inglesa desde muy chico, pero siempre en el contexto de Tinelli. Me parece que eso fue algo positivo, porque no tuve a “la cultura” como un imperativo categórico. Mi papá es médico, pero tampoco la medicina se volvió un imperativo: en efecto, su pasión es el fútbol. Entonces, en la base del deseo siempre hubo una serie de informaciones culturales paralelas muy fuertes.

Eso se nota mucho en relación con el uso que hacés de la cita: apelás a las altas esferas de la cultura combinadas con referencias totalmente “faltas de nobleza”, por decirlo de alguna manera. Hay tonos que pueden sonar en apariencia muy distintos pero que están ahí, puestos juntos. Por eso, creo que la figura más sobresaliente a la hora de pensar la superposición de registros acústicos, de formas visuales y de saberes que recorre tu obra es la del quodlibet.

Por cierto, mi formación académica me impidió tener una relación lúdica con la música, desde la interpretación o desde la composición. Sin embargo, sí pude lograrla desde el diseño sonoro de las películas. Con el cine pude recuperar tres cosas que me resultaron fundacionales y sobre las que trabajé profesionalmente: el fútbol, la filosofía y la música. El cine me permitió reinventarme desde el goce y no desde la obligación. Por ese motivo, cada vez reivindico más ese núcleo afectivo diverso y heterogéneo, sin dejar de problematizarlo.

¿Conocías a Esther Díaz antes de rodar Mujer nómade (2018)?

Conocía sus libros, porque en una época estuve muy metido en la lectura de la filosofía. Incluso, leyendo a Hegel o a Heidegger, en cierto momento sentí que me estaba afectando un poco la mente.

Como si estuvieras ante un abismo o en medio de una marea…

Sí, como si no lo pudiera contener. Justamente, creo que en Mujer nómade se ven esos picos y esas caídas, como una ida hacia esos lugares de la ala cultura y una caída a lo bajo. Así fue mi relación con la formación en general en cuanto a la incorporación de los saberes, del conocimiento, de la cultura. Y si no fuese por el cine, no hubiera podido atar nada.

La naturalidad con la que se comportan los personajes de tus films evidentemente da cuenta de una cercanía y de una familiaridad que lográs construir entre ellos y vos. ¿Cómo empezó tu carrera cinematográfica?

Tuve dos etapas. La primera, en la Universidad Nacional de La Matanza, mientras cursaba la Licenciatura en Comunicación Social; en 2001, cuando recién se empezaba a editar en computadoras, asistí a un taller de edición, en el que hice algunos pequeños documentales tras descubrir que el montaje me daba una libertad que no tenía en ningún otro lado. Paralelamente, hice un camino como músico. Mientras tocaba en YICOS, una banda adolescente del Oeste, de la etapa pre-Cromañón, conocí el lenguaje del videoclip. Hice videoclips para el grupo y después trabajé para Sony.

O sea que entraste a la imagen por la música.

Por la música. Totalmente. El videoclip me dio la posibilidad de producir a gran escala en un solo día. Todo ese derrotero me hizo aprender, en muy poco tiempo, a completar un pensamiento en el cine a través de la realización. La curva de mi trabajo con el videoclip duró más o menos dos años. Luego, me di cuenta de que tenía que dejarlo debido a que el videoclip envejecía muy pronto, porque era una especie de campaña publicitaria de una canción, y además estaba muy signado por la tecnología del momento, entonces había que estar viendo cuál era la última cámara, o los últimos efectos visuales, lo cual me agotaba y me confundía. Cuando entendí eso, decidí abandonarlo. No quiero que las cosas que hago envejezcan. Es así que, de acuerdo a esa idea de perpetuidad, empecé a filmar a personas grandes. Hay una edad en la que se supone que uno ya es viejo para hacer algo nuevo. Entonces, me empezaron a interesar las personas que, de alguna manera, atravesaron esa ola de la edad en la que se supone que uno ya no hace esas cosas.

Al margen de la presión de tener que demostrar que las cosas están resueltas.

Claro, como Raúl Perrone, como Esther Díaz, que siguen en el mismo quilombo, un poco como niños, un poco como outsiders, en los márgenes de lo establecido, como si la edad fuese una circunstancia. Para mí fue muy importante involucrarme con esas personas.

En El hombre de Paso Piedra (2015) y en Cuentos de Chacales (2017), la irreversibilidad del tiempo y la vejez se enlazan con la soledad, con la autosuficiencia y con la autonomía de los personajes. Este asunto está igualmente retratado en Mujer nómade y en El prof3s1on4l  (2019): Perrone y Díaz, además de –y por sobre– todo, están solos.

Sí, absolutamente. Para mí, la soledad era un camino seguro. Tenía la sensación de que no podía encontrarme en ningún lugar con otros, hasta que entendí que una relación se construye pudiendo contener y abrazar ese abismo insondable que hay en la subjetividad del otro. Por más que uno crea que conoce al otro, lo que en un vínculo se hace más potente es ese abismo de la soledad. Y eso para mí es la condición de posibilidad del amor y del poder llegar al otro. Lo que hago con el cine es eso mismo, cambiando el lugar del amor por la película. Creo que todas las películas que filmé fueron la posibilidad de llevar adelante relaciones que me resultaban muy tensionantes, que mezclaban amor y odio. Por eso mismo creo que la soledad está tan presente, porque en realidad el que hacía esas películas tenía la certeza de que la soledad era un destino ineludible.

Es interesante que ese destino ineludible no se muestre desde su costado melancólico, como resulta tan habitual. En cambio, en otras películas aparece el reverso: la atención está puesta exclusivamente en las dinámicas grupales, en la convivencia, en las comunidades, como el encuentro de los y las estudiantes que discuten en torno al viaje de egresados en El liberado.

El liberado es un corto que surgió de un material que no entró en una película “sobre la juventud”, que me habían convocado a filmar desde la Secretaría de Educación de Corrientes, ya que chocaba con el formato que se me había encargado. Cuando fui a la escuela a filmar, un colegio de clase media alta de Goya, todos se ponían el cassettede alumnos, que se correspondía con lo que los grandes querían escuchar: “el aborto” (desde la perspectiva de “las dos vidas”), “las drogas”, etcétera. Era un poco previsible y repetitivo: yo me daba cuenta de que había poca intensidad y poco involucramiento directo en lo que pudiera salir de ese rodaje.

Me imagino. Hubiese sido tan aburrido como filmar la reproducción de un discurso prefabricado, cuando lo genial del corto es que lograste captar cómo ese mismo discurso conservador actúa en boca de cada uno al ser “hablado por” la ideología de clase. ¿Cómo conseguiste generar ese desplazamiento?

Un día, a la salida del colegio, empezaron a decir: “a las tres, a las tres”. “¿Qué van a hacer a esa hora?”, les pregunté. “Nos juntamos en la casa de Josefina”. A qué se juntan, les volví a preguntar. “Tenemos que definir a quién le vamos a dar el viaje gratis de egresados”. En ese momento, tuve la sensación que podía ser interesante el tipo de involucramiento que tendrían respecto de esa problemática, quizás menos resonante que “el aborto”, pero que seguramente los convocaba de modo más urgente.

Una cuestión que aparece sobrevolando tu filmografía, ya sea como tema o como juego de roles, es la actuación: la idea de actuar un papel, de representar algo, de encarnar una posición, entre la catarsis y la desesperación. En Mujer nómade eso queda explicitado en las clases de teatro; en Fulboy también se habla mucho de la representación. ¿Cómo elaborás la construcción del artificio en relación con lo real?

Para mí eso es central. Reconozco un momento clave cuando vi Primer plano (1990) de Abbas Kiarostami: como que algo se expandió. ¿Viste que hay momentos en los que una obra te expande y te deja en un lugar al que vos no habías ni siquiera imaginado que se podía ir? Bueno, para mí ahí se movió algo. Creo que tiene que ver con el lugar de la enunciación. ¿Cuál es el lugar desde el cual uno habla y qué son las cosas que se ponen en juego cuando uno va a decir algo? Lo que me empecé a preguntar cuando comencé a hacer cine, teniendo en cuenta que de la filosofía heredé la búsqueda por la verdad (con todo lo que eso implica), es el modo de acercamiento hacia el otro, que es definitorio. Cuando filmo es ineludible que el acto de filmar es uno de los grandes problemas; es decir: pase lo que pase el acto de filmar va a ser un problema, porque es la mentira sobre la cual dos personas tienen objetivos distintos y se sostienen. El artificio es como la mentira, porque por diversos motivos las personas que hacemos una película (los personajes y yo mismo) tenemos expectativas diferentes. Es parecido a cuando conocés a una persona que te gusta: se dicen un montón de cosas que uno sabe que no pueden ser ciertas, pero que uno proyecta porque de la fantasía se va construyendo una realidad de la relación. Entonces, lo que me pasó con todos los personajes es que la intromisión mía era uno de los vectores principales a la hora de construir. A partir de la introducción de la cámara, trato de que el personaje intente resolver su anecdotario, que no me cuente cosas de su vida como en esa reproducción casi automática del documental en tanto testigo del pasado. En cambio, me interesa que empecemos a tensionar eso que nos está pasando ahora. Mi obsesión es ser incisivo en ciertos lugares que son como grandes núcleos que involucran el erotismo, la mentira, el dolor, la muerte, para ver qué pasa con eso. Fui haciendo eso de distintas maneras con todos los personajes. En el caso de Perrone, en el momento en el que él me nombra o me pide que haga algo aparece esa tensión, esa línea de fuga, esa llamada, ese alerta, que permite ver qué es lo que estaba pasando realmente entre nosotros. Lo mismo con Esther, porque ella no es actriz profesional.

Y tras protagonizar la película, su participación en conferencias se abrió hacia otros horizontes.

Eso fue porque ese método funcionó. Yo estoy sorprendido. Para eso me tuve que tomar el atrevimiento de decirle a Esther que su modo de hablar de su propia vida requería de una tonalidad más sutil, más íntima, a diferencia de su característica voz de docente extrovertida.

¿En qué sentido?

Ella hablaba de su vida, de sus cosas, con el tono que usa un docente, alguien que siempre se dirigió a grandes multitudes. Nuestro trabajo fue convertir esa tonalidad en una más íntima, con la hipótesis de intentar hablarle individualmente y al oído a cada espectador. Llevó un año de construcción. Para poder meternos en su mundo, para poder incorporar la complejidad que tiene que ver con ella y, de ese modo, construir otro mundo que esté mucho más cerca del lente de la cámara, tuvimos que desarmar el personaje “Esther docente” o “Esther biográfica”. Y ella se bancó ese riesgo. Me parece que hubo un riesgo real y precisamente ahí surgió algo artístico, porque ninguno de los dos tenía claro lo que hacíamos. Dimos un salto de confianza, el despliegue de una seducción.

Mencionabas el deseo, el erotismo, las sensaciones, que en tu obra están a flor de piel. Pero también está muy presente el cuerpo desde su lado B: los dolores, el padecimiento, las enfermedades, los síntomas, el cuerpo que se manifiesta. “Siento que vas a lugares de mi cuerpo que no tengo consciencia de que existan”, le dice un hombre a la masajista en El niño de Dios (2019).

Sí, sí. Tengo la certeza de que cuando los cuerpos se expresan en sus movimientos espasmódicos pasan cosas que visualmente son importantes para poder reconocer cierta construcción de la subjetividad: no sólo el cuerpo es bello o nos erotiza porque nos calienta, sino que también se lo ve como en otro carácter. Mi referencia, en este sentido, es el universo de Tsai Ming-liang, donde pareciera que su objetividad está colisionada entre el punto de vista del que enuncia y los dolores que padecen las personas que se vinculan. En Tsai Ming-liang hay una especie de dolor físico y una tensión discursiva: cuerpos y palabras que no sanan. Así como los chicos de El liberado no son del todo conscientes de que están siendo atravesados por discursos “institucionalizantes”, creo que con los dolores y con el cuerpo pasa algo parecido. El material con el que más me gusta trabajar es la tensión espontánea que producen esos dos extremos: el de la palabra, que no terminamos de apropiar, y el del dolor, que no terminamos de sacar.

No es fácil estar inmerso en un trabajo creativo y continuo donde tenés que administrar tus propios tiempos. ¿Cuándo pensás que una película está lista? ¿Cómo te encontrás al cabo de ese proceso?

Mirá, es bastante más sencillo de lo que parece, porque lo ejercité mucho. Yo me enamoro de algunas escenas que filmo y esas escenas se transforman en el destino. Para mí, una película es un destino, es decir: yo no sé ni dónde empieza ni dónde termina, sino que sé adónde voy. Pero no lo sé antes de filmarlo: el destino me lo muestra lo que filmo. Mientras estaba haciendo El niño de Dios, armé un rodaje en un hospital y resulta que cuando llegamos a la sala de terapia intensiva estaba vacía y había un nido de cuatro palomas peleándose en la ventana. Quedé tan impactado por eso que vi, que decidí cancelar lo otro y filmar a las palomas: en ese momento pensé que eso podía ser algo importante, ya que unía cosas fuertes de todo lo que iba pasando en la película.

Filmás en un estado de receptividad como para poder salirte del plan.

Cuando armo una película, lo que más disfruto es construir los puentes que hay entre los momentos importantes. Al filmar Mujer nómade,cuando sucedió la escena en la que ella está actuando y se quiebra me di cuenta de que había una película que tenía un destino. Lo mismo me pasó con El prof3s1on4l: la escena en la que él discute con el chico era lo suficientemente representativa de todo como para que se transformara en un destino. En el caso de El brazo del Whatsapp, había ido a filmar a mi padre junto a sus amigos, quienes fueron al Colegio MaristaSan José de Morón, dondevarios de ellos vivieron situaciones de algún tipo de abuso o “confusas” con los curas. Lo relativizan como si la tradición a la que pertencen fuera más fuerte que su propia experiencia: “ya pasó, ahora no pasa”. Pero ahora pasa. Como sabían que íbamos a filmar eso, me hablaban con el cassette puesto. Me pasé toda la noche filmando, sabiendo que eso no iba a funcionar, porque era como el discurso de la televisión, donde hay algo que no fluye. Sin embargo, de pronto, en medio de una escena como esa, tan berreta, tan barata, tan cotidiana, se puede disparar otra cosa.

Durante el rodaje se van removiendo capas, pero se sigue visualizando que ahí hay algo que no llega a ser transparente nunca. ¿Después de editar el material solicitás el consentimiento de las personas a quienes registraste?

Sí, vemos la película juntos, siempre.

Deben ser interesantes las reacciones.

Sí. Con Fulboy, fui casa por casa de los futbolistas a buscar la autorización, tras ver la película con cada uno, porque cuando un campeonato termina el equipo se desarma totalmente, se va cada uno a su pueblo y quizás no se ven nunca más en la vida. Viven una relación súper intensa que después se desarma. La película que veíamos era la misma, pero a cada uno yo le decía palabras diferentes. Eso es parte de la seducción: se pueden decir cosas muy distintas de una misma obra y que están ahí.

Es parte de la retórica de los vínculos.

Sí, además para ellos no era una película, era como su vida. Ellos pensaron que yo iba a poner música y los iba a mostrar jugando a la pelota…

¿Cómo te llevas con los festivales? Porque tus películas viajan.

No viajan tanto igual, eh. Son películas más grasa, porque para mí no hay en ellas una mirada miserable de Latinoamérica. No es que me sienta un outsider, pero ningún productor me convocó y me dijo: “che, tus películas me interesan, mostrame lo que estás haciendo”. Creo que pasan muy desapercibidas. O, en todo caso, me ve la gente a quien le importa o le gusta el cine raro.

Bueno, veamos qué pasará en unos años…


Fotogramas: 1) Fullboy; 2) M. Farina; 3) El prof3s1on4l; 4) Mujer nómade; 5) El hombre de Paso Piedra; 6) Fullboy; 7) Mujer nómade.

Julia Kratje / Copyleft 2020